Capítulo 24: La pareja ducal (parte 12)

junio 10, 2018


Jerome preparó el té vespertino y, como siempre, se dirigió al despacho de su señor. El mayordomo tenía la intención de entrar a dejar el té y retirarse rápidamente para no disturbar al duque, sin embargo, en el despacho no había ni rastro de la persona en cuestión. Aunque últimamente no era nada raro. Jerome miró hacia el balcón y como se esperaba, al acercarse, descubrió la figura alta de un hombre apoyada en la barandilla. El duque llevaba unos días en el balcón mirando abajo y posponiendo su trabajo, lo nunca visto. Y es que debajo de su balcón se hallaba la hermosa duquesa examinando cada una de las flores del jardín.
Al principio, al criado le había parecido interesante que su señor pasase por la fase de luna de miel, pero ya no era tan gracioso. Jerome se preguntaba si Hugo era consciente que cuando la muchacha estaba presente el resto del mundo desaparecía para él. Por otra parte, la duquesa no parecía darse cuenta de que la mirada del duque siempre estaba en ella. Entre la pareja había algo muy delicado. Cada vez que la joven sonreía a su marido, el tenso señor se suavizaba. Pero a pesar de ello, había una pared muy fina separándoles, algo tan invisible que no podía comentarse.
‒Mi señor. ‒ Jerome no quiso retrasar más su informe sobre qué dejaba de hacer la duquesa, sobretodo si tenía que ver con su salud.
‒Mmm.
‒Tengo que contarle algo sobre mi señora.
Hugo giró la cabeza de inmediato, se lo miró cuando pasó por su lado y entró en su oficina.
‒¿Qué pasa? Habla. ‒ Ordenó el duque viendo que su criado llevaba guardando silencio un buen rato.
‒…Mi señora no ha tenido eso nunca.
Lucia le había prometido a Jerome que se lo contaría al Duque, pero ya había pasado un buen período de tiempo y la muchacha no había mencionado nada. El mayordomo, creyendo que la muchacha lo había olvidado, se lo recordó, pero ella sólo asintió y continuó a lo suyo.
Jerome se preocupó y, aunque tal vez esto fuera sobrepasar sus límites, decidió informar a su amo en persona.
‒¿Eso?
‒Eso por lo que pasan todas las mujeres cada mes…
‒Oh. Continua.
Hugo tenía nociones generales sobre la fisonomía femenina, aunque la mayor parte quedó olvidada en la parte más alejada de su mente. Nunca había estado con una mujer el suficiente tiempo como para que le llegase la regla. Además, le daba igual embarazar a nadie, así que ni siquiera se lo planteaba.
‒Al principio la criada se preguntó si estaría en cinta, pero la doctora dijo que no. Según mi señora, ella no ha tenido eso jamás y se ha negado a buscar una cura. Dice que es algo que usted ya sabe y que no hacía falta.
‒¿Es serio que no menstrúe si no está embarazada?
‒No es normal, sino no podría quedar en cinta. El médico debería revisarla para asegurarnos.
‒¿Por qué dijo que yo ya lo sabía…? ‒ Hugo frunció el ceño y recordó sus palabras, su afirmación de que no podía tener hijos. ‒ Oh. ‒ Hugo se obligó a reír.
