Probabilidad de poder matar a mi esposa sin que me pillen

agosto 06, 2018


0.061%
Mis mañanas siempre empezaban encendiendo el ordenador para comprobar cierto futurible.
‒Bueno, supongo que por ahí anda.
Últimamente no he visto que el número superé el 1%.

La probabilidad de matar a mi esposa sin que me descubran. Eso era el futurible que quería calcular. Ya habían pasado quince años desde que los ordenadores de casa podían predecir ciertas consultas que, luego, podían usarse para diversas aplicaciones. Y yo explotaría ese recurso sin excepción.
Lo nuestro era un, comúnmente denominado, matrimonio de conveniencia fruto de un ofrecimiento de ayuda financiera por parte del padre ‒ ahora suegro ‒ de mi esposa para la empresa de mi padre. El motivo por el que ella me quería era simple, pues ni mi apariencia ni mis características eran destacables: le había gustado mi foto.
‒No creo que pueda llegar a amarte, pero si a ti no te importa, por mí vale.
Habían transcurrido ya diez años desde que le dije eso y nos casamos. Yo no tenía novia y tampoco era fea. La empresa de mi abuelo evitó la bancarrota y a mí me eligieron para ser el próximo presidente. Todo iba bien. Así lo creería el sentido común, el mundo y así debía ser: excepto para mí.
Tal vez la odiaba un poco porque sentía que me había comprado con dinero. Si no hubiese querido, podría haber sacudido la cabeza, pero la situación no me lo permitió. Quiero decir, la empresa de mi abuelo se encontraba en una situación insostenible, no iba a durar ni unos días sin caer en bancarrota. Una parte de mí estaba convencida de que el cabezón de mi abuelo cambiaría su vida por dinero para evitar que la mía se llenase deudas, así que tuve que aceptar el enlace.
‒ Puede que te asesine y te quite todo el dinero de tu herencia. ¿No te importa? ‒ Le espeté estas palabras impasiblemente después de casarnos.
Ella se sorprendió momentáneamente, entonces, sonrió y asintió con la cabeza.
‒No, es cuestión de hacer que te enamores de mí antes de eso, ¿no?
Sus desafiantes palabras le dieron una imagen de guerrero y yo abrí los ojos como platos durante unos segundos. Y fue aquel día que me ensimisme a pensar qué probabilidad habría de asesinar a mi esposa sin que me descubrieran. Introduje la pregunta en el aparato y añadí su valor para conseguir una probabilidad. El primer número que salió fue un 38.235%. Un número tan sorprendentemente alto que me dejó anonadado. ¡Qué cerca andaba del 40!  Y sólo se necesitaba un viaje. Matarla y pretender que seguía de viaje sonaba creíble.
‒Puedo hacer ver que yo también he tenido que irme de viaje solo y matarte. Tengo casi un 40% de probabilidades de salirme con la mía.
‒Ya veo, buena suerte. ¿Quieres que te traiga un regalito?
Se lo tomaba tan poco en serio que acabé preguntándole:
‒¿Te crees que no puedo matarte?
‒No, ‒ se limitó a contestar con una mirada gélida. ‒ si me matas será porque me he esforzado muy poco.
Me despedí de ella y calculé otro futurible: “probabilidad de amar a mi esposa dentro de medio año”.
0.001%.
Por supuesto. Aunque me pareciese una mujer interesante, no creía que el hecho de que no le profesase ningún aprecio fuese a cambiar en el transcurso de seis meses.

