Un juego para enamorarle

agosto 06, 2018


 “A ver si te quedas preñada ya.”
Esta era la frase favorita de mi padre.
En aquella casa donde las mujeres sólo servían para tener hijos, yo a mis veinte me vi en una encrucijada con un puñado de fotos de pretendientes que mi padre había elegido ante mí. Algunos de los candidatos habían sido voluntarios para conseguir atarse a su compañía y mejorar las relaciones, y mi labor sería dar a luz. Esa era la razón de mi existencia en esa casa.
No me creía capaz de amar a otra persona.
Me preguntaba cómo la gente creía en algo tan etéreo como el amor, algo que para mí sólo era una fantasía. No podía hacer nada que alguien normal habría podido porque a mí jamás me quisieron.
Dejé de plantearme las tantas preguntas sin respuesta de mi nacimiento por un momento y observé las fotos.
Elegirle a él fue mera coincidencia.
El principal motivo por el que le escogí fue porque estaba al final del montón de fotos que mi padre había ordenado de más provechoso a menos, es decir, era potencialmente inútil para la empresa de mi padre. Era una venganza. Tomé en mano esa foto de un hombre del montón que se podía encontrar en cualquier lado, cuyo rasgo distintivo eran unas gafas y que no sonreía. Más bien parecía estar mirando furtivamente al objetivo de la cámara. Furioso.
Su desagradable persona me causó buena impresión. Y al revisar su perfil me decidí que iría a por esta persona.
Su historial indicaba que, tras graduarse de una universidad de poca monta, entró en una compañía del montón y que llevaba ahí cinco años. Y el motivo que había escrito para ofrecerse como pareja era para salvar la empresa de su abuelo.
‒Qué necio. ‒ Espeté sin querer.
Casarse con una mujer que no amaba por el bien de otro. Qué persona tan increíblemente amable y dulce.
No creo que pueda llegar a amarte, pero si a ti no te importa, por mí vale.
Eso fue lo primero que me dijo cuando nos conocimos. Nunca olvidaré la cara de mi padre en ese momento: aullando, con los hombros encogidos y gritándome que cambiase de idea. Fue tan divertido que me alegre de haberle elegido.
Y nos casamos.
Al poco tiempo de casarnos me dijo:
Puede que te asesine y te quite todo el dinero de tu herencia. ¿No te importa?
Me pareció un hombre interesante. Si de verdad planeaba algo así se lo hubiese callado, pero por algún motivo buscó mi consentimiento. En ese momento estaba segura de que no me mataría, pero por alguna razón, su mirada era seria y eso me hizo reír a carcajadas.
Se me ocurrió un juego.
No, es cuestión de hacer que te enamores de mí antes de eso, ¿no?
Me pareció que sería interesante si se enamorada de mí de verdad. Aunque dudaba que yo fuese capaz de amarle, pero podía fingirlo todo lo que quisiese. Por otra parte, él parecía ser un mal mentiroso por mucho que me odiase, así que, para poder quedar de parejita feliz, tenía que enamorarle.
Un juego para enamorarle.  Cuando empecé a pensar de nuestro matrimonio de esta manera la idea me divirtió. Qué raro.

