Capítulo 32: Damian (parte 4)

julio 10, 2018


Anna regresó a los muros del castillo cargada con una montonera de libros que llevaba atados con un cordel para conseguir una cura para la duquesa. Había revisado hasta el rincón más recóndito de la librería en busca de cualquier obra relacionada con hierbas medicinales y hasta le había pedido al librero que la avisase si le llegaban más.
Justo al pasar la puerta se encontró con Dorothy, una mujer de mediana edad que solía estar a su alrededor guardando cierta distancia. Hizo ademán de saludarla, pero prefirió quedarse callada a un lado al ver que Dorothy iba cogida del brazo de un hombre.
No parece alguien de buena cuna a juzgar por su vestimenta…
Cuando el hombre se marchó, Anna se acercó a Dorothy.
‒¿Quién era? No le había visto nunca.
‒¿No? Bueno, le encanta viajar. Es el doctor del duque.
‒¿El doctor del duque? ¿Por qué no le había visto nunca?
‒No lleva mucho en el castillo. Llevábamos años sin saber de él; la última vez se quedó sólo un par de noches y volvió a marcharse. Esta vez ya lleva aquí dos o tres meses; no sé cuándo se volverá a ir.
‒¿No está mal que se porte de esa forma siendo un doctor?
‒El duque es tan fuerte que no necesita doctores. De hecho, se suele decir en broma que quien mejor vive es el doctor del doctor porque no tiene que hacer nada, aunque nadie duda de sus habilidades. El más pequeño de mis niños sobrevivió gracias a él.
Anna no dejó de estudiar con la mirada a Philip mientras éste se alejaba.

Al día siguiente, Anna fue a buscar a Philip. El hombre habitaba en una casita en una de las esquinas de los muros de palacio. El enorme árbol que crecía a su lado todavía daba la sensación de estar más abandonado.
El motivo por el que Anna residía dentro del castillo era porque el médico de cabecera debía ser el primero en llegar en caso de emergencia. Y, sin embargo, el médico de cabecera del duque se pasaba la vida de vacaciones, nunca revisaba la salud de su señor y vivía en un lugar tan remoto como aquel. A Anna le daba la sensación de que había gato encerrado en todo el asunto.
‒Hola, señor Philip. ‒ Saludó al anciano que estaba sentado en una silla del patio. ‒ Soy Anna, la médica de la duquesa. Me he enterado de que usted estaba por aquí y me ha parecido conveniente saludarle y presentarme.
El anciano estudió a Anna lentamente y, entonces, esbozó una sonrisa.
‒Encantado, llámame Philip a secas.
‒Lo mismo digo, llámeme Anna.
‒Adelante, eres una invitada. Traeré té.
La respuesta amigable de Philip relajó el corazón nervioso de Anna y le siguió dentro de la casa.
Se tomaron el té, intercambiaron palabras banales y, poco después, sus temas pasaron a centrarse en la medicina. Ambos eran doctores, por lo que podrían haberse pasado el día entero conversando sobre ello. Anna notó dos cosas en aquel viejo doctor mientras hablaban: su actitud educada y elegante, y sus conocimientos. Era impecable. La inteligencia de Philip era insuperable; normalmente, siempre hay algún método o tratamiento que se escapa o que no está clara, no obstante, ese anciano doctor lo sabía todo.
Tal vez… Él sepa cómo curar los síntomas de mi señora…
El propósito de Anna desde un principio había sido pedir consejo sobre la situación de la duquesa, sin embargo, sus síntomas y enfermedades eran un secreto. Su consciencia la detuvo y decidió estudiar cuánto pudiese antes de volver al castillo.
‒Me gustaría decirte algo, por eso te he llamado. ‒ Jerome la llamó en cuanto puso un pie en el castillo. ‒ Al parecer has ido a ver al señor Philip.
‒¿Me estáis… vigilando?
‒Ah, no me malinterpretes. No es a ti a quien vigilamos, Anna, sino al señor Philip.
Jerome ignoraba los detalles, pero el duque raramente mostraba su disgusto sobre la presencia de algo, Philip era la excepción. Tanto los soldados de Damian como los del Duque tenían los ojos puestos en aquel anciano para evitar que se acercasen al futuro heredero y a su esposa.
‒Podéis hablar y veros, tampoco hace falta que cuentes de qué habláis. Pero Philip tiene prohibido ver a mi señora y también está terminantemente prohibido mencionarle en presencia de la duquesa.
Anna quiso preguntar la razón. Había muchas cosas que desconocía, pero, ella era una simple doctora. Si sus superiores le daban una orden, ella debía acatarla.
‒El señor Philip es un doctor muy competente, si puedo ir a verle… ¿Puedo preguntarle algún remedio para tratar a mi señora?
Jerome reflexionó unos instantes.
‒Sí, por supuesto, si es para eso sí. Pero, mi señora debe pensar en todo momento que es cosa tuya.
‒…Sí.

