Capítulo 1: Dieciocho años (parte 1)

diciembre 14, 2017

Lucia odiaba abrir los ojos cada mañana.
–Ah… Esta maldita migraña… ¿Por qué tengo que pasar por el mismo dolor dos veces en la misma vida?
Lucia se sostuvo la adolorida cabeza y se levantó. Su vida estaba siguiendo el mismo camino exacto que en su sueño. En cuanto empezó a menstruar a los quince años, le surgieron unas migrañas masivas como mínimo una vez al mes y, como máximo, de cuatro a cinco veces al mes. Aunque no era algo serio, se volvería una enfermedad crónica que la atormentaría el resto de su vida.
Cuando Lucia cumplió los dieciocho estaba completamente segura de que había visto su vida en un sueño. Se había esforzado mucho y ya había cambiado varias cosas de su futuro. Pero a veces, ocurría algo inevitable que nada podía cambiarlo. Por ejemplo, el verano de sus trece años, hubo una tormenta que inundó la primera planta del palacio real. El siguiente invierno faltó leña por el embrujo helado de la inundación y, por eso, se tuvo que pasar todo el invierno temblando de frío.
Cuando cumplió los quince empezó a menstruar y a sufrir migrañas. Tal era el poder que albergaba el futuro. No era imposible cambiar el porvenir si ya lo conocía.
El rey moriría cuando cumpliese los dieciocho años y la venderían al asqueroso Conde Matin: esa era la parte de su futuro que Lucia no podía cambiar. Al percatarse de ello, se desesperó. ¿Qué más daba si conocía el futuro? Sentía que los cielos le estaban tirando de las piernas y lo habían convertido todo en una broma.
Desesperanzada, se confinó en su habitación, pero lo dejó correr a los pocos días.
–Si me matase de hambre no lo sabría nadie.
Fue como un soplo de aire fresco, ya no sentía una molestia pesada en su corazón.
Lucia abrió las ventanas. La fría brisa matutina entró en sus aposentos. Ella se apoyó contra la ventana y permitió que el viento helado la tocase. Era como si estuviese enfrentándose a su propio destino gélido.
Ya era lo suficientemente alta como para posar las manos en el alféizar de la ventana y apoyarse en el para poder ver el mundo exterior. Como se parecía a su madre, era de figura pequeña. Su cabello era de un marrón rojizo como el del resto de la población, pero tenía unos ojos naranjas como calabazas que relucían como el oro y destacaban. Aparte de aquello, era como cualquier persona de la calle. Sin embargo, no es que no tu viese su atractivo. Era de apariencia pálida y brillante, por lo que, si se arreglaba un poco demostraba gran encanto. Normalmente, dejaba su atractivo inactivo, nunca necesitó un corsé gracias a su cintura delgada. Su constitución frágil despertaba el instinto protector de la mayoría de los hombres. No obstante, no pertenecía a la alta aristocracia por lo que no se apreciaban ninguno de sus encantos.
–Veamos. Se me ha acabado la leña y me quedan pocas patatas y huevos.
Estaba al lado de su vieja mesa rechinante de madera haciendo su inventario de sus necesidades básicas. Se había atado el pelo de cualquier manera en una cola y su vestido de popelín era casi igual al uniforme de las criadas. Viéndola así, nadie se imaginaría que era una princesa real.
–Debería ir a solicitar bienes necesarios.
Era impropio que la princesa Lucia hiciera algo así personalmente, pero al cabo de los años se había vuelto algo normal. En su palacio no habitaba ninguna criada. Por suerte, el palacio no era demasiado grande, por lo que no había demasiados problemas. La planta superior estaba cerrada por motivos de seguridad desde que puso un pie y, en aquellos momentos, la segunda planta también estaba cerrada, así que, los únicos espacios habitables que podía usar eran su dormitorio y unas pocas habitaciones.