Puedo hacer ver que yo también he tenido que irme de viaje solo y matarte. Tengo casi un 40% de probabilidades de salirme con la mía.
Un día dijo eso cuando le comenté lo del viaje que yo llevaba planeando desde antes de la boda. No tenía ni la menor idea de qué significaba eso del porcentaje, pero al parecer estaba pensando en matarme otra vez. Y una vez más, me lo confesó. Qué hombre tan raro. Le contesté lo que me pareció más apropiado y así terminó el día. Al día siguiente bajé a la planta baja con mi maleta y me sorprendí al ver a alguien allí.
‒Buenos días.
‒…Buenos días.
El hombre que se había convertido en mi marido hacía apenas unas semanas estaba ahí aseado. Me sorprendí tanto que me quedé muda.
‒¿No llegas tarde? ‒ Preguntó con el ceño fruncido.
Ante su insistencia, me dirigí al recibidor y me di la vuelta.
‒Hasta… ¿luego?
‒Mmm.
La razón por la que mi despedida se convirtió en una pregunta es porque no supe adivinar si realmente se había levantado antes para decirme adiós o no. Él se limitó a asentir con la cabeza y no me dijo nada, pero las palabras que escuché conforme cerraba la puerta me dejaron patidifusa.
‒Cuídate.
Sólo eso. Pero fue importante para mí.
Mi madre falleció al darme a luz, así que mi familia consistía sólo de mi padre y yo. Ese hombre, mi padre, raramente volvía a casa del trabajo. Podía contar con una mano las veces que habíamos desayunado o cenado juntos. A pesar de ello, me acostumbré antes de empezar el instituto. Vivir con una sirvienta no era tan malo y esa señora de la edad de mi abuela me mimaba bastante. Era una relación meramente económica, pero a esa edad yo me apoyé en esa familia sin padre que me habían dado.
La buena mujer murió en mi primer año de instituto. Padre dijo que contrataría a otra, pero lo rechacé porque para mí esa señora era familia e irreemplazable. Aun así, mi padre contrató a más personas que fui apartando de mí.
Y así empezó mi vida de soledad.
La casa era lo suficientemente grande como para doler. Comía sola, me aseaba sola y me iba a clase. Nadie se despedía de mí ni me saludaba cuando llegaba, y era incapaz de mantener una conversación normal con mi padre. ¿Quién notaría que no estoy si me hubiese muerto? Es lo que me preguntaba constantemente, pero sin motivación para suicidarme.
Así es como me acostumbré a estar sola.
“Cuídate”. Fue la primera palabra para mi bienestar que había oído desde hacía mucho. Encima, quien lo había dicho era un marido que no me amaba, me amenazaba con matarme a diario y que tenía desde hacía unas semanas.
Las profundidades de mi corazón se llenaron de una sensación agradable. Incapaz de contenerme, me reí durante todo el trayecto en taxi mientras recordaba la cara de amargado que tenía cuando se despidió de mí.

Sólo estuve fuera unos días y, sinceramente, lo que más me gustó fue escoger un regalito para él.
‒Al parecer la probabilidad de que te amé dentro de medio año es de 0.001%. ‒ Fue lo primero que me dijo.
‒Ya veo.
Lo que significaba que me costaría más de medio año. Ya sabía que medio año no sería suficiente tiempo para echarle el guante a un hombre, así que no me sorprendió y me limité a pasar de largo su comentario.
‒Estaba seguro de que no me odiabas. ‒ Declaró visiblemente irritado y descontento por mi actitud.
Al parecer, quería dejarme atónita. Estaba segura de que deseaba verme con una expresión de amargura y odio, y que por eso tenía ese regustillo amargo en el estómago. Sin embargo, no tenía la menor intención de comportarme como él quería porque no era el tipo de hombre que se enamoraría de una mujer que le bailase el agua.
‒¿…Es mucho pedir saber cómo vas a matarme la próxima vez?
Ante mi desafío, él soltó un quejido ahogado. Seguramente nunca se habría esperado que me saliese por esas.
‒¿Quieres que te maten?
‒Bueno, de ser posible prefiero que me amen. ‒ Eran, sin lugar a duda, mis más sinceros sentimientos.
Él clicó sus gafas para encender el monitor y calculó la probabilidad de poder matar a su esposa sin que le descubrieran.
Ya veo, con que eso era lo que le interesaba. Lo acepté y al fin supe de dónde había sacado el cuarenta por ciento.
Al final de la pequeña conversación le pasé el regalito que había tardado horas en elegir. Estaba claro que le encantaban sus gafas, así que al final, terminé yendo a lo seguro y le pillé un estuche para sus gafas. Era un estuche negro de cuero en el que había grabado sus iniciales yo misma. Era uno más del montón, pero con su propia peculiaridad única.
Y él lo tiró a la basura en un buen momento.
Fue una sorpresa. Una sorpresa mayor de la que me esperaba. Algo que había hecho alguien que no me importaba, que no me tenía que molestar, pero que me hizo morderme el labio y callarme. Él huyó a su habitación y yo me quedé pegada en la silla durante una hora.