Días más tarde se lo expliqué cuando nos vimos.
‒Ya veo.
Había estado esperando con tantas ganas su reacción que su comentario fue, sinceramente, una decepción.
‒Estaba seguro de que no me odiabas.
Me había escogido como marido, así que estaba seguro de que algo bueno sentía por mí. Pero me había contestado con dos palabras muy simples, como si no le importase lo más mínimo. No es que quisiera hacerla llorar, pero al menos me hubiese gustado verla molesta.
‒¿…Es mucho pedir saber cómo vas a matarme la próxima vez?
‒¿Qué?
‒Antes de que me fuera me dijiste que harías ver que te ibas de viaje tú solo y que vendrías a matarme, ¿no? Te estuve esperando. Estoy segura de que hubiese sido una luna de miel esplendida.
‒¿Quieres que te maten?
‒Bueno, de ser posible prefiero que me amen.
Me parecía una mujer incomprensible. Apreté el botón de las gafas delante de ella y volví a calcular la probabilidad.
Probabilidad de poder matar a mi mujer sin que me descubran: 12.253%.
Es decir, que, de diez, podría salir airoso una vez. Es bastante. Aunque era bastante obvio porque nosotros dos éramos los únicos en cada de noche.
‒Por ahora está en el 12%, Supongo que por ahora no voy a hacerlo. Si te mato será haciendo que no vuelvas nunca de algún viaje y abandonaré tu cuerpo en alguna cuneta para que lleguen a la conclusión de que ha sido un accidente de coche.
‒Pues te recomiendo el parque de aquí cerca. Tiene fama de peligroso.
‒…No entiendo qué te pasa por la cabeza.
‒Estoy desesperada porque ames, ya está.
La fulminé con la mirada, ella soltó una risita y me pasó una cajita a la que llamó regalito.
‒Lo voy a tirar.
‒Haz lo que quieras, te lo he dado, es tuyo.
A modo de respuesta, lo tiré a la basura en un buen momento y me di la vuelta triunfante para verle la cara: me arrepentí un poco. Fruncía el ceño y miraba fijamente la caja. No quise devolverle la mirada, así que me retiré a mi habitación rápidamente.
Aunque estábamos casados, por supuesto, dormíamos en cuartos separados porque creí que jamás la tomaría y, estaba seguro, de que ella jamás querría que lo hiciera.
Esta rutina brutal continuó durante medio año. Cada mañana, antes de bajarme de la cama, revisaba la probabilidad de matar a mi esposa sin que me descubrieran, me levantaba, me aseaba y me dirigía a la sala de estar.
‒Hoy es 15%.
‒Vaya, entonces me puedo quedar tranquila.
‒No sé, a lo mejor he envenenado tu café.
‒¿Aunque me lo acabe de hacer?
‒Pues podría ser si lo hubiese preparado ayer.
‒Lo tendré en cuenta; toma, para ti.
‒Muchas gracias.
Acepté la taza de café que, obviamente, no estaba envenenado y llegué a mi sitio. A partir de ahí empecé a desayunar como siempre. A veces no hablábamos en absoluto, pero había empezado a encontrar cierta comodidad en ello. Su política de no intervenir era agradable. La comida y el desayuno que preparaba era encantador, pero la sensación era distinta al amor. Si alguien me preguntase si la amaba mi respuesta habría sido, sin lugar a dudas, no.
Y así pasaron dos años. Empezaba entonces el periodo en el que los esposos abandonan su noviazgo y actúan como una familia. Ella me pidió una cita.
‒Bueno, pues no quiero ir.
‒Pero yo sí. ¡Vamos al acuario!
‒No te amo, ni siquiera me gustas.
‒Pero yo sí te amo.
¿Y qué?, pensé. ¿Por qué creería que podíamos ser una pareja normal después de tanto tiempo? La miré en silencio, irritado y percibí su mueca fácil.
‒¿Te da igual? ¿Vas a dejar pasar esta oportunidad?
‒¿Qué dices?
‒Si aceptas mi invitación puede que puedas matarme.
‒No quiero matarte a secas; quiero matarte sin que me descubran. Si me pillan no sirve de nada.
‒¡Claro! ¿Te acuerdas de los números de hoy?
‒5.7… Creo…
‒Exacto. Últimamente están bajando mucho, ¿verdad? ¿Te da igual? ¡Puede que los números suban como la espuma si sales conmigo! Si me apuñalas por la espalda en un sitio con mucha gente con un cuchillo que no tenga ninguna conexión contigo, no te pillarán. Pero tendremos que estar entre mucha gente para eso…
‒De qué buen humor te pones cuando hablamos de matarte.
‒Hoy quiero estar contenta. No pasa nada, te dejaré mi espalda.
‒¿Para que te pueda apuñalar?
‒Oh, también puedes abrazarme fuerte si quieres.
Esbocé una sonrisa atraído por su risa. Al final, superé mi renuencia y tuvimos nuestra primera cita cuando ya llevábamos casi tres años de casados. Si me dieran a elegir entre si me lo pasé bien o no, estoy seguro de que sí. Hacía muchísimo tiempo que no iba al acuario y me sentía lleno de vida a pesar de mi edad. Mi corazón se animó tanto que no revisé ni los números. Quise agradecerle que se quedase a mi lado sonriendo todo el tiempo.
Al caer la noche cenamos en casa como de costumbre, aunque los platos eran algo más extravagantes de lo normal: mis favoritos. Por fin miré el calendario.
‒¿Es mi cumpleaños?
‒Con que se te había olvidado. Vaya por Dios, si lo celebramos cada año.
Ahora que me paraba a pensar, me percaté que siempre había una vez al año en el que todas mis comidas favoritas aparecían a la vez en la mesa. Creía que había sido un mero capricho y no le presté mucha atención, pero llegados a ese punto me di cuenta de que debía haber sido mi cumpleaños.
‒No voy a darte las gracias.
‒Lo acabas de hacer, con eso me vale.
‒No pienso celebrar el tuyo.
‒Lo he hecho porque he querido, no te preocupes. Gracias por haber nacido.
‒De nada.
Ahora entiendo que estuviese avergonzada, pero en aquel momento con lo aturdido que estaba sólo pensaba en que le debía faltar un tornillo.
Ni mi actitud ni la suya cambiaron, sin embargo, al cabo de un mes nos acostumbramos a salir juntos.
Yo para matarla. Ella para salir conmigo.
¿De verdad quería matarla? Si me lo preguntarais y me viese obligado a responder, diría que no, en ningún momento fue mi intención. Era verdad que no pensaba muy bien de ella y, si moría, pues… La verdad es que había pensado en ello, pero era imposible que un cobarde como yo fuese a escoger algo tan arriesgado como asesinarla. El tema salió sin querer cuando nos casamos. Estoy seguro de que ella lo sabía. Lo sabía y lo usaba para negociar.  Éramos conscientes de ello y yo seguía sin bajarme del burro.
¿Por qué había elegido eso? Me hacía una idea de qué era, pero cerré la caja rápidamente. O sea, había pasado mucho tiempo.