Al principio, tuvo cinco criadas esperándola, pero eran muy crudas y no se las podía considerar criadas reales en absoluto. Las criadas reales tenían su propio orgullo. Aunque se llamaba: “criado” a todo sirviente que atendiese a los gustosos nobles, entre ellos había diferentes rangos y las criadas del palacio real se limitaban a vigilar el proceso de las tareas domésticas que llevaban a cabo las criadas de trabajo.
En un principio, Lucia, que formaba parte de la familia real, debía tener una ama de llaves, criadas de palacio, criadas de trabajo y tres asistentas. El problema era que había demasiados descendientes reales y entre sus hermanos, Lucia era la de menor rango. Las criadas que trabajaban para ella no tenían opción a un ascenso y nadie las sacaría jamás de su posición voluntaria. Tampoco recibían ningún dinerillo extra, por lo que las criadas la evitaban. A lo largo de los años, las criadas se fueron retirando una a una hasta que Lucia se quedó sin ninguna a su lado.
La idea original era que, cada vez que dimitía una criada, se contrataba a otra. Sin embargo, su palacio no prometía buenas ganancias por lo que ninguna se quedaba. Las criadas reales recibían suficiente dinero como para vivir su vida normal, pero para las criadas de trabajo era más complicado.
Las criadas que contrataban solían dimitir a los pocos días o sobornar a los oficiales para que las reasignasen a otro lugar. Al cabo de poco tiempo, las criadas dejaron de llegar a su palacio. Sí que se les pegaba y se registraba los nombres de los sirvientes, pero ninguno aparecía.
Todo se resolvería si Lucia se quejase, aunque no tuviese poder seguía siendo una princesa. En su sueño había arreglado el problema personalmente yendo a por las criadas y, esta vez, también había decidido ir a buscarlas y solucionar el asunto. Sin embargo, de camino allí se topó con una criada real que la confundió con una criada de trabajo y le asignó una tarea sencilla.
A Lucia se le ocurrió una idea brillante y cumplió con su tarea sin quejarse: decidió no quejarse y volver a casa a ordenar sus pensamientos. Si fingía ser una criada el suficiente tiempo, con el tiempo conseguiría la oportunidad de salir de palacio.
La última criada de Lucia la abandonó a la edad de quince años y lo que la siguió fue una vida de dualidad entre princesa y criada. Como criada se encargaba de pedir las necesidades básicas y hacer los trabajos manuales y, a la vez, ganaba la libertad de abandonar el palacio.
Lucia llevaba viviendo en el palacio tres años y, seguramente, seguía diciéndose que vivía con otras cinco criadas. Ningún oficial se molestaría en ir a comprobar si los documentos eran ciertos o no. Las quejas de los muchos vástagos del rey eran un dolor de cabeza para los oficiales y les dejaba sin tiempo para Lucia, que jamás se quejaba de nada.
Lucia volvía a casa después de pedir los bienes necesarios y conseguir unas propinillas por su buen trabajo. Tanto en las sucias calles de la ciudad, como en el palacio real, los humanos eran iguales. El dinero tentaba a la gente a seguir adelante.
Las criadas usaban una puerta diferente para salir de palacio. Todas hacían una larga cola y esperaban su turno. La fila se fue reduciendo hasta que, por fin, le tocó a ella. Ella le mostró al soldado su permiso para marcharse. Se trataba de un permiso concedido por la princesa Vivian y, aunque Lucia le mostrase su rostro al soldado, éste no la reconocería. El hombre confirmó la autenticidad del pase y asintió con la cabeza.
–¿Vas a llevarte algo de palacio?
El guardia ya había comprobado que sus manos estaban vacías, pero lo preguntó de todas formas.
–No.
El soldado asintió otra vez y la dejó irse.
Lucia cogió aire fresco. Giró la cabeza y observó las gigantes paredes de palacio que rodeaban el lugar.
Dentro de las muradas se estaba a salvo. Fuera, era difícil que una chiquilla pudiese caminar ella sola y a salvo.