Así es como empezó nuestra vida de recién casados, pero en un abrir y cerrar de ojos ya había pasado medio año. Yo seguí con mi juego y él comprobaba su futurible cada día sin falta.
‒Hoy es bastante bueno. 17%. ‒ Como cada día me informaba, al principio dudaba de sus razones, pero me acostumbré.
En resumen, esta era la manera de empezar una conversación, así que yo siempre lo usaba.
‒Dos por ciento más que ayer. Me alegro. Hoy también me ha pasado algo maravilloso. Mira, me han salido los rollitos de huevo perfectos. Te gustan, ¿no?
‒…No te equivocas, pero a veces me das miedo.
‒Vaya, ¿por qué?
‒Pues no sé.
Se sentó con una sonrisa en los labios y desayunamos como cada día.
Cada mañana preparaba lo que le gustaba. No es que quisiera atraparle por el estómago, pero en comparación con una mujer que no te hace lo que te gusta, la que lo hace es mejor. Eso pensaba. Sus gustos eran fáciles de adivinar, cuando no le gustaba arrugaba la frente y cuando le gustaba algo se le estiraban las esquinas de la boca.
‒¿Está bueno? Lo he hecho bien, ¿eh?
‒Bueno…
Al parecer, el desayuno le había gustado.

Y así transcurrió otro año.
Mi padre empezó a insistirme con que tuviese un hijo. Nosotros dormíamos en habitaciones separadas y no teníamos ninguna intención de hacer eso. Si tuviese un hijo, sería de otro.
Mi padre volvió a gritarme cuando me escuchó decir eso. Me soltó una charla sobre que la felicidad de una mujer yace en tener hijos. Ahora mismo entiendo que dada su edad quisiera un heredero.
‒No me vuelvas a llamar. ‒ Le colgué.
Y él, siguiendo mis palabras, lo próximo que hizo fue entrar en casa. Era un día de fiesta y él entró cuando mi marido estaba en casa. Mi padre le exigió explicaciones porque en la llamada se me había escapado que lo de dormir en habitaciones separadas había sido idea suya.
‒No tengo ninguna intención de tomarla. No la amo y dudo que ella quiera hacerlo conmigo. El propósito de una mujer no es tener hijos. Si la casaste conmigo para eso, mala elección. Me divorciaré y dejaré que la cases con alguien que la quiera de verdad. ‒ Esas palabras nos callaron a los dos, tanto a mi padre como a mí.
Mi padre se marchó como si estuviese huyendo y yo le serví café.
‒Gracias.
‒No entiendo por qué.
‒Acabas de hacer esto pensando en mí, ¿no?
‒Yo sólo… quiero el divorcio. ‒ Sorbió su café.
Era una persona muy amable. Él mismo lo ignoraba, pero sus palabras me marcaron. Abrí la boca para agradecérselo más, pero las palabras se me retorcieron.
‒Oh, ¿de verdad te da igual? Si te divorcias, no podrás matarme y no te quedarás con todo el dinero.
‒…Es verdad. No lo había pensado.
‒¿Puedo saber cómo lo vas a intentar la próxima vez?
‒Si te lo digo harás lo imposible para que no te mate, ¿no?
‒Como esposa tuya que soy estoy decidida a aceptar todo lo tuyo. Me gustaría que no me infravalorases.
‒¿Aunque esto fuese un cuchillo? ‒ Dijo rozándome el pecho con su taza de café.
Le quité la taza de las manos y la dejé sobre la mesa.
‒Aunque fuese veneno. ‒ Contesté con una sonrisa.
Él estalló en carcajadas. ¿No era esa la primera vez desde que empezamos con este modo de vida que le veía reír de verdad?
Levantó un dedo con una mueca en la cara.
‒¿Puedo pedir otro café? Si veneno, por favor.
‒Nunca se me ocurriría envenenarte, querido. ‒ Cuando respondí, él volvió a su estado inexpresivo de siempre.
Me sentí un poco sola y decidí que le volvería a hacer reír en otra ocasión.

Por dentro lo sabía, pero llegados a este punto, yo ya había caído. A pesar de que se suponía que iba a desengancharme de él, sinceramente, mi vida era tan valiosa como una joya.
Todavía no entendía el amor. Pero le apreciaba.