Pasaron otros dos años, ya llevábamos cinco de casados.
‒Hoy es 2.564%. La peor. Es demasiado baja.
‒Me alivia saber que podré seguir en paz.
‒Siempre estás igual, eres el epítome de la paz.
‒Eso no es verdad. Hoy he cocinado el pescado demasiado y me ha quedado negro.
‒Pues el mío está normal.
‒Porque te he hecho otro rápido.  Mira, está quemado. ‒ Dicho esto, me enseñó el pescado de su plato y sonrió con amargura. Cogí su plato, lo cambié por el mío y empecé a desayunar. ‒ ¿Seguro? Es como carbón.
‒¿Y tú estás segura? Puede que haya envenenado mi plato mientras no mirabas.
‒Si lo has envenenado tú, me gustaría probarlo.
‒Adelante, pues.
‒Gracias.
Le eché un vistazo al reloj y a la fecha mientras comíamos. Ya habían pasado cinco años y, sinceramente, me pareció que ya tocaba terminarlo. Calculé un futurible delante de sus narices mientras terminaba de desayunar y suspiré al ver las cifras: 1.524%.
Era muy bajo. Le había sumado un número.
En cierta ocasión había hablado del tema con un amigo especializado en el sistema de predicción de futuribles y que nos conocía a ambos bien.
‒Eres un idiota. ‒ Me había dicho entre suspiros.
Según él la probabilidad de matar a mi esposa sin que me descubrieran calcularía el resultado a partir de la probabilidad de que el sujeto en sí fuera capaz de matar a su esposa. Me aseguró que el hecho de que los números cayesen en picado con el paso de los años significaba que había habido un cambio sustancial en mis sentimientos.
Era absurdo, pero de ser así, ¿qué iba hacer después de tanto tiempo? Y todo se complicó. Ella seguía igual después de que yo sólo le hubiera dicho cosas crueles, y después de ignorar su cumpleaños durante tanto tiempo, yo me limitaba a aceptar lo que fuese que me regalara.
Cinco años. Cinco años enteros.
¿Qué cara se supone que le voy a poner si le digo que le tengo cariño?
Y al final, decidí no hacer nada y aguantar.
Pero es hora de terminarlo. Es hora de acabar con todo. No sé si te amo, pero te tengo cariño. Eso es lo que le diré.