El bajo estatus de su rango de princesa le permitían tener mucha libertad, un hecho del que la Lucia de sus sueños nunca se había percatado. Pesé a ello, su futuro le quitaba el aliento. Quería escapar del palacio cuanto antes mejor.
–Es raro que hoy haya tanta gente.
La gente formaba masas en las calles. Cada vez que se las apañaba para pasar entre una multitud, el gentío la empujaba hacia otra dirección haciéndola corretear en círculos.
Después de pasar de largo las gentes, llegó a una casita de dos pisos en la que una mujer de mediana edad le abrió la puerta. Tenía las cejas y los ojos plegados como si estuviese enfadada, pero en realidad, esa era su expresión natural.
–Bienvenida.
–Hola, señora Phil. ¿La señora Norman está en casa?
–Siempre lo está. Sigue durmiendo despatarrada por el suelo después de una larga noche de beber. Dame un minuto, déjame ir a buscarte un poco de té.
–Gracias, señora Phil.
Lucia se sentó tranquilamente para disfrutar de su té con una expresión amable mientras el consolador aroma de su bebida llenaba el comedor. Desde la cocina llegaba el sonido del estruendo que la señora Phil hacía en la cocina, pero ese ruido era como música para sus oídos. Contrataría a dos personas para que se ocupasen de las tareas más simples y disfrutaría de la vida bebiendo té. Haría cosas como dar paseos o pasar el tiempo leyendo libros. Pero no sabía cuando ese sueño suyo se haría realidad.
En el rostro de Lucia se podía apreciar una sonrisa gentil. Una mujer delgaducha se tropezaba por las escaleras de la segunda planta, apenas capaz de sostener su propio cuerpo y echando miradas brumosas.
–¡Señora Phil, agua…! – Tenía la voz rota.
Norman se sentó enfrente de Lucia y se apoyó en el reposabrazos. Tenía un rostro y cuerpo delgado que emitía un aire poco amigable. Parecía pasar los treinta años, pero en realidad era muy joven. Norman engulló un vaso de agua que le trajo la señora Phil y suspiró como si quisiera morir.
–Ah… Me duelen las entrañas.
–Deberías calmarte con la bebida. Caray, caray. – Murmuró la señora Phil con su tono directo y único antes de volver a la cocina.
A pesar de que su forma de hablar y su actitud era siempre brusco, Lucia sabía de la amabilidad de la señora Phil: se había ido a la cocina para preparar algo de comida que pudiese calmar la resaca de Norman.
–¿Por qué bebes tanto?
–Pensaba que si bebía podría escribir una línea más, pero no me sé controlar. Perdona. No me puedo ocupar de mi invitada por el estado en el que estoy. Gracias por venir hasta aquí.
–¿Qué quieres decir con “invitada”? No me molesta venir a visitarte para nada. Aunque no hubiese venido aquí, habría salido de paseo de todas formas.
–Hay una cosa en el cajón ese. Ábrelo, es mi último libro.
La señora Norman era escritora; una autora famosa de novelas de romance. Todos sus libros eran sobre amor, pero la gente consideraba esas novelas elegantes e inteligentes. Eran divertidas y educativas; sus libros mataban dos pájaros de un tiro y causaron sensación. Gracias a todos los libros que había sacado aquellos últimos años, podía tener una vida cómoda sin necesidad de ganar ni un céntimo más.
Lucia jadeó al sacar el libro.
–¡Por fin! Lo he estado esperando mucho tiempo. –Lucia se precipitó sobre la última página del libro. –¿Ya te lo acabas? ¿Por qué? Es una serie muy popular.
–Si le metiese mucho relleno se haría aburrido, tiene la longitud correcta. Mi editor me pisaba los talones y me obligaba a alargar la serie dos o tres libros más. Jejeje.
–Qué lástima. Creo que habría estado bien si hubieras seguido sus consejos.
