Capítulo 3: Cena y cálices

mayo 14, 2017


La mesa tenía todo tipo de vajilla de plata, una cesta llena de pan caliente y una sopa clara acompañada por deliciosos platos.
Elsa se tragó la baba mientras miraba.
En un principio se había planeado ese banquete para ellos dos, Claudius y ella. La mesa era demasiado larga para ambos así que las camareras se quedaban a los lados.
El caballero sagrado, el duque Ann todavía estaba preocupado por ellos dos y, después de susurrarle algo al oído a Claudius se retiró.
Aunque la discusión secreta entre Claudius y el duque era sobre ella, a Elsa no le importó pues estaba enfrascada en la lujosa cena que tenía ante sus ojos.
“Cuando seas una princesa, no volverás a pasar hambre”, eso es lo que los videntes le habían dicho. Era algo demasiado hipócrita de su parte porque ninguno de ellos había padecido el hambre jamás.
“Por favor, aprende etiqueta para ser una buena princesa”, también le dijeron eso. La trataron como a un animal al que estaban adiestrando y la obligaron a aprender modales amenazándola con cosas como: “si no lo haces bien, no comerás”. Gracias a su entrenamiento, Elsa aprendió el comportamiento adecuado de la realeza y a comer sin mucha dificultad.
¡Que le jodan a todo eso!
Sin embargo, no tenía intención alguna de seguir aquel ritual. Cogió el tenedor como si fuera una estaca, apuñaló los pedazos de carne y se los llevó directamente a la boca, arrancándose casi con violencia los trozos de los dientes. Elsa se lamió los dedos, cogió el tazón de sopa y lo engulló antes de pasar al pan.
La joven era consciente que todo el mundo la estaba mirando atónito por su comportamiento, pero no tenía intención alguna de detenerse. No quería parar y no creía ser capaz de hacerlo. Sólo le importaba satisfacer a su paladar y estómago, y así, continuó masticando.
De algún modo, esa comida caliente fue capaz de despertar el hambre que había sentido desde niña. Su estado emocional se hizo un lío y empezaron a fluirle lágrimas de los ojos. Como para tragárselas, Elsa bebió todavía más sopa.
Claudius, que también estaba atónito, la miró como ausente. Elsa le devolvió la mirada con ferocidad mientras partía un huesito.
-¡¿Qué?!
¿Le parecía desagradable? ¿O estaba tan sorprendido que se había vuelto tonto? No importaba cuál fuera su reacción, la joven estaba lista para reírse de él. Sin embargo, al contrario de sus expectativas, Claudius sonrió con dulzura. No era una sonrisa burlona, sino la que mostraría alguien que recuerda algo nostálgico. Él sonrió con cariño mientras recordaba y entonces, habló. Sin embargo, no se dirigió a Elsa sino a la camarera que tenía a su lado.
-Cuando Mii vino por primera vez también fue así, ¿a qué sí?[1]
Esa frase tuvo un efecto dramático. Los rostros de las confundidas camareras de iluminaron de repente. Empezaron a moverse para preparar toallas calientes y para poner servilletas en el regazo de Elsa, mientras otras limpiaban el suelo. Elsa alucinó con sus habiliades.
-¿Qué…? ¿Qué está pasando…?
-No, no. Sigue comiendo, no importa.
Entonces, el príncipe que todavía no había empezado a comer, le sonrió y comentó:
-Me alegro que tengas apetito. ¿Está bueno? ¿Cómo sazonan la comida en tu país?
-¿Sazonar?-Elsa hizo una mueca y soltó una carcajada. La salsa de tomate y grosella que tenía alrededor de la boca la hacía ver como un caníbal con sangre en la boca.-Si le han puesto sal ya es mi día de suerte.
Claudius quiso decir algo en respuesta, pero antes de que pudiese decir nada, una camarera le acercó un pañuelo a Elsa con la intención de limpiarla.
-¡No me toques!
Elsa apartó la mano de la camarera de inmediato y la sirvienta rogó misericordia.
-¡Lo siento!
La camarera inclinó la cabeza y Elsa sintiendo que se había convertido en la mala del cuento, de repente, se sintió abochornada. Se limpió la boca con la parte trasera de la mano y soltó unas pocas palabras.