La muchacha lo había dicho, sí. No es algo que normalmente se pudiese confesar tan a la ligera, pero para ella dar a luz era algo trivial. Se lo había dicho como quien confía un gran secreto, no obstante, a él sólo le había parecido curioso.
‒Sí, ya lo sabía. ‒ Le dolía la cabeza como si le hubiesen dado un golpe con una cuchara. Se le retorció el estómago y se enfadó sin saber el motivo ni poder explicarlo. ‒ ¿Y la doctora?
‒Si mi señora no lo comenta, la doctora no puede diagnosticarlo.
‒Llámala ya.
‒…Sí, mi señor. ‒ Se apresuró a contestar el mayordomo notando el cambio de humor de su amo.
Ya a solas, Hugo contuvo su ira y apretó los puños de la mano. Entonces, intentó adivinar de dónde provenía su disgusto. Era la mujer ideal para él. Controlaba a los criados moderadamente bien y no le daba problemas; no podía quejarse de nada. Últimamente, había empezado a pedirle muchas cosas, pero no eran molestas.
‒Ah, joder. ‒ Suspiró pesaroso y se sentó en el sofá. Esto no era normal.
Se acababa de percatar que no tenía ni la menor idea de en qué pensaba esa joven. Todo lo que sabía de su mujer era lo que Fabian le había escrito en sus informes. Tenían una buena relación, o eso creía. Sus conversaciones eran divertidas y en la cama había pasión, pero jamás habían conversado de verdad. ¿Alguna vez se había expuesto a él? Hugo había malentendido todo, había creído que la joven le había abierto su corazón porque le sonreía con total ingenuidad.  De repente, se le ocurrió algo. Llamó a Jerome y le ordenó que trajera las cuentas.
‒¿Y la doctora?
‒Ya he pedido que la fueran a buscar.
‒Quiero estar en la revisión.
‒Sí, mi señor.
La mirada de Hugo se heló conforme repasaba los documentos. A excepción de un par de fiestas de té y los gastos de manutención del jardín, no había nada.
‒¿Alguna vez ha llamado a un sastre o a un joyero?
‒No.
‒¿A pesar de haber salido y haber montado fiestas varias veces?
‒Los vestidos y las joyas que usa son de las anteriores duquesas de la familia Taran. Ordenó remendar toda la ropa y devolverlos al almacén después de habérselos puesto.
Hugo frunció el ceño. Sentía algo inexplicable. Estaba enfadado, pero no lograba comprender la razón.
¿No es lo que quería? Sí. Se había casado con lo que esperaba: una muñeca con vida que calentaba el asiento de la duquesa. Necesita el estatus y para ello precisaba casarse, por lo que habían firmado un contrato. Un contrato que les beneficiaría a ambos. La joven le había dejado claro desde un principio que lo que necesitaba era el título de duquesa.  Hugo había dado por supuesto que la riqueza y el poder eran parte de lo que su esposa quería, pero poco después de casarse se dio cuenta de que no era el caso. Entonces, ¿qué le disgustaba tanto? ¿Qué más daba que ella no quisiera ni dinero, ni poder? No tenía nada que perder. De hecho, era un contrato terriblemente favorable y, sin embargo, agonizaba por ello. Quería adivinar por qué estaba de tan mal humor. Sentía como si la tierra bajo sus pies se estuviese desmoronando.  Estaba desesperado, ansioso, pero no entendía la razón.
‒La doctora espera. ‒ Anunció Jerome cuando el duque iba a volver a sumirse en sus pensamientos.