–Mira el interior del libro.
Lucia hojeó las páginas y encontró un sobre escondido en el libro. Denro, había un recibo que confirmaba que se había traspasado un dinero. A Lucia casi se le caen los ojos al ver la cantidad de dinero que había.
–Norman, es demasiado…
–Cógelo, te lo mereces.
–Pero ya me has dado mucho…
–Es un extra porque he terminado mi novela. Si no te parece bien, considéralo la paga por contribuir con ideas para mi libro. La mayoría de las ideas de esta novela son tuyas.
Norman no era tan famosa. Era una autora pobre a la que le costaba comprarse su comida diaria. Sus temas eran siempre del típico romance de una chica pobre y un hombre noble. Era imposible que algo así ocurriese en la vida real, pero la gente podía soñar con ello. Sin embargo, lo que los lectores querían no era una chica del montón y pobre, sino una noble elegante. Los plebeyos deseaban experimentar la vida de una noble a través de esos libros y los nobles no se molestaban en leer libros de la gente de a pie. Aun así, a Norman le era imposible escribir sobre una mujer noble, porque no tenía ni la más mínima idea de cómo vivían.
Norman era una plebeya sin dinero, que jamás había sido testigo de ningún acto social de nobles. Tampoco había leído los libros de otros ni entrevistado a criadas que hubieran servido a nobles. No tenía dinero, no podía hacer nada.
Sus libros no se venían y tampoco podía pagar el alquiler. Su único talento era escribir y, pesé a ello, no veía la forma de salirse con la suya en esa indusgria. Lucia apareció de la nada y le ofreció un pedazo de pan cierto día que Norman estaba sentada en las calles de la plaza. Norman creyó que conocerla había cambiado su vida por completo, nunca se hubiese imaginado que Lucia llevaba observándola mucho tiempo. La buena mujer no era una vagabunda, pero parecía terriblemente hambrienta. Lucia no pudo evitar acercarse y hablar al verla sentada a un lado de la calle pidiendo comida.
Así fue como se conocieron.
–Hoy estoy aquí por ti, Lucia.
Lucia le había enseñado a Norman todo lo que sabía de la alta sociedad. En sus sueños había acudido a muchas fiestas y sus palabras no tenían ni punto de comparación con las criadas que limitaban a servir a los nobles desde las sombras. Gracias a los relatos extensos de las mujeres de alta cuna, Norman fue capaz de confeccionar sus novelas.
–No, es porque tus novelas son increíbles.
–Si no fuera por ti, no habría sido capaz de escribir ni una sola frase, así que es todo gracias a ti. Ahora puedo seguir ganando dinero.
Lucia visitaba a Norman una vez a la semana. Hablaban unas cuanta shoras y la joven ganaba algo de dinero. Norman le pagaba una grandiosa suma de dinero. Por supuesta, Lucia la iba a visitar con una cesta llena de pan, pero en cuanto empezaron a venderse los libros de la mujer, Norman no había dejado de expresar su agradecimiento a través del dinero.
Ahora habían intercambiado roles. Mucha gente la iba a visitar, incluidas varias viudas. Había estabilizado sus andadas y ahora, Norman, podía conseguir toda la información que quisiera de Lucia. Pero la escritora no fue una desagradecida con la persona que más le había ayudado en sus tiempos de necesidad: quería ayudar a que se casase. No las unía sólo el dinero, para Norman, Lucia era su hermana pequeña.
–Gracias, Norman. He tenido mucha suerte por haberte conocido.
–Eso digo yo.
Los ojos de Lucia se sorprendieron al confirmar la cantidad de dinero que había recibido. Con todo lo que había ahorrado hasta entonces, podría empezar una vida nueva sin problemas.
–No, hay demasiado riesgo y peligro.