-¿Qué clase de país raruno es este?
Claudius pareció pensar que Elsa tenía razón, bajó las cejas y habló:
-Tienes razón. Tenemos invitados de todo tipo de culturas así que no imponemos nuestros valores en los demás.
-¿Siempre comes así?-Preguntó Elsa con sarcasmo.
Claudius se quedó sin palabras y sorprendido por un isntante, entonces, bajó la vista y asintió. Sus movimientos eran lentos y su comportamiento en la mesa perfectos. Manipuló el cuchillo y el tenedor con precisión practicada.
-Seguramente es… porque estoy acostumbrado.
Elsa se sorprendió todavía más cuando escuchó su respuesta. Apoyó los codos sobre la mesa y suspiró antes de hablar.
-Pareces disgustado.
Claudius pareció divertido al escuchar sus comentarios sarcásticos y ciertos. Entonces, le preguntó en un tono totalmente natural:
-¿Quieres algo para beber?
-Agua estaría bien.
Mientras no sea barro, todo me vale, pensó Elsa. Claudius asintió y dijo:
-Bueno, pues que nos traigan agua: quiero hablar contigo un poco.
En ese momento, Elsa alzó las cejas y recordó la situación en la que estaba.
-¿No me has escuchado? ¡¡He dicho que me quiero ir!!
-No hace falta que te pongas tan nerviosa.
Claudius continuó hablando con ese tono tranquilo y dulce de antes.
-No voy a encerrarte. Pero si te vas ahora mismo, podría ser peligroso. Estamos cerca del Bosque de la Noche.
Elsa asintió y miró al príncipe con dudas. No obstante, Claudius le respondió con una sonrisa y una mirada tierna antes de recomendar:
-Podríamos hacerles traernos el postre.
Elsa señaló a Claudius con el tenedor de plata.
-Si crees que me vas a engañar con comida, te vas a decepcionar.
Aunque su voz albergaba gran resolución, su boca seguía manchada de salsa así que no fue muy convincente.
Claudius sonrió en silencio. El fuego del hogar era muy débil. Elsa se levantó y fue hacia la chimenea. Se cubrió con una manta gruesa, abrazándose las piernas y se sentó ahí. El edredón que la cubría era grande y no se parecía a ninguno que hubiese visto hasta entonces.
-¿Frío?-Preguntó Claudius indicándoles a las criadas que les dejaran a solas.
En lugar de agua las sirvientas les habían traído chocolate caliente y galletas recién horneadas.
-No tengo frío.-Respondió Elsa sucintamente mientras tiraba todavía más del edredón y se lo pasaba por encima de los hombros.
Ya estuviera o no el hogar encendido, se trataba de una habitación muy espaciosa y cálida, y Elsa se cogía las rodillas inmóvil. Todavía entonces era más salvaje que una bestia.
Claudius acercó su silla y se sentó manteniendo una distancia prudencial. Siguieron en silencio. Claudius parecía buscar palabras y su mirada divagaba. Poco después, la mano de Elsa se extendió lentamente hasta las galletas y después de coger una, la retiró. Claudius no dijo nada mientras entrecerraba los ojos. Entre ellos sólo había el sonido que Elsa hacía al masticar las galletas y, por un momento, se detuvo y susurró:
-Es dulce.
El sonido fue débil y ligero.
-¿No te gusta?
Justo después de preguntarle eso, el muchacho empezó a escuchar el sonido de ella masticando.
-Es demasiado dulce, parece que se me va a romper el cerebro. Creo que si comes muchas cosas de estas puedes lavarles el cerebro a las personas con miel.
Aunque habló infelizmente, se lamió los dedos de mala gana. Claudius soltó una risita. Se río con suavidad, y por alguna razón, eso no disgustó a Elsa que no entendía porque él se había reído y no comprendía por qué era tan distinto a los resoplidos de burla.
Entonces, Elsa probó el chocolate y murmuró.
-Demasiado dulce. Demasiado amargo.-Pero no dejó de beberlo.
