El Lamento del Palacio Changmen

abril 02, 2020


I


El sol se ostentaba en lo alto de los cielos y corría una suave brisa. Existía gran disparidad entre los rincones escondidos tras los majestuosos muros del Palacio Imperial de Han: algunos eran fríos y desolados, y otros bulliciosos y llenos de vida. Quizás tú, el Cielo que todo mortal admira y el hombre más deseado por las mujeres de Palacio, no llegues jamás a saber de esa soledad.
Te seguí con la mirada desde la terraza del Palacio Changmen mientras tus ojos colmados de evidente afecto existían sólo para Wei Zifu. No estaba triste, tampoco enfadada o celosa, pero la frialdad había penetrado mi corazón con sus zarpas uniéndose a mi creciente desesperación.
Lentamente empezaba a creerme las palabras de mi madre: cuánto más amas, más pierdes.
Y yo… ya te había perdido.


II
Siempre había creído que el Palacio Changmen, que tú habías construido para mí, era la representación de nuestra historia de amor – del cuento de hadas que narraba la vida feliz que nos esperaba.
Nos conocimos por primera vez en el banquete que mi padre organizó en el Palacio Guantao. Por aquel entonces todavía eras un jovenzuelo, un hombrecillo que de la mano de su madre estudiaba sus alrededores con curiosidad infantil. Y ese par de ojos aniñados que relucían como los lagos de los jardines imperiales terminaron posándose en mí.
Mi madre, la Princesa Guantao, era una mujer codiciosa que me consideraba una herramienta para adquirir más poder e influencia y que siempre me había asegurado de que mi rostro era capaz de subyugar el corazón de cualquier hombre. Sin embargo, no logró conquistar a Li Ji, la madre del Príncipe Heredero, Liu Rong; en cuanto mi madre sugirió que Liu Rong y yo nos casáramos, Li Ji lo rechazó por coherencia a su enemistad con ella.  Si no me hubiesen rechazado de esa manera, mi madre jamás se habría sentido tan humillada y furiosa como para aliarse con Wang Zhi, tu madre y, por supuesto, nosotros no nos habríamos conocido.
Muchos años después, te seguí con la mirada desde el Palacio Changmen todavía recordando el año en que me prometiste construirme un palacio y amarme con todo tu corazón si yo, a cambio, te entregaba el mío.
Debes haber olvidado tus palabras. Seguramente ya habías empezado a olvidarlas el día que me dijiste que querías a Wei Zifu como consorte.


III
Todo el mundo decía que nuestro matrimonio era de conveniencia. Tu madre quería ser Emperatriz y la mía que yo fuese la siguiente, así que, conspiraron y maquinaron hasta que consiguieron arrancar al Príncipe Heredero del trono.
Liu Rong sufrió una muerte terrible: se le humilló y falleció injustamente cargando con un pesar incalculable.  El día que fui a verle en sus ojos todavía quedaba vestigios de su antaño fulgor y con voz apagada me musitó un secreto que nadie conocería nunca al oído – que me amaba. Esas fueron sus últimas palabras; me amaba, pero no debía. El verdadero motivo por el que su madre me había rechazado fue porque no podía permitir que el futuro Emperador albergase amor, una debilidad. El resentimiento de su mirada se desvaneció en cuanto me lo confesó y aceptó su muerte con serenidad.
Las cuatro paredes de sus aposentos presenciaron mi dolor y llanto devastado.
Contemplé a Liu Rong hasta que su cuerpo dejó de moverse enfrentándome por primera vez a la muerte.
Creo que ese fue el día en que me estrechaste entre tus brazos en silencio durante mucho tiempo. Estabas indudablemente afligido, aunque no hubierais sido cercanos, acababas de perder a un hermano y murmuraste que el Príncipe Heredero debía ir al Cielo, pues su único error había sido ser demasiado ingenuo. Aquel día contemplamos la luna del firmamento bajo un viejo árbol rehusándonos a regresar al palacio apático en el que vivíamos. Me dijiste que la vida sería muchísimo más tranquila si no hubieras nacido en la realeza; que habrías sido capaz de admirar la puesta y la salida del sol cada día sin preocuparte de la lucha por el poder. Todo habría sido tranquilidad y paz.
Allí nos quedamos desde la noche hasta que unos criados nos descubrieron al amanecer.
Poco después de aquello me convertí en tu Princesa Heredera. Todavía recuerdo los miles de plebeyos que salieron a las calles para celebrar nuestra unión mientras yo soñaba en mi palanquín con que yo me había convertido en una anciana y que tú seguías siendo el que me cogía de la mano; un sueño contigo ya irreconocible a causa de las arrugas y la edad donde susurrabas mi nombre entre sonrisas. “Ah Jiao, Ah Jiao”.
–A partir de ahora serás mi única consorte, Ah Jiao. – Me dijiste suavemente de pie al lado de mi palanquín con ojos afectuosos cuando me desperté.
Me trajiste al Palacio Changmen. El oro relucía bajo la brillante luz del sol para darme la bienvenida y, entonces, te volviste hacia mí y me dijiste que por fin habías cumplido tu promesa – me habías construido un palacio dorado. Se me inundaron los ojos de lágrimas. La broma de aquel día fue una promesa en la que volcaste tu corazón.
–¿Todavía te acuerdas? – Te pregunté.
–Recuerdo todas las promesas que te he hecho. – Aseguraste. – Nunca las he olvidado. Eres la única mujer que yo, Liu Che, he amado jamás. Eres mi única consorte y la futura Emperatriz del Gran Imperio Han. Eres la única a la que voy a amar en toda la vida.
Cuán tiernas fueron tus promesas; cuán tiernas y crueles. Nunca debí tomármelas como un juramento eterno. Para ti una promesa es algo veleidoso, una mentira frívola, no obstante, las mujeres solemos creer que las palabras se marcan a fuego.