Da igual el poco interés que despertase en los demás, seguía siendo una princesa. Si desapareciera, los soldados la buscarían. No porque temiesen por su seguridad, sino por su prestigio. Y, de ser así, seguramente acabarían encontrando una pista que los llevaría a Norman y la buena mujer acabaría sufriendo una injusticia o castigo.
Nada le garantizaba el poder escapar. Para conseguirlo, tendría que irse muy lejos. Era una chiquilla. Había considerado el llevarse escoltas, pero no confiaba en nadie. O, mejor dicho, seguramente los soldados de palacio acabarían apuñalándola por la espalda y llevándose su dinero.
Si lo que quería era escapar, lo más seguro era casarse con el Conde Matin. Así no la considerarían parte de la familia real y, aunque desapareciera, nadie la buscaría. Podía cerrar los ojos y sufrir un año mientras buscaba por alguien fidedigno y planeaba con sumo detalle su huida para que nadie la pudiese encontrar.
–Pero… No quiero, ese hombre…
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral de solo pensar en su rostro. ¿De verdad no había otra forma? Otra forma de escapar de él…
–Lucia, ¿tienes novio?
–Sí… ¿Qué?
–¿De qué te sorprendes? Te pregunto si tienes novio. Si no conoces a nadie, puedo buscar a alguien majo y presentártelo.
–¿Cuántos años te crees que tengo? Ah, da igual.
–Sólo tienes dieciocho años. No te digo que te cases, pero deberías conocer a un puñado de hombres para poder escoger a quien quieras cuando tengas los veinte. Las criadas de palacio son populares, ¿sabes? La gente piensa que son muy modestas. Las ven diferentes a las criadas de trabajo o a las granjeras. También tenéis la piel muy clara. Tú dime. ¿Qué tipo de chico te gusta? ¿Te gustan los hombres mayores y de los que puedes depender? ¿Los jóvenes y adorables? Te los encontraré.
–¿Y tú? ¿Por qué sigues soltera?
Los ojos brillantes de Norman, de repente, perdieron su brío e interés cuando volvieron a posarse en ella.
–Bueno, yo ya soy muy vieja.
–¿Qué más da la edad? Lo que pasa es que no te interesa. Estás engañando a tus lectores. ¿Cómo puede ser que no creas en el amor cuando escribes novelas de romance?
–Caray, ¿qué dices de engañar? Le doy vida a un amor eterno que no existe en el mundo real. Cuando mis lectores caen en mi novela viven un sueño.
–Entonces, ¿por qué me dices que me case?
–Aunque no existe el amor eterno, creo que la gente se puede hacer muy amiga si conectan sus corazones. Como siempre estás sola, desearía que tuvieras un buen amigo que estuviera contigo hasta el final.
–¿Sola? Te tengo a ti, Norman. Eres mi familia y mi amiga.
Norman miró a Lucia con ojos afectuosos y abrió los brazos.
–Corre y ven a los brazos de tu hermana mayor.
Lucia estalló en carcajadas y los ojos de Norman relampaguearon.
–No quiero, apestas a alcohol.
–¿Eh? ¿Cómo puedes responder así en un momento tan bonito?
–Me voy. Norman, deberías descansar un poco más. Parece que te vayas a morir en cualquier momento.
Las bolsas negras que Norman tenían alrededor de los ojos le hacían parecer un cadáver.
–Ah, sí que debería volver a dormir. Siento como se me retuercen los órganos. Si no tienes prisa, puedes quedarte y descansar un poco antes de irte a casa. De todas formas, te será fácil moverte por ahí con el montón de gente que hay hoy.
–Ahora que lo dices, ¿pasa algo especial? He visto a mucha gente mientras venía para aquí.
–¿No lo sabes? Yo siempre estoy encerrada en casa, pero tú sabes todavía menos que yo. Vuelven todos los soldados.
–Ah…
Aquel día se presentaba la rara oportunidad de ver al ministro del estado, por lo que todo el mundo dejaba el trabajo para otro día y salía a saludarle.