Anna no fue a ver a Philip en los siguientes días porque le incomodaba que la vigilasen. Pero, ocurriéndosele que Philip podía partir de nuevo, la médica se puso nerviosa y acabó yendo.
‒Bienvenida, Anna.
Philip parecía feliz de tener una invitada y su expresión era increíblemente amable, mientras que Anna, al contrario, estaba angustiada. ¿Qué clase de persona era ese señor para que lo vigilasen? ¿Habría cometido algún crimen imperdonable?  A Anna le preocupaba verse arrastrada dentro de algo que no era culpa suya, pero, la hospitalidad del anciano la hizo sentirse culpable. La buena mujer llegó a la conclusión que Philip debía estar bajo vigilancia por algún motivo político por ser un barón, y así fue como Anna empezó a ir de visita regularmente. Anna se dejaba enseñar y tener una compañera con la que conversar hacía de la vida de Philip algo más amena.

*         *        *        *        *

La vida en Roam siguió igual que siempre tras la llegada de Damian, la de Lucia tampoco dio un gran vuelco. La joven se ocupaba del jardín por la mañana y leía en el estudio por la noche. Los trabajadores del castillo también dejaron el nerviosismo a un lado al ver que su señora se comportaba como siempre. Damian, por otro lado, ocupaba sus días estudiando como loco y se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto enterrado entre libros.
Alguien llamó a su puerta y el chico alzó la vista de sus libros.
‒Joven amo, la cena está lista. ‒ Un criado abrió la puerta y entró.
‒De acuerdo.
Damian se levantó sin vacilar, había perdido la noción del tiempo. Salió de su habitación y se dirigió al comedor a paso ligero. Solía comer y cenar con la duquesa. Lo único que hacían era sentarse frente al otro y comer, pero con el paso del tiempo, el muchacho empezó a esperar con ansías ese momento.
Aquel día Damian fue el primero en llegar al comedor. Esperó a Lucia sentado y, cuando la vio, se levantó rápidamente y la ayudó a sentarse.
‒Gracias, Damian. ‒ Dijo ella sonriendo.
Y él, a modo de respuesta, inclinó la cabeza y volvió a su asiento.
Sus veladas solían ser silenciosas, apenas cruzaban un par de palabras. Damian era un niño peculiar y callado, sin embargo, a ninguno de los comensales les incomodaba el silencio.
A Damian se le cayó el tenedor y una criada se le acercó rápidamente con uno nuevo. Ese incidente que podría haber pasado desapercibido hizo reflexionar al chico. Los sirvientes le estaban tratando con el más sumo cuidado. No es que le tratasen mal hasta el momento, pero había notado un cambio de actitud en los criados. Damian sabía que la duquesa gozaba del favor del duque y estaba claro que no se molestaba en ocultar su buena intención respecto a él.
El tiempo que Damian pasaba con la duquesa no era mucho. La mayoría del tiempo estudiaba, entonces comía y daba un paseo. El favor de la duquesa no era excesivo, la muchacha no intentaba jugar con su mente o manipularle, por lo que el niño acabó relajándose.
Si Damian hubiese sido un poco más mayor, las puertas de su corazón ya se habrían cerrado del todo, no obstante, seguía siendo un niño de ocho años que jamás había aprendido lo que era el cariño.
Después de cenar, ni Lucia ni él acordaron ir a dar un paseo juntos por el jardín, simplemente se levantaron y lo hicieron como si fuera natural.
‒Te pasas la mayor parte del tiempo estudiando sin parar, ¿verdad? Me parece admirable.
Las puntas de las orejas de Damian se enrojecieron.
‒Es que… No quiero ir perdido cuando vuelva a la escuela.
‒Me dijiste que no estabas de vacaciones, sino que te han hecho salir, ¿no? ¿Hay algún momento en el que puedas salir?
‒Necesitas permiso y hay un límite de treinta días por ahó. No sabía que mi señor no estaría aquí, tampoco sé cuándo volverá así que no estoy seguro de si podré volver antes de que acabe el límite. ‒ La expresión de Damian se oscureció.
El límite no sería ningún problema con la influencia del duque, sin embargo, el cuatrimestre ya habría pasado volando.