Sus ojos estaban ausentes y no le devolvía la mirada a Claudius, que tan sólo había estado observando el fuego. En los ojos de ella se reflejaban las llamas, brillando como rubíes rojos. Poco después, Elsa susurró:
-¿Qué voy a hacer desde ahora?
Su voz era ronca y distinta a antes. No era agresiva. Antes de responder, Claudius titubeó. Sin embargo, escondió su duda y procedió con una voz alegre.
-¿No ibas a huir?
A pesar de que Claudius le dijo eso, Elsa no le miró. Entrecerró los ojos, bajó la voz y escupió unos murmuros tenaces.
-¿Eres feliz…?
-Sí. Mi responsabilidad era evitar que huyeras.
Claudius jugueteó con las hojas de una planta cercana. Su actitud era dulce y terca. Una vez más, Elsa habló con una voz débil.
-¿Ibas en serio con lo de casarte conmigo?
Después de decir eso, quedó claro el vacío del corazón de Elsa. Después de que la arrastrasen a otro país y de envolverse con una manta con un aroma que no identificaba, Elsa todavía no se creía que esto era real. Cada vez que sentía algo cálido, tierno y gentil, tenía la tendencia a pensar que todas esas cosas hermosas no eran reales, que, en lugar de eso, eran parte de una pesadilla amarga. Para ella, la realidad era dolor y sufrimiento. Nunca estaba demasiado lejos y sentía que pronto volvería a encontrarse con ambas cosas.
-¿No te lo crees?-Le preguntó él a Elsa en voz baja.
Elsa le respondió con otra pregunta.
-¿Creerme qué?
Elsa se aferró a sus rodillas y le miró. En sus pupilas ya no brillaban las llamas, y sus ojos rojos estaban borrosos y nublosos. Los medio cerró, y respondió, casi en una voz adormilada. Se acercó la mano al pecho y apretó la piedra estelar que colgaba de su cuello.
-Me niego a permitir que los demás decidan mi vida.-Murmuró.
Después de terminar de hablar, se hizo un ovillo.  Escondió la cabeza entre sus rodillas y empezó a dormirse.
Claudius estaba sentado en la silla de brazos cruzados mientras la veía dormir. Poco después, dos hombres llamaron a la puerta. Llamaron a Claudius con educación y el muchacho se levantó para abrir la puerta.
-Andy, has llegado justo a tiempo.
Quien había venido era el Caballero Sagrado. Claudius le invitó a pasar y señaló a Elsa.
-¿Puedes llevarla a su habitación? No estoy seguro de poder moverla.
Los ojos del duque Ann se abrieron con sorpresa al ver a Elsa durmiendo. La miró y preguntó en voz baja:
-Esto… Bueno, no debería ser un problema.
Al ver su duda, Claudius le dijo:
-No creo que se despierte.
El duque Ann le miró  y habló con voz suave.
-¿La has hecho beber algo?
Claudius asintió sin dudar.
-Sí, he mezclado unas pastillas de dormir potentes en su chocolate. Sería un desastre si se despertase gritando e intentando huir.
El duque Ann se cruzó de brazos y suspiró profundamente. Descruzó los brazos y posó una mano sobre la cabeza de Claudius.
-Dia…
-¿Qué?
-¿Tengo que regañarte?
Habló en voz baja como si estuviese hablando consigo mismo. Sin embargo, Claudius y el Caballero Sagrado se conocían desde hacía mucho tiempo y él había enseñado a Claudius durante muchos años. Al final, percibió la intención de sus palabras y sus ojos verdes brillaron.
-¿He hecho algo malo…?
Miró a Elsa, que parecía desmayada, y empezó a defenderse.
-No intento arrebatarle su libertad. Ha pasado por mucho, y también la habían hechizado, así que su cuerpo ha pasado mucho estrés. Es un poco demasiado esperar que se esté tranquila al llegar a este país…
El duque Ann posó la mano en la cabeza de Claudius. Tocarle el cabello plateado que recubría su cabeza era muy cómodo. Como el muchacho tenía un físico inusual, crecía más lentamente que otros adolescentes,  y era bajito. Para el caballero, siempre sería su pequeño príncipe. Entonces, mientras recordaba el pasado, habló:
-Lo sé, yo habría hecho lo mismo. Es por su bien y es considerado, pero Dia, ¿cómo crees que se sentirá por el método que has usado? Si la hicieras enfadar por violar su intento de huida y usar drogas o magia, sería contraproducente.