En mis sueños siempre estaba encerrada dentro del palacio, así que no sé de estas cosas.
Este era uno de los mayores cambios en la vida de Lucia. Fingiendo que era una criada era capaz de salir al mundo y explorar. Gracias a eso, Norman también había sacado mucho dinero.
–La guerra ha terminado…
El mundo exterior, en comparación el palacio alejado que era tranquilo, aislado y cada día igual, era muy escandaloso. Lucia experimentó la primera guerra a los ocho años. Había sido una guerra local entre dos pequeños países, pero conforme fue pasando el tiempo, se extendió hasta que el mundo se hubo dividido en dos.
Esta guerra se acabaría conociendo como: “la guerra continental”. Cuando Lucia tenía unos once años, su país – Xenon, decidió unirse a la batalla y se convirtió en la mayor fuerza de la Alianza Noreste. Los siguientes cinco años fueron el clímax de la guerra. La Alianza fue consiguiendo la mano ganadora y los otros dos años habían estado arrullados por las batallas. La guerra terminó en un cese de hostilidades cuando llegó a los dieciocho años gracias a mucha negociación, y Xenon estaba entre los países ganadores.
Norman, que se encontraba mal, no quería estar cerca de una gran multitud, y Lucia decidió ir a echar un ojo a todo aquello de camino a palacio. Sería una lástima perderse semejante acontecimiento.
–¡Ah!
Las gentes gritaban y silbaban a los carismáticos soldados que desfilaban por la ciudad. Hacían tanto ruido que podías quedarte sordo. Xenon estaba un estado de combate, pero la guerra no había tomado lugar dentro de su país, por tanto, la mayoría de los ciudadanos no habían sufrido por la guerra. Sin embargo, la guerra seguía teniendo un peso en los corazones de los gentíos. La felicidad de haber ganado y la libertad por ello animaba a la población. El ambiente era contagioso y Lucia acabó poniéndose de muy buen humor.
El blasón cambiaba según su familia y les cubría la espalda y el pecho. Algunas tropas desfilaban con unas enormes capas rojas y otros se limitaban a llevar su armadura. Sólo con eso era fácil adivinar el poder y la nobleza de sus familias.
–¡Ah…! ¡Taran!
Los gritos no se podían ni comparar con los de antes. Los hombres gritaban y daban pasos fuertes en el suelo, mientras que las mujeres chillaban con toda la fuerza que les permitía sus pulmones: “¡Taran! ¡Taran!”. Un pelotón de soldados separó las multitudes conforme se dirigían a la ciudad. Todos los caballeros portaban un león negro en sus armaduras. Los plebeyos normalmente no distinguían los blasones de los nobles, sin embargo, no había absolutamente nadie que no conociese el blasón del León Negro.
Él estaba armado con disciplina y estrategia. La victoria de la Alianza Noreste fue por su fortificación y dominación. Xenon se unió a la guerra el último, pero fue quien lideró las negociaciones que llevaron a la conclusión de la guerra. Eran los que menos habían perdido y los que más habían ganado. Para ser precisos, el duque del pelotón de Taran siempre ganaba, y esa fue el mejor de los fundamentos para la victoria de los Aliados.
Se suponía que Lucia no debía ser conocedora del duque Taran, de su nombre o de lo que había hecho en la guerra. Si lo sabía era por su sueño.
El Conde Martin, con quien se casó, era un hombre astuto. Da igual donde se metiese, siempre encontraba una vía de escapatoria para él mismo. Por lo tanto, después de la guerra consiguió pegarse a la facción de la corona y vivir una vida de lujos. Por eso, Lucia asistió a muchas fiestas sociales con su marido o como su esposa. Tenía que ir a esas reuniones sociales como si se tratase de su trabajo, por lo que tuvo muchas oportunidades de encontrarse con el Duque Taran. El hombre siempre estaba rodeado de una multitud, como si una manada de hienas estuviese peleándose por un pedazo de carne.
