Capítulo 24

mayo 31, 2018


Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo. ¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?  Así, pues, he visto que no hay cosa mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque esta es su parte; porque ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de ser después de él?
‒ Eclesiastés 3:20-22

Xu Ping pensaba que no conseguiría conciliar el sueño aquella noche, sin embargo, en cuanto se tumbó en la cama se quedó dormido. No soñó. Se cruzó de brazos como un robot y dejó de moverse.
Al día siguiente le despertó el estrépito de una maquina limpia calles. Mayo tocaba a su fin. El sol salía antes y cada vez hacía más calor. La humedad de la primavera fue desapareciendo y los gorriones revoloteaban por las copas de los árboles acompañados de la brisa sureste.
Había mucho que hacer cuando cambiaba de estación: guardar la ropa de manga larga, sacar la ropa de verano, lavar y guardar las sábanas de invierno y airear las sandalias de bambú.
Xu Ping contempló la vieja y desconocida grieta del techo. Parpadeó un par de veces y recordó que se había mudado a la habitación de su padre. La luz se colaba a través de las cortinas. Contrario a sus deseos: acababa de empezar un nuevo día.
El muchacho se sentó sobre la cama y estiró la mano para coger las gafas como siempre, pero ya no estaban. Su hermano se las había roto la noche anterior. Retiró la mano, se quedó sentado un buen rato en silencio y, por fin, fue a por la ropa de la silla para vestirse.
La puerta de la habitación de su hermano seguía cerrada. Anduvo hasta el baño, espachurró la pasta de dientes sobre su cepillo, se llenó un vaso de agua y empezó a lavarse los dientes. El joven que vio en el reflejo del espejo tenía la tez clara y mortecina, una barbilla afilada y los ojos brillantes.  Tal vez la razón por la que no tenía puntos negros ni granos era su genética. Tenía el cuello delgado para un hombre y una mandíbula elegante. No poseía una belleza despampanante como su padre o su hermano, pero albergaba cierta pureza que le hacía parecer de otro mundo.
Xu Ping escupió la espuma y se lavó la cara. Todavía le dolían los golpes de la noche anterior. Tenía un morado en la esquina de uno de los ojos y el corte del labio se había vuelto de un color morado.
Se restregó la cara con la toalla y volvió a mirarse. Se quedó quito unos segundos delante del espejo hasta que, finalmente, apartó la vista, disgustado.
Abrió la puerta del baño y salió sin levantar la vista del suelo hasta que se topó con un cuerpo cálido. Su hermano estaba esperándole fuera del baño. Xu Ping retrocedió unos pasos.
Ninguno habló.
‒Vale, venga, lávate. Voy a preparar el desayuno. ‒ Xu Ping soltó una risita. Desvió la mirada y se escabulló.

El desayuno consistió en gachas de arroz, pepino, brotes de bambú y bolas de harina y gluten.
Xu Zheng, que normalmente era capaz de comerse hasta los platos, se dedicó a darle vueltas a las gachas. Xu Ping no levantó los ojos de la mesa y, por primera vez, acabó de comer antes que él.
‒Tómatelo con calma. Tengo que hacer una cosa.
Xu Zheng le cogió la muñeca cuando pasaba por su lado.
‒¿Qué? ‒ Preguntó intentando zafarse de su hermano.
‒Tienes que llevarme a correr, Gege.
‒Lo siento, se me había olvidado. ‒ Xu Ping apretó los labios.
Se le había olvidado de verdad, de alguna manera había conseguido olvidar la rutina diaria. Xu Zheng hizo ademán de volverle a coger, pero el mayor dio un paso atrás y habló bruscamente.
‒¿Y si nos lo saltamos? Tengo muchas cosas que hacer. ‒ Dicho esto, se dirigió a la cocina con el plato en mano.
Xu Zheng se precipitó sobre él y le abrazó por la espalda. Los dos se quedaron  inmóviles, los platos hechos trizas por el suelo.
‒¡Mira lo que has hecho! ‒ Exclamó Xu Ping quitándose a su hermano de encima y agachándose para recoger los trozos rotos de porcelana. ‒ Todos rotos. No vuelvas a venir corriendo de esa manera. Ve a terminarte las gachas. Hoy no vamos a correr.
Xu Zheng no dijo nada. Xu Ping, consciente de que le estaba mirando fijamente, no se molestó en darse la vuelta. Oyó como su hermano volvía a la mesa y cogía la cuchara.
Tenía que seguir viviendo por muy duro que fuera. La persona que tenía detrás era su propio hermano de sangre. Con eso en mente, inspiró y acabó de recoger los platos rotos.