La mirada de Claudius cayó y consideró las palabras del caballero.
-Lo siento…
Respondió como un niño le hizo parecer menos fidedigno, pero sincero. Por tanto, el duque no le culpó. Simplemente le despeinó y entonces fue a por ella.
-Bueno, discúlpame.
Cogió las sábanas junto con Elsa y al instante frunció el ceño y comentó:
-Es muy ligera.
Esas palabras no eran un cumplido. La dejó en la cama y antes de llamar a las criadas comentó:
-Solía tener una gran imaginación, pero…
El rostro de Elsa mientras dormía no era sereno. En sus sueños, parecía sufrir. El duque Ann se encogió de hombros para ocultar la pena que le daba.
-Nunca me habría imaginado que conocería  a una princesa tan loca.
Claudius también la miraba y pareció sentir algo extraño, así que inclinó la cabeza y habló:
-¿Sí?
-Dia, ¿te gusta?
El duque habló mientras sonreía, sin embargo, Claudius no pudo sonreír. Se limitó a observar el rostro dormido de ella y a decir:
-No es cuestión de que me guste o no.-Su perfil era solemne, como el de un adulto.-Es mi responsabilidad.
El duque se sorprendió por un instante al escucharle decir tal cosa, se rascó la cabeza. Como adulto, sentía que debía decir algo, pero no encontró las palabras adecuadas. Mientras el hombre buscaba qué decir, Claudius apartó la vista de Elsa y le miró.
-Andy, mi padre…
El tono de voz del duque se endureció, era completamente distinto al de antes. Alzó las cejas e intentó obligarse a sonreír con alegría.
-No pasa nada. Cuando he ido a verle estaba bien. No va a pasarle nada tan fácilmente. Tu viejo es muy terco.
El duque intentó consolar a Claudius mientras le decía que su padre tenía que pasar la noche en la mansión del marqués como medida puramente preventiva.
El rey no estaba en la capital del Arco Rojo. Según las habladurías de la mansión, su salud había empeorado. Claudius le rogó al caballero sagrado que fuera  a comprobar el estado del rey aunque tuviese que abandonar el castillo. En contraste con la corta edad de Claudius, el rey actual era viejo. Los rumores que la salud de ese rey tan sabio estaba empeorando le inquietaban. Sin embargo, Claudius pretendía ser resuelto y firme y se limitó a asentir con la cabeza, sin intentar continuar con el asunto.
-A partir de mañana estaré ocupado. Ella…-Bajó la vista a Elsa y susurró.-¿Puedo dejársela a Octavia?
La Octavia que el príncipe mencionó era la mujer del duque Ann. Era la guardiana de la espada sagrada, la esposa del caballero y una mujer hermosa. No era, en ningún aspecto, una mujer del montón. Era bastante famosa en el reino. Para ser la guardiana de la espada necesitaba vivir y morir con la espada desde su nacimiento como bruja. Pero por entonces, había decidido separarse de ese camino y vivir con el caballero sagrado.
El caballero sagrado escuchó la pregunta de Claudius y río con alegría.
-Mañana por la mañana se lo pregunto sin falta. Hoy ya se me ha quejado de por qué yo soy el único que ve a la princesa.-El duque se encogió de hombros y bajó la vista hacia Elsa.-También estoy muy preocupado por la magia que le selló la voz.
La bruja de la espada era la especialista nacional de la magia. Sin contar su personalidad afable, nadie era mejor candidata para cuidar de Elsa. El único problema es que la bruja no era alguien a quien Claudius pudiese darle órdenes desde su posición porque tenía una autoridad independiente, separada de los privilegios reales. No obstante, para el duque y para Octavia que no tenían hijos, Claudius era como su hijo. Sin duda le ayudarían pidiese lo que pidiese. Cuando el duque Ann aceptó de buen grado cuidar de Elsa, Claudius se lo agradeció mirando a la muchacha, estrechó los ojos y comentó con un tono tranquilo:
-No recuerdo a mi madre, así que no sé cómo eran mi padre y mi madre como pareja. Aunque puedo visualizarlo, soy incapaz de usarlos como ejemplo.-A causa de la enfermedad de su cuerpo, su madre había muerto después de darle a luz.-Pero si puedo… Me gustaría convertirme en una pareja tan especial como vosotros, Andy y Octavia.