IV
Tradicionalmente las Emperatrices del Gran Han residían en el Palacio Changle, pero durante los breves años de mi reinado permaneció vacío – yo preferí continuar viviendo en Changmen. Ni los majestuosos lujos del Palacio Changle, ni mi título me importaban, lo único para mí eras tú. El único motivo por el que decidí quedarme en Changmen fue por el cuento de hadas que compusiste para mí; ingenuamente me convencí de que, si seguía en esa fortaleza, nuestra historia perduraría por los siglos de los siglos. No obstante, cuando otra mujer se mudó al Palacio Changle, abrí los ojos y empecé a comprender lo frágil que era el amor de un hombre.


V
Tomo empezó en la mansión de la Princesa Pingyang, allí es donde conociste por primera vez a Wei Zifu una bellísima cantante vestida con coloridas sedas que ejecutó una danza que te hechizo en apenas unos instantes. Inconscientemente, extendiste la mano y yo, estupefacta a tu lado, te pregunté si estabas bien. Ignorando que el fulgor de tu mirada te traicionaba, mentiste asegurándome de que todo iba bien.
Después de que el espectáculo terminase, corriste a preguntarle a la Princesa Pingyang el nombre de la cantante y fue en ese momento que entendí que en el amor existía algo llamado celos. Tenía celos de la cantante, de cómo había conseguido seducirte; envidiaba su juventud, envidiaba la facilidad con la que podía hacer lo que quisiera, los chanchullos que empleaba reflejando su bajo estatus.
Tú nunca llegaste a saber que yo también era una bailarina excelente, mejor que esa cantante. La única diferencia era que ella bailaba para obtener tu favor, y yo sólo bailaba para mí. Mi madre jamás me permitió bailar, me enseñó que la danza era vulgar, así que, ¿cómo iba yo a participar en un deporte inoble siendo aristócrata? Si hubiese sabido que un baile podría cautivarte con tanta facilidad, habría renunciado a mi dignidad por ti.
Aquel día perdí los estribos: exigí explicaciones entre llantos y palabras maliciosas.  Si tan sólo me hubieras dado una palmadita en el hombro, si tan sólo te hubieras quedado conmigo, quizás hubiese seguido creyendo que tu amor por mí era inamovible, pero tú me diste la espalda y te marchaste sin mirar atrás. Me dijiste que era una necia, me advertiste de que no olvidase que eras el Emperador y que el mundo estaba ahí para ti.
Esa noche volviste a la mansión de la Princesa Pingyang donde pasaste la noche con una cantante llamada Wei Zifu.
Y así fue como rompiste nuestra promesa.


VI
Poco después, me anunciaste impasible que ibas a concederle el título de consorte a Wei Zifu. Decidido y firme, ni siquiera me diste la oportunidad de protestar. El odio y la impotencia se arremolinaron en lo hondo de mi ser y exploté. Te grité y te dije que esa era sólo una mujerzuela que había usado una serie de trucos para conquistarte; te dije que, si la querías porque sabía dar vueltas, yo también y te pregunté si querías verlo.
Nunca te había visto una expresión tan desencajada. Me dijiste que te había decepcionado, que con un corazón tan cerrado era indigna de ser Emperatriz y que mi opinión carecía de valor, estabas decidido.
Te marchaste furioso y yo te perseguí preguntándote si querías verme bailar, pero no te molestaste en responderme ni te diste cuenta que era la primera vez que renunciaba a mi orgullo para rogarte.
Aquella noche me encerré en mis aposentos y bailé hasta el amanecer hasta caer en la cuenta de la razón por la que la danza precisa público – porque sin alguien que la aprecie, la más hechizante de las danzas se convierte en el retrato de la soledad.
Wei Zifu se proclamó tu favorita en poco tiempo y tú dejaste de venir al Palacio Changmen. Los esclavos y criados chismoseaban y se burlaban del miserable destino de la mujer que vivía en el palacio dorado.
Entonces, un buen día, empezó a correr el rumor de que una tal Wei Zifu iba a ser nombrada Emperatriz.