*         *        *        *        *

Lucia anduvo por el jardín repleto de diferentes fragancias florales. Era embriagador. Su mayor trabajo últimamente era ocuparse del jardín, aunque la mayoría del trabajo sucio lo hacía el jardinero. La muchacha se dedicaba a escoger qué plantar y ver si iban bien. Sin embargo, la gente la halagaba a pesar de que no estaba haciendo nada: a veces era gracioso.
El sol ya se había puesto y las sombras empezaban a aparecer.
Ah, no está, pensó mirando hacia su despacho.
Hugo había estado ahí parado hacía un buen rato. Tener su mirada intensa clavada en su cuello era vergonzoso, pero ahora que había desaparecido, se decepcionó un poco.
Era una sensación complicada.
Su marido solía descansar en el balcón y ella paseaba por los jardines para poder verle con la excusa de estar examinando las flores. La mayoría de su tiempo juntos se limitaba a las noches, así que estos momentos eran la única ocasión en la que podía gozar de otro rato extra con él.
Vivían en la misma casa, pero Hugo solía estar fuera de su alcance de lo ocupado que estaba. Jerome ya la había informado de que solía estar enterrado entre papeleo. Era un señor diligente que se llenaba las tardes de reuniones con sus vasallos e iba a inspeccionar su territorio cada dos o tres días.
El Conde Matin tan sólo aparecía en varias fiestas de la Capital se desentendía de la situación de su hacienda, motivo por el que era de los peores lugares para vivir. Los impuestos eran desorbitados y los que allí vivían solían intentar huir.
Hugo y Lucia cenaban, hablaban y se acostaban cada noche. La muchacha sabía que no debía ser codiciosa, pero ocasionalmente le daba la sensación de estar caminando sobre una capa muy fina de hielo que podría romperse en cualquier momento.
‒Me han pedido que la escolte, señora.
‒¿…Quién te lo ha pedido?  ‒ La única persona que tenía la autoridad para pedir algo semejante era su marido, pero preguntó de todas formas.
‒Mi señor.
¿A estas horas? Lucia siguió a la sirvienta con inquietud. En la segunda planta y en el recibidor no había ni un alma, sólo Jerome y la doctora de la familia, Anna. En cuanto la vio Lucia adivinó de qué trataba todo aquello. Después de todo, llevaba bastante tiempo fingiendo no entender a qué se refería el mayordomo y era consciente que Jerome iba a acabar contándoselo a Hugo, lo que no se esperaba era que su marido llamase a la doctora y fuese a estar presente en la revisión. Aunque la verdad, si no estuviese interesado hubiese sido bastante decepcionante.
La expresión de Hugo se endureció al ver entrar a Lucia. Se le acercó y la muchacha pareció momentáneamente sorprendida.
‒¿Por qué…? ‒ Empezó, pero el apuesto duque calló y le cogió la mano a su mujer. La arrastró hasta el sofá y se sentó a su lado.
Anna inclinó la cabeza para poder mirar a la pareja disimuladamente. Era la primera vez que los veía juntos y tan cerca. La doctora estaba segura que el aterrador duque y la frágil duquesa no quedarían bien, pero viéndolos así, cambió de opinión.
Debe ser difícil tener que aguantar que te coma alguien tan grande, criticó mentalmente la doctora.
‒Mi señora, me he enterado de que no ha menstruado desde que llegó.
‒…Así es. ‒ Lucia estaba incómoda. Había elegido ser infértil personalmente y jamás se molestó en pedir ayuda porque sabía que podía curarse en cualquier momento, pero toda esta situación la hacía sentir como una paciente de una enfermedad terminal.
‒¿Nunca ha menstruado?
‒…Una vez.
‒¿Cuándo dejó de menstruar? ¿Le dolió? ¿Se encuentra mal?
‒Explícaselo a la doctora, esposa mía.
A Lucia le sorprendió el tono firme de Hugo. Giró la cabeza para mirarle y se encontró con los ojos rojos de él fijos en ella. Le notaba raro.
‒…Me tomé la medicación equivocada.
‒¿Qué se tomó? ¿Veneno?
‒No estoy segura de qué me tomé, pero no me encuentro mal. Nunca me ha dolido y no me pasa nada raro.
Ni siquiera los médicos del sueño de Lucia habían sido capaces de encontrar síntomas. Anna no iba a ser capaz de descubrir nada, por lo que Lucia eligió ocultárselo todo.
La suya era una condición peculiar, si no le contaba nada, la doctora no sería capaz de hallar una respuesta. Sobretodo siendo una enfermedad que la doctora desconocía. Da igual cuánto rebuscara Anna en su cabeza, jamás encontraría a alguien que hubiese dejado de sangrar.
‒Mi señora, ¿puede pensarlo un poquito más? ¿A qué sabía la medicina? ¿Por qué se la tomó? ¿Cuánto se tomó? ¿De qué color era y qué forma tenía?
‒…No sé. Ya no me acuerdo, lo hice de pequeña.
‒Habla conmigo. ‒ Hugo que hasta ahora había estado escuchando su conversación pacientemente, se dio la vuelta y miró a su mujer. ‒ Todo el mundo fuera. ‒ Ordenó con un gesto.

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