El Conde Matin intentó todo tipo de métodos para conseguir el apoyo del Duque de Taran, pero siempre fracasó. Lucia no le conocería mejor hasta mucho tiempo después y se limitó a asumir que era un caballero de algún tipo.
El Duque de Taran se casó dos años después de su propia boda. Su matrimonio creó un alboroto entre los aristócratas. Se había casado con una jovencita de una familia noble que nadie conocía y sin ningún tipo de influencia. Era una mujer joven y adorable, no era hermosa y nadie comprendía por qué el Duque la había escogido como esposa. Y, como el Duque no respondía nunca a nadie, los rumores se volaron para todas partes. El rumor más famoso era que el Duque de Taran estaba enamorado hasta las trancas de la chiquilla, pero nadie se lo creyó.
Lucia se enteró de la realidad del asunto mucho tiempo más tarde. La información llegó de las puertas traseras de la aristocracia, pero era muy creíble. Tal y como confirmaban varios rumores, el Duque no estaba enamorado de esa joven, y ella no era ni rica, ni tenía un buen antecedente. Las dos familias habían llegado a algún tipo de acuerdo.
La utilidad de la muchacha recaía en el hecho de que era una noble sin influencia ni riqueza. Él necesitaba una esposa sólo en nombre que no influenciase su ducado. Por lo cual, se casó con esa mujer. El Duque permaneció callado ante los rumores y, al poco tiempo, los cuchicheos se convirtieron en un hecho.
–Pues claro.
–¿Por qué se casaría el Duque de Taran con una mujer así sino?
Las nobles parloteaban con tanta pasión que parecían estar tosiendo sangre. Era su forma de calmar su enfado por haber perdido un contrato tan bueno.
¿Qué tiene de malo? ¿Vosotras no sois iguales?
Un hombre buscaba a una mujer con un útero sano para continuar su linaje, y, a cambio, la mujer buscaba un hombre con riqueza. Era la estrategia de este tipo de uniones.
A pesar de que el proceso del matrimonio del Duque había sido distinto, venía a ser bastante parecido al del resto de nobles del territorio. De todos modos, ella seguía siendo la esposa oficial de un duque, por lo que, aunque sólo fuera en nombre, seguía siendo su mujer. El duque no aceptó ninguna concubina y, aunque se ignoraba si tenía amantes y no circulaba ningún rumor al respecto. Al menos el Duque de Taran no era un cobarde como el Conde Matin.

El pelotón del caballero de Taran ya había pasado de largo y Lucia seguía sumida en sus pensamientos. Conforme observaba cómo el pelotón de Taran se alejaba más y más, Lucia fue formando una idea. Miró lo que tenía entre manos: la novela de Norman.
Un matrimonio de conveniencia…
La temática de la novela más reciente de Norman era de matrimonio de conveniencia. Lucia había propuesto esa idea sin pensárselo mucho, seguramente acordándose del Duque de Taran.
Un matrimonio de conveniencia…
Los ojos de Lucia se bañaron de luz.
Una esposa sólo en nombre…
Su cuerpo se estremeció al percatarse de algo. Era como si hubiese perdido toda la sangre del cuerpo, quedándose sólo frialdad.
La esposa del Duque…
Lucia se mordió los labios.   Este plan podría ser la clave para escapar de su destino.
¿Lo intento?
Para empezar, tenía que encontrarse con el Duque de Taran. Pero, ¿cómo? No podía verle con sólo quererlo, no tenía ese poder. Ni siquiera el Rey podía darle ordenes como si nada.
Eso es… ¡Una fiesta! Esta noche hay una celebración por la victoria.
Cada noche del tres al cinco de aquel mes habría un baile. El Duque atendería a más de una de esas fiestas y la más probable era la primera. Conseguir una invitación para la primera noche era más fácil porque la localización era enorme y el motivo era celebrar la victoria de una guerra. Tenía suerte de ser una princesa.