La mañana pasó volando. Xu Ping se había encerrado en su cuarto para hacer ejercicios y consiguió resolver el que se le había atragantado la noche anterior. Cuánto más tenso estaba, mejor se concentraba; como si consiguiera canalizar todas sus luchas internas a través del bolígrafo.
Su hermano no llamó a su puerta en todo el rato. Suspiró aliviado, pero al mismo tiempo, tenía un peso en el pecho, como un ataque de asma.
Los hermanos comieron en silencio.
Su hermano se sentó enfrente de él con una camiseta blanca. Ninguno tenía clases ese fin de semana, por lo que el día parecía todavía más largo. Lo único que se oía era el ruido de los trabajadores que estaban entregándole la nevera a uno de sus vecinos.
Xu Ping se puso a fregar los platos y Xu Zheng a mirar Mundo Animal. Aquel día tocaba la reproducción de los leones.
‒La leona entra en celo cada dos años, y el león la sigue como si fuera su sombra. Cada coito dura sólo unos minutos, pero pueden llegar a hacerlo más de cincuenta veces-…
Xu Ping se lavó las manos, se quitó el delantal y lo colgó de la puerta de la cocina.
‒Voy a salir un rato. ‒ Anunció.
‒¿Dónde vas, Gege? ‒ Xu Zheng giró la cabeza.
‒A casa de un amigo a por unos apuntes. ‒ Xu Zheng hizo ademán de levantarse. ‒ Ya voy solo, no hace falta que vengas.
Xu Zheng hizo una pausa, pensó en ello y dejó caer la cabeza.
‒Oh.
‒Quédate en casa, ¿vale? ‒ Le recordó el mayor con los labios apretados. ‒ Me llevo las llaves. Si alguien llama, no abras. Ya me ocuparé yo cuando vuelva.
Xu Zheng le hizo saber que le entendía. Su expresión era como la de un perro abandonado.


La orilla del río estaba delimitada por montones de sauces llorones cuyas ramas bailaban al son de la brisa.
La bicicleta de Xu Ping tenía la cadena rota, así que ahora le tocaba ir caminando a todos lados. El adolescente se acercó a la orilla y permitió que el aire que creaba pequeñas olas en el agua le acariciase el pelo. Detrás de él había una madre joven tirando de su cochecito, una pareja acurrucada en un banco y un estudiante que corría con la mochila a lomos.
Xu Ping cogió una piedra y la lanzó para que rebotase sobre la superficie el agua antes de hundirse.
‒¿Te importa sacarnos una foto, amigo?
Xu Ping asintió con la cabeza y cogió la cámara. Era una familia de tres que habían salido a la aventura por el buen tiempo que hacía. El niño se colgaba del cuello de su madre quien, a su vez, lo cogía en brazos.
‒¡Listos! ¡Uno, dos, tres!
La pareja sonrió a la cuenta de tres, pero el niñito empezó una pataleta sin venir a cuento.
‒¿Qué pasa? ¿No te encuentras bien? ‒ Inquirió la madre.
‒¡Bingtanghulu[1]! ‒ Chilló el bebé.
‒Sí, sí, sí. Ahora te compro uno. ‒ Le prometió la madre.
‒¡No! ¡Siempre le das todo lo que pide! Ni siquiera podemos salir de paseo sin tenerlo que llevar en brazos. Cada vez que ve algo que quiere comer empieza a llorar. Y si se vuelve una manía suya, ¿qué? ¿Eh?
‒¡Hey! ¡Anda ya! Lo que te pasa es que no quieres gastar dinero. ¡Todavía es un bebé! ¿Por qué no puede comer un tanghulu? ¡No te preocupes, si tan rácano eres ya lo compro yo!  ‒ La mujer de apariencia tierna empezó a regañar a su marido de repente.
‒¡¿Y tú qué sabes?! ¡¿Rácano?! ¡Sólo quiero educarle bien! ¡Mimarle demasiado no es bueno! ¿Lo pillas?
Cuando su disputa empezaba a ponerse seria, el bebé chilló y los padres dejaron todo para tranquilizarle. Xu Ping sintió una oleada de soledad viéndolos. Xu Zheng creaba un torbellino allá donde fuera; le absorbía las emociones y todas sus energías, le quitaba el aire. ¿Con quién podía compartir este dolor?
Se quedó de pie en el camino, sin lugar al que ir.


[1] El tanhulu (糖葫芦) es un aperitivo chino que consiste en un pinchito de fruta caramelizada.

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