VII
Una mañana nevada del cuarto año de la Era Yuanguang de la Dinastía Han salí al balcón a admirar la nieve que había cuajado con una flauta en las manos, pero fui incapaz de tocar una sola nota.
Un día conocí a la hija de Zhuo Wangsun, Zhuo Wenjun. Una mujer hermosa y elegante cuyo rostro risueño no lograba esconder el sufrimiento que reflejaba su mirada.
Zhuo Wenjun tocó para mí la canción de Dos Fénixes, una melodía que parecía un obsequio de los mismísimos Cielos, y entonces, me contó anécdotas de Sima Xiangru. La terca mujer afirmó sin vacilar que nadie sería capaz de hacerla sentir lo que había conseguido él y que me envidiaba porque el Emperador, que claramente me apreciaba, me había construido un palacio dorado. Yo, en cambio, le contesté que el amor era como un paño hermoso – si lo ocultabas, sólo conseguirías acelerar su desgaste.
Cuánto más te aferras al amor, más rápido se escapa. Esta es la lección que tú, Liu Che, me enseñaste.


VIII
Todo el mundo decía que Wei Zifu era una mujer modesta, generosa, benevolente y de carácter afano – hasta tú. Así que nunca te dije que me acusó de brujería falsamente, que se me incriminó sin concederme la oportunidad de defenderme y que te manipularon para que pensases que yo era quien movía los hilos.
Se me arrestó bajo tu fría mirada – al lado de la preciosa y delicada Wei Zifu.


IX
Para el quinto año de la Era Yuanguang, el Palacio Changmen había perdido el resplandor de sus buenos tiempos y se había convertido en un palacio frío. La primavera trajo consigo la experiencia más amarga de mis veintiséis años de vida.
Te presentaste en el Palacio Changmen acompañado de la dura frialdad de la ciudad de Chang’an. Me dijiste que mi corazón era malicioso como el de una serpiente y que era incapaz de ser benevolente; me dijiste que era indigna de ser una Emperatriz, la virtuosa Madre del reino y anunciaste el decreto de destituirme.
Acepté el papiro que me ofreció el eunuco y, lentamente, te dije que, si ese era tu decreto, lo aceptaría.
Si era tuyo.
Creí que sentirías algo de compasión, que, aunque fuese deshonrada continuaría albergando algún lugar en tu corazón. No se puede reemplazar a una persona por otra. ¿Cómo puede ser que nunca supieras que jamás me importó la corna? Que lo único que temía perder era a ti.
Y yo ya te había perdido.
Vacilaste momentáneamente y reparé en las lágrimas de las esquinas de tus ojos. Entonces, te diste la vuelta y dándome la espalda repetiste el decreto.
Te pregunté si volverías a venir al Palacio Changmen y aquel día bailé por ti, por primera vez. Sin embargo, el abandono acompañó a mi danza – tu abandonó.
Todos los habitantes de Chang’an lloraron. Las acusaciones de brujería implicaron a muchos y tú ordenaste que se les ejecutase a todos. Fue un baño de sangre.
Ese mismo día, se nombró Emperatriz del Gran Han a Wei Zifu.