Su identidad era más que suficiente para atender al baile, no habría ningún problema. Tenía que preparar muchas cosas para la fiesta de aquella noche. Primero, necesitaba un vestido. Por fin había llegado el momento de usar el dinero que había estado ahorrando. Pensó mentalmente todo lo que tenía que hacer y se empezó a mover.

*         *        *        *        *

–No queda… ¿ninguno?
La empleada asintió. Lucia se tiró al suelo. Había corrido hasta ahí sin parar; era su última esperanza. No había muchas tiendas que hicieran vestidos de la suficiente calidad como para un baile como ese y que entrasen en su presupuesto. Normalmente, los establecimientos como este tenían vestidos para rebosar, pero justo ese día hubo una excepción.
Era el primer baile que se celebraba en mucho tiempo. Todas las mujeres nobles de la capital asistirían y habría una fila de carruajes a la espera para entrar. Comprar el vestido era como ir a la guerra porque como Lucia, había muchas nobles que no poseían demasiado dinero. Era una estupidez pensar que podría comprar en el último momento: debería haberlo pedido un mes antes. Al menos, pensaba que podría obtener algún vestido deforme o aceptable.
¿Qué voy a hacer? ¡Me he acordado de la fiesta hoy!
–Hay… Este…
La empleada debió tenerle pena porque parecía estar sumida en la desesperación.
–¿Queda uno?
–Eh, es viejo, así que el estilo es un poco… Bueno, con un poco de trabajo estará…
–¡No pasa nada! Me lo quedo. ¡Es mío!
–No, pero el vestido es un poco demasiado pequeño.
–¿Demasiado pequeño?
–Si lo llevarás tú, te quedaría bien. Pero no serás tú la que se lo ponga, ¿no?
–¡Sí! – Se apresuró a contestar Lucia, pero entonces, cambió su respuesta. – O sea, la que se lo pondrá es exactamente como yo. Tiene el mismo cuerpo, así que no pasa nada.
–¿Sí? Pues entra y pruébatelo. Hazme saber si necesita algún arreglo.
La empleada se perdió en las profundidades del almacén y salió con un vestido. La expresión de Lucia se iluminó. Era un vestido simple y modesto de color azul pastel. Aunque su estilo era algo viejo, no parecía barato.
Se lo probó y se miró al espejo. El vestido no llevaba corsé ni miriñaque[1], así que era un desastre. Tenía el pelo recogido en un moño mal hecho y su maquillaje era un desastre, así que no pegaba nada. La empleada dio tumbos a su alrededor, haciendo punzadas aquí y allá.
–Señorita, ¿cómo puedes tener una cintura tan delgada? Ninguno de nuestros corses te entrará… Y parece que tendremos que reajustar las caderas. Es un poco corto, así que… Tu señora tendrá que taparse con algo. Este lazo está desgarrado, tendremos que cortarlo y poner uno nuevo… Tenemos que rehacerlo un poquito.
–¿Me lo puedes hacer?
–Mmm… Es mucho trabajo, lo siento. Ya tenemos otros vestidos a la espera.
–Si me lo pongo sin arreglar…
La empleada sacudió la cabeza con todas sus fuerzas.
–Ni en broma. Si te lo pones así serás el hazmerreír.
Dicen que cuando subes una montaña, hay otra esperándote. Cuando la empleada vio el debate en el rostro de Lucia, le ofreció otra mano amiga.
–Mi madre ya está retirada, pero… Ha estado reparando vestidos mucho tiempo, si no te importa…
–¡Pues claro!



[1] El miriñaque o crinolina surge en 1855, durante el segundo romántico. Se trataba de una estructura que permitía ahuecar la falda en todas las direcciones. La estructura era una construcción ligera compuerta originariamente por una tela rígida con una trama de crin y una urdimbre de algodón o lino.

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