Claudius sólo conocía a su padre en persona y a su madre por los retratos. El duque se sintió muy orgullo al escuchar cómo se sentía. Se rascó la mejilla, suspiró y habló:
-No nos llevábamos muy bien cuando nos conocimos, y la verdad, no es que no tengamos nuestras dificultades.-El duque miró a la luna afilada desde la ventana de Elsa mientras murmuraba como recordando el pasado.

*        *        *        *

La luz de la una entraba a través del agujero de la pared y la llama de una vela. No había cristal ni marco de la ventana, y era demasiado pequeño como para llamar a ese agujero “ventana”. En su lugar había un complejo instrumento de medida encima de este conocido como astrolap, un dispositivo que se encontraba en las residencias de clase alta del país de Vion, el reino de la adivinación.
El fragante aroma del incienso y el nuevo aparato parecían dignificar el prestigio de un monarca. La habitación estaba en penumbra con una pequeña vela y era adecuada para una discusión en privado en medio de la noche.
El hombre sentado en el sofá era delgado, barbudo y muy arrugado. Tenía unos ojos pequeños y bizcos. Hasta con la débil luz de la vela se podía distinguir sus ropas de buena calidad; tenían bordadas el emblema que sólo poseía el gobernador de Vion. Sin embargo, no era de la realeza ni siquiera de alta cuna por eso, desde que se levantaba hasta que se acostaba, no se quitaba jamás ese escudo que le identificaba como primer ministro.
Después de dejar seco una botella de licor fuerte, él, el primer ministro, se acomodó junto a una mujer y se sirvió todavía más alcohol. La mujer todavía era joven, en contraste con aquel hombre de mediana edad, su belleza excedía la potencia del licor. Era la mujer del primer ministro y para él, era una diosa.
El primer ministro se humedeció los labios con el licor antes de susurrar:
-Levanta la cara, señorita Carlston.
En aquella habitación tan suculenta como la miel había una persona presente que estaba fuera de lugar. Estaba arrodillado y con los puños en el suelo de piedra; ese voluminoso hombre vestía ropas sucias. No quedaba bien en los aposentos de su majestad. Cuando escuchó la voz del primer ministro, movió los hombros, pero como estaba oscuro no pudo ver su expresión.
De la cintura del hombre colgaba una piedra estelar, oscura como el cielo nocturno. Mucha gente de la calle escondía sus piedras estelares, sin embargo, por costumbre, debían llevarse en algún lugar visible al entrar a un templo o castillo. Esas piedras demostraban que se era un ciudadano de Vion y, a veces, también eran un símbolo de estatus o posición.
-Señor, lo perdí hace mucho…-Susurró el hombre con la voz ronca, tosiendo amargamente como si estuviera por vomitar sangre.
La boca del primer ministro se torció en una sonrisa.
-No estás aquí por eso. Al menos, cuando la anterior generación de los Carlston se desintegró tú aguantaste hasta el final, ¿no? Ese es el Harrison cobardica que conozco.
El cobarde del que hablaba el primer ministro era el mayor aristócrata que jamás se había escuchado nombrar en Vion. Eran bien sabidos los orígenes y la autoridad del clan junto con la mala sangre que corría entre ellos y el primer ministro.
Las palabras que el primer ministro soltó eran un insulto suave. El hombre sólo podía quedarse apretando los puños sin responder.
-Quiero saber la verdadera razón de por qué me has llamado.
El hombre no estaba acostumbrado a hacer unas peticiones tan directas y el primer ministro parecía ponerle nervioso por lo que apartó la vista. El primer ministro se limitó a acariciar el cabello de su mujer y le dedicó una sonrisa enloquecedoramente bella. Entonces, el primer ministro habló con un tono relajado, como si estuviesen hablando de rumores.
-Viontine se ha casado hoy.
Los hombros del hombre arrodillado temblaron, sin embargo, mantuvo el silencio.