X
Pasó mucho tiempo desde la última vez que visitaste el Palacio Changmen. No debería haber albergado esperanza ninguna, pero cada día me aferraba a la flauta aguardando tu llegada en vano. Con el paso de los días empecé a marchitarme; los Doctores Imperiales me explicaron que se trataba de una enfermedad del corazón y temían que, si continuaba así, yo…
En una de las ocasiones que salí al balcón anhelando verte, te descubrí contemplando con suma ternura a Wei Zifu en el Palacio de Changle. De vez en cuando mirabas hacia Changmen, pero tu palanquín jamás llegaba.
Al fin, deseché mi orgullo y le rogué a Sima Xiangru que compusiera un poema con las más sinceras de las palabras para narrar mis sentimientos.
Quería verte una última vez antes de que mi belleza desapareciera por completo.
La Oda a Changmen fue un regalo de Sima Xiangru para mí que le catapultó a la fama, pero al final, no te atrajo a mí. El poeta me dijo que le habías escrito una carta prometiéndole que te encontrarías conmigo en el Palacio del Sur a la noche siguiente.
Saqué la pintura roja que no había tocado en mucho tiempo y me maquillé. Las flores habían florecido más allá del Palacio Changmen, su viva coloración era hechizante y el color carmesí de los pétalos era impactante.
Esperé un día – tú no llegaste.
Esperé tres días, sin comer o dormir, y tú – tú no viniste.
Tiempo después escuché que Wei ZIfu había usado la enfermedad de vuestro hijo para evitar que vinieras a nuestro encuentro. Era evidente que deseaba proteger con uñas y dientes la felicidad que había logrado robarme.
Me enteré de que habías estado tres días y tres noches velando a vuestro hijo en Changle al que Wei Zifu había sumergido durante dos horas en un baño de agua helada.
XI
Mucho tiempo después comencé a comprender el valor del palacio dorado.
Se dice que los límites del amor yacen en la capacidad de soportar – soportar que el hombre que amas tendrá tres mujeres y cuatro concubinas. Wei Zifu se las apañó para tolerarlo y te acompañó durante treinta y ocho años. Si te hubiese amado, su historia había terminado como la mía; la razón por la que lo consiguió fue porque no te amó ni quiso el tuyo. Si desde el principio lo único que hubiese querido fuera el trono, tal vez no te habría perdido con tanta rapidez. No obstante, quería ser la única para ti – como Zhuo Wenjun lo era para Sima Xiangru.
Quería un amor como el suyo, pero nunca estuvo en mi destino.
Porque olvidé que quería el amor de un hombre que jamás podría amarme.
XII
Un gran incendio abrasó el Palacio Changmen durante un día entero. El majestuoso palacio dorado que tan resplandeciente fue en su día, se vio reducido a cenizas en una noche.
Me quedé allí de pie y me reí; reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Lo que el fuego destruyó fue un amor que todos envidiaban, uno vacío bañado de oro.
Muchos se congregaron a llorar en las ruinas del Palacio Changmen. Entre la multitud hallé a mi madre con los ojos cargados de angustia. Con el paso de los años habías ido castigando su arrogancia hasta transformarla en una mujer frágil.
Mi madre se aferró a tus mangas como cualquier madre hubiese hecho, llorando y rogando que me devolviese la vida. Te pidió que le devolvieras a su hija, que le devolvieras a su hermosa, inteligente y obediente hija. Ese día no te enfadaste. A pesar de que mi madre olvidó su estatus y te aferró las mangas, no te enfadaste porque estabas tan apenado como ella.
Te dejaste caer de rodillas fuera de lo que antaño habían sido los muros del Palacio Changmen. Wei Zifu te consoló con palabras y acariciándote la espalda, pero tú la empujaste precipitándote a las profundidades del dolor y de la soledad. Fervientemente murmuraste que habías decepcionado a Ah Jiao; que la única persona de todo el palacio que te entendía de verdad era Ah Jiao; que todas las mujeres te amaban como debían amar a su Emperador, pero que sólo Ah Jiao te amaba como una mujer amaba a su esposo. Dijiste que lo sabías, que cómo no ibas a saberlo, pero que eras el Emperador y que el Emperador tenía prohibido amar.
El amor era una debilidad que un Emperador no podía permitirse.
Pediste que, si de verdad existía una segunda vida después de la muerte, que por favor renaciéramos como plebeyos, lejos de las intrigas de palacio.
Me organízate un funeral digno de una Emperatriz y durante mucho tiempo nadie fue capaz de consolarte. Contemplabas las ruinas del Palacio Changmen como un niño perdido y le ordenabas a Simia Xiangru recitar La Oda a Changmen incesantemente. Dijiste que me habías abandonado y tratado con tanta frialdad porque querías subyugar mi orgullo; dijiste que era demasiado fría y huraña; que jamás me dejado doblegar por ti; que sólo querías cambiarme.
Wei Zifu sólo fue una herramienta para subyugarme. Si hubiese cedido, jamás la habrías dejado entrar en palacio.
Dijiste que Wei Zifu era una sustituta que satisfacía todos tus deseos.

Te arrodillaste cubriéndote la cara con las manos como si hubieses escuchado mi lamento. Te diste la vuelta para buscarme con la mirada, pero no me pudiste ver.
Los pájaros cantaban, las flores florecían y una mariposa surcaba los cielos. Nunca supiste que cierta vez volé a tu lado, que me posé en tus hombros en un amago de sécate las lágrimas. Como la suave brisa, fui una pequeña mariposa que usó toda su vida para hacerte recordar a una mujer llamada Chen Jiao.


XIII
Buda decía que las mariposas no tienen alma, así que cuando me transformé en una mariposa de alas negras y ojos huecos, creí que no volvería a sentir amor o tristeza.
Mucho tiempo después, morí sobre tus hombros tras sobrevolar las montañas y los vastos océanos por ti – para verte por última vez. Sin embargo, Buda no me avisó que las mariposas tenían prohibido anhelar su pasado y que el precio por hacerlo era no reencarnarse.
Pero mientras me desvanecía te escuché susurrar suavemente:
Volvamos a encontrarnos en nuestra próxima vida.

Fin.

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