Era su cumpleaños.
Me acabé el desayuno y me aseé para ir a trabajar como siempre. Como siempre, me acompañó hasta la puerta. Yo abrí la boca y dije con un hilo de voz:
‒Hasta pronto.
‒…Sí, ve con cuidado.
Ella sonrió con los ojos llorosos, eso me hizo feliz e intenté contestarle con un “hasta luego”. Lo dije con mayor claridad y parecía que ella rompería a llorar en cualquier momento, así que me fui corriendo.
Mientras me dirigía a la empresa pensé en que ese era mi hogar, en que esas eran las palabras que no pude decir porque no quise pensar en ello y en que, si te iba a hacer tan feliz, debería haberlas dicho antes.
Quería empezar de cero.
De verdad.
Compraría un ramo de flores de camino a casa, ya había pedido un pastel. Celebraríamos lo que no habíamos celebrado hasta entonces. No sabía qué regalo te podía gustar, así que lo mejor sería salir a comprarlo juntos. Ibamos a empezar desde ahí: ni siquiera sabía sus gustos a pesar de que ella se sabía los míos a la perfección incluso aunque yo no había mencionado nada jamás. Era abochornante. Pero a partir de entonces los aprendería. Teníamos todo el tiempo del mundo. Estábamos casados.
Esa fue la primera vez que me di cuenta de lo larga que era la jornada laboral.
Me despedí y, como había planteado, me dejé caer por una floristería. Ignoraba qué color le podía gustar, así que escogí rosas y pedí que me las envolvieran. Me preguntaron cuántas quería y, al azar, decidí que cien. Por desgracia, sólo había setenta. Cuando me incliné para coger el ramo, se me cayeron las gafas y se abrió el historial de cálculos.
25.283%.
Abrí los ojos como platos al ver esa predicción. Corrí a ponerme las gafas y volví a cargar el número.
32.154%
38.259%
42.985%
Los números aumentaban con cada pestañeo hasta que superaron el 50%. Se había descubierto la probabilidad de que pudiera matar a mi mujer sin que me descubrieran: 52.385%.
En cuanto lo vi eché a correr. Recordé las palabras de mi amigo:
‒Ten cuidado si los números superan el 50% aunque la quieras. Porque puede que la situación sea más que probable a pesar de cómo te sientas.
¿Qué significaba eso? Pero cuando le pregunté se limitó a soltar una carcajada. ¿Qué situación era más que probable?
Mientras corría para casa tenía su cara metida en la cabeza y sudores fríos. Pasé de largo la calle comercial y me detuve cuando pasaba por una tienda de electrodomésticos: en las noticias salía su foto.
‒Accidente de tráfico, coche con un camión, condición crítica.
Interioricé la información frenéticamente y como golpe final volvieron a mostrar su foto: me caí de rodillas.

Ya no recuerdo lo qué ocurrió después. Sé que al otro lado de la línea estaba mi suegro gritándome, pero no me llegó.
Ella dormía en una cama de hospital enchufada a un montón de máquinas. Quise apartar la vista de las vendas, pero era la primera vez que la veía dormir y era preciosa.
‒Feliz cumpleaños. ‒ Fue lo primero que dije. ‒ Perdóname. ‒ Y lo segundo una disculpa.
Por suerte, estábamos a solas, así que me senté a su lado y volví a calcular un futurible. La probabilidad de matar a mi esposa sin que me pillen era de 99.274%. Estaba seguro de que mis sentimientos eran los que se entrometían, si fuese capaz de tocar mis propios botones, estaba convencido de que moriría. ¿Y qué más daba si me pillaban? Sólo hacía falta ejercer un poquito de fuerza en su cuello.
Mi amigo ya me lo había dicho, que los cálculos venían de la probabilidad de que el individuo fuese capaz de asesinar a su mujer, de su titubeo. Y, sin embargo, ahora mismo ella era alguien que podía morir sin que me diera tiempo a pensármelo. Ella iba a morir, aunque volviese a empezar.
‒Hey, hoy la probabilidad era 0%. Ya no es que sea bajo.  ‒ Le dije como siempre.
Aunque mis gafas marcasen un 99.358%, la probabilidad era 0%. Quería que sobreviviese, por eso era 0%. Era imposible que yo pudiese matarla.
‒Tienes asegurado un día tranquilo, así que no te quedes dormida para siempre. Vamos a comer y al parque. Nunca te lo he dicho, pero me encantan los huevos dulces que haces. El pollo frito también te sale riquísimo. Siempre he hecho todo lo posible para poder comerme la comida que haces en silencio. Y aun así, siempre sonríes encantada, así que me había convencido de que no pasaba nada si seguíamos así. ‒ Le acaricié el rostro con suavidad, rezando por que recuperase su rosado habitual. ‒ Hoy me he enterado de que querías que te dijera: “hasta luego”. Nunca te lo había dicho por mi cabezonería, pero hace mucho, mucho tiempo que es mi hogar. Te he hecho llorar, ¿verdad? Llorabas cuando no estaba, ¿o es cosa mía? No te haré llorar nunca más. De verdad, te lo juro. ‒ Sollocé. Sentí un cosquilleó en la nariz e, incapaz de soportarlo más, se me saltaron las lágrimas. ‒ Lo siento mucho. Gracias por esperar todo este tiempo. Y ahora quiero escuchar tu voz. Muchísimo. ‒ Le cogí la mano con tanta fuerza que se me puso blanca y sollocé. No confiaba en expresarme correctamente, pero, aun así, sabía que debía confesar algo. ‒ Te amo. Vuelve, Yuri…