-La pobre princesa venenosa… Si no hubiese nacido en este país no habría tenido que sufrir con los caprichos de los videntes. Señor Carlston, tú eres igual. Tú y muchos otros.-El primer ministro se acabó la copa de vino y se puso en pie.-¿Sueñas con un reino sin videncia?
El hombre tragó saliva pero siguió callado. El primer ministro avanzó hasta ponerse al lado del hombre y se detuvo ante sus rodillas. Entonces, lo único que resonó en la oscuridad fue su voz.
-Todo hombre es capaz de tener orgullo y capaz de ser el señor de su propio país. Efectivamente, necesitamos niños de los dioses de las estrellas, sin embargo, hasta los dioses están preocupados por la corrupción de este país.
-¿Qué planeas…?
La voz del hombre tembló intentando adivinar la intención verdadera del primer ministro. Las palabras del primer ministro todavía eran tenebrosas pero incomprensiblemente atractivas.
-Nací en los bajos fondos. Sé todo lo que ese Harrison y tú habéis dicho de mí, pero por eso mismo, también entiendo otras cosas.-Posó las manos en los hombros de Carlston. ¿Qué clase de futuro pretendían aferrar esas manos tan secas?-Al amanecer de una nueva era, este país necesitará un parlamento nuevo. Un parlamento de gente para la gente. Por eso mismo necesitamos una tormenta.
Eso es lo que el primer ministro decía. Para el país, para Vion, y para cambiar lo podrido que estaba ese reino que también podría llamarse el país de los videntes.
-Una vez más… ¿Volverás a tomar las armas, señor Carlston?
En la habitación sólo se escuchaba el titubeante sonido del aceite hirviendo y el de la garganta de aquel hombre. El hombre no estaba seguro de si temblaba por el miedo o el nerviosismo. El primer ministro volvió a proseguir:
-Gracias a los videntes, incontables ciudadanos han estado sufriendo. ¿No es verdad?
Los labios del hombre temblaron y él replicó:
-La princesa respira veneno…
Al escuchar ese nombre tan desagradable el primer ministro alzó las cejas. El hombre parecía confundido por sus propias palabras y luchó por encontrar algo más que decir. Sin embargo, aclarada su mente, continuó:
-No sólo los ciudadanos, la princesa también…
La pobre Viontine. Al escuchar ese nombre el primer ministro río. Todo iba espléndidamente bien según sus expectativas.
-Por supuesto, ella también es una víctima. Cuando empiece la nueva era, haremos que vuelva a Vion. Dejaremos que sea la princesa de este país y nos aseguraremos de que viva una vida feliz.
Por supuesto, todo esto tardaría un tiempo en prepararse así que el primer ministro le preguntó al hombre si estaba dispuesto a ayudarle. El hombre no pudo responderle de inmediato. Su silencio expresaba su confusión. El primer ministro le garantizó que la princesa viviría una vida feliz pero… ¿Eso le hizo feliz? No estaba seguro. No obstante, antes de él, nadie había querido cambiar ese país. A nadie se le había ocurrido levantarse y cambiar ese país.
-¿De veras…?
El frurú de la ropa interrumpió la voz ronca. No fue el ministro quien se levantó sino la mujer con el largo vestido que había estado en el sofá todo el tiempo.
-Ten fe. El dios de las estrellas está de nuestro lado.
Las cosas que dijo parecían demasiado suaves. La mujer susurró con una voz apasionada a la que su marido ya estaba acostumbrado:
-Abandona tu destino a los planes del dios de las estrellas.
El primer ministro habló de un país sin videncia. Sus deseos y plegarias estaban claros, y ellos estaban sedientos de ello. Sin embargo, todos los presentes estaban acostumbrados a escuchar esa afirmación.
“Abandona tu destino a los planes del dios de las estrellas”.
La mujer sonrió levantando el cáliz plateado.
-El país entero va a cambiar.
Las nubes ocultaban las estrellas y la delgada luna plateada que mostraban el camino. El candelabro se apagó y la oscuridad lo cubrió todo.


[1] Se refiere a Mimizuku, la protagonista de “Mimizuku y el Rey de la Noche”, la secuela. Encontraréis la novela en mi blog.

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