‒¿Por qué no le llamas: “padre”? ¿Te ha dicho él que no lo hagas?
‒…No es eso. Es que… creo que no le haría gracia…
‒¿Por qué? Eso son prejuicios tuyos. Llámale “padre”, estoy segura le gustará. ‒ Damian guardó silencio. ‒ Y, Damian, no me has llamado por mi nombre. ¿Creías que no me daría cuenta de que estás evitando mi nombre a propósito? ¿Cuándo quieras decirme algo me vas a llamar con un “hey” o un “tú”?  ¿Verdad que no?
Los ojos rojos del chico se estremecieron.
‒No…
‒Pues dilo. Yo te llamo Damian, ¿no?
‒…Sí… Lucia… ‒ El chico se quedó callado y habló de repente. ‒ ¿Te puedo hacer una pregunta?
‒Claro.
‒¿No me odias?
‒No. ‒ Contestó Lucia como si nada, como si fuera algo normal. ‒ ¿Crees que debería?
‒…Creo que es lo suyo.
‒¿Por qué? El odio duele tanto al odiado como al que odia. ¿Por qué me iba a molestar con una emoción tan innecesaria? No te odio y no tengo pensado hacerlo.
Pero, si la duquesa diese a luz él se convertiría en una molestia para su hijo y, en ese momento, sus buenas intenciones desaparecerían y se convertirían en odio, por eso Damian no la creyó.
‒Damian, sé que existes desde que me casé. Tu padre se casó conmigo con la condición de que te reconociera. ‒ Damian no daba crédito a sus oídos. ‒ No es un padre cariñoso, pero no creo que te odie. Sólo es que se le da mal expresarse. Si te odiase, no te habría hecho su heredero.
Damian no se lo podía creer, aunque lo deseaba. Nadie le había dicho algo parecido hasta entonces. El niño siempre se había esforzado para acabar con las miradas desaprobatorias de la gente por ser un bastardo y con la indiferencia gélida de su padre, así que el dulce consuelo de Lucia se coló por las grietas de su corazón.
‒¿Odias a tu padre?
Odiar. Jamás habría osado a pensar así. Damian sabía cuán lejos estaba esa sensación de su alcance. Sólo era un bastardo sin madre, y sin embargo, su padre le había otorgado un rango de noble muy alto y le había hecho su heredero.
El duque había enviado a Damian al internado con la única condición de que se graduase, entonces todo sería suyo. Y era precisamente por su terrorífico padre que nadie se atrevía a meterse con él. Damian era el único con sangre de los Taran corriendo por sus venas a parte del duque, no había competidores.
‒No. Yo… le admiro.
El internado de Damian era una escuela prestigiosa para nobles y niños de sangre real de varios países. Cada estudiante tenía su propio sistema personalizado, algunos residían en los dormitorios mucho tiempo y otros iban entrando y saliendo. No había nadie en toda la escuela que no supiese quién era el duque Taran o de su poder.  Por eso, Damian había decidido esconder quién era su padre, para que nadie pudiese compadecer al duque por tener un hijo así. Sin embargo, nunca se había planteado la razón, ni qué le gustaría hacer cuando fuese duque. Temía que si no era lo suficientemente útil le abandonarían, porque lo único que necesitaba su padre era un heredero.  Damian jamás anhelo el afecto de su padre, con que le reconociera ya era suficiente. Se había acostumbrado tanto a su situación, que no sabía qué más pedir.
‒Ya veo. Me alegra que le admires.
La tragedia familiar de los Taran y la mala relación padre e hijo de su marido y Damian preocupaba a Lucia.
‒¿Por qué le admiras? ¿Porque es un gran caballero? ¿O porque es el poderoso señor del norte?
‒…Porque es fuerte.
Parecía una tontería, pero Lucia estaba de acuerdo. Tenía razón. Nadie bajo aquel cielo era más fuerte que su marido. Era un hombre en el que podías apoyarte tanto mental como físicamente.
‒Sí, es fuerte. ‒ Era colosal como un árbol, indoblegable. ‒ ¿Quieres ser fuerte, Damian?
‒Sí.
‒Pues puede que lo seas, eres su hijo.
‒…Sí.
La brisa acarició a la pareja envolviéndoles con la suave fragancia de las flores que complació el corazón del niño. No hubo más palabras, sólo una sonrisa en sus rostros conforme continuaban con su paseo.
Fue otro día tranquilo.

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