Pasamos nuestro sexto aniversario de bodas en el hospital.
Su cumpleaños y nuestro aniversario de bodas estaban cerca, así que ya había pasado casi un año postrada en la cama. Yuri se había convertido en un vegetal. Yo me rehusaba a utilizar un término tan horrible para describirla, pero cada vez que tenía que explicar su condición, me veía obligado a hacerlo.
Tal y como Yuri siempre había hecho por mí, yo cambiaba las flores de su habitación cada día y le hablaba de tonterías. Le limpiaba el cuerpo y, si hacía buen tiempo, abría la ventana y tomábamos el sol juntos. También había empezado a aprender a cocinar y estaba desesperado por conseguir que fuese lo primero que comiese cuando se despertase.
‒Hey, Yuri, hoy la probabilidad es 0% otra vez. Tendrá sun día tranquilo.
96.783%.
Esbocé una sonrisa al ver que los números sólo habían bajado tres números en un año. No pasaba nada. Esperaría para siempre.
Días más tarde el doctor me dijo que tal vez debería hacerme la idea de apagarla. Al parecer su recuperación no era certera. Alcé la voz y le pegué un puñetazo, pero ya me estoy arrepintiendo, así que Yuri, no te enfades cuando te levantes.

Mi suegro se rindió al cabo de medio año, pero yo no. Superé todo lo que debía y continué hablándole a mi mujer a pesar de no obtener respuesta alguna.

Y medio año más tarde llegó nuestro séptimo año de matrimonio. Contemplándola recordé los cinco años en los que no le había hablado. ¿Se habría sentido así? ¿Se habría sentido tan nihilista cuando yo… no le contestaba?
Se me nublaban los ojos y no podía hacer nada para evitarlo.
‒Feliz cumpleaños. ‒ Le hablé sin secarme las lágrimas que me corrían por la cara. ‒ Te he traído las flores que el año pasado no te pude dar. Esta vez sí que he comprado cien. Increíble, ¿a qué sí? Cuando te levantes podemos ir a comprarte un regalo que compense los últimos siete años, da igual lo que pidas. No tengo ni idea de qué te gustaría. Tendrás que darme detalles para la próxima.
‒Hey, hoy también es 0%. ¿Qué haces todavía en la cama?
92.693%
‒¿Cuál es tu color favorito? ¿Y tus pasatiempos?
85.696%
‒¿Qué hiciste cuando no estaba? ¿Qué flores te gustan?
68.258%
‒Quiero que me enseñes fotos de cuando eras pequeña. ¿A qué instituto fuiste?
51.258%
Me sorprendí por haber llegado tan lejos. No me había dado cuenta de que los números estaban bajando, más y más. Mi corazón se aceleró.
Imposible, imposible, imposible.
32.258%
20.258%
12.258%
3.178%
0.001%
‒Buenos días. Cuánto has dormido.
Sus labios sonrieron ocultos por la máscara de oxígeno. Me reflejé en sus ojos que parpadeaban.
‒Buenos días, Masahiro. ‒ No le salió la voz del cuerpo, pero al verla mover los labios rompí a llorar.

Y continuando con mi manía: 0.061%, ese es el resultado de hoy.
Me levanto de la cama y acarició a Yuri, que está a mi lado, y hoy como siempre, la criaturita que descansa entre sus brazos rompe a llorar.

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