Pasó otro año y medio, ya llevábamos tres años casados. Yo seguía con mi juego de enamorarle y me sabía al dedillo sus gustos en cuanto a maquillaje y vestimenta. Yo ya era una mujer enamorada, pero mi orgullo me impedía aceptarlo.
Él se movía poco a poco, pero hubo un cambio mayor: me ayudaba con las tareas domésticas. Al principio, me lo dejó todo. Yo me callé, pero últimamente había empezado a protestar porque era injusto. Yo también trabajaba. Él aceptó que dividiéramos el trabajo, así que la basura y colada le tocaba a él cada día.
‒Si tanto te costaba, podrías haberlo dicho antes. No quiero que te mueras de sobreexplotación, quiero matarte sin que me pillen. ‒ Cada vez que decía algo por el estilo sonreía.
Nos estábamos convirtiendo en una familia. Lentamente. Ese hecho me hacía increíblemente feliz y mi corazón danzaba ante el prospecto de un hogar cálido por primera vez en toda mi vida.
Y llegó su cumpleaños.
Llevé a cabo el plan que había preparado desde el desayuno hasta la cena. Me vestí y maquillé como mejor supe y se me ocurrió tener una cita con él. Sería la primera cita en toda mi vida.
¡Cuánto había esperado este momento!
Discutí con él hasta calmar su inquietud y me lo llevé a su queridísimo acuario. Hacía poco que sabía que le gustaba. Lo adiviné por cómo le brillaron los ojos cuando salió un anuncio en la televisión. Estaba segura de que le encantaba.
El resultado fue maravilloso: le encantó y yo también me lo pasé bien. Estaba feliz. Lo que más me gustó fue cuando me ayudó a llevar toda la parafernalia que había comprado hasta casa, pero esto sería un secreto que me llevaría a la tumba.
‒Gracias por haber nacido.
‒De nada.
Su sonrojo fue encantador.

Después de aquello nos acostumbramos a salir juntos una vez al mes. Al principio sólo hasta el parque que había al lado y, al final, acabamos cambiando hasta de prefectura. Cada vez que hacía la comida él ponía mala cara, pero no podía ocultar su regocijo cada vez que añadía pollo frito o huevos.
‒¿Lees la mente? ‒ Preguntó cuando la siguiente vez que salimos preparé sus favoritos.
Era tan raro, tan interesante… No sonreía mucho, pero me parecía una vida matrimonial bastante buena.

Y desde ahí pasó otro año y mis deseos empezaron a surgir. Llevábamos unos cuatro años casados. Era consciente que ya tocaba admitir que me gustaba, y precisamente fue porque lo había aceptado que aparecieron mis deseos. Quería que me amase, quería que fuéramos una familia, una pareja. Y sinceramente, me había esforzado tanto que pensaba que al menos debía tener un mínimo de aprecio. Sin embargo, casi nunca era capaz de adivinar qué le pasaba por la cabeza por su cara de póker. Así que decidí comprobar algo más certero: lo que usaba cada mañana.
Encendí el ordenador viejo que había guardado en el armario y calculé un futurible. Vacilé unos segundos antes de escribir: “probabilidad de que un esposo ame a su mujer”.
Rellené nuestros nombres, fechas de nacimiento, número de identificación y pulsé intro.
0.000%.
Esa era la respuesta.
Esa era la respuesta que me hizo darme cuenta de que todo había sido como soplarle a un molino de viento. Siempre había sido cosa mía: querer que me ame, cocinar, maquillarme, estudiar, cambiar las flores, sonreír, cómo hablarle, entenderle… Sólo yo había sido feliz, para él debía ser una molestia.
Había sido alguien odioso desde el primer momento, no creía que eso hubiese cambiado en estos cinco años. De hecho, jamás se había despedido de mí con un “hasta luego” o un “nos vemos”, ni siquiera un “cuídate”.
Lloré sobre el teclado de mi ordenador, pero pesé a todo, continué con mi juego para enamorarle. Sólo quería caerle bien, aunque fuese un poco.
Francamente, era irrelevante que a él le molestase, porque lo estaba haciendo todo porque a mí me apetecía bajo la creencia de que algún día me sonreiría al hablarme.
Y ese día llegó sin previo aviso. En una mañana cualquiera, a la hora de siempre, le dije adiós como siempre.
‒Hasta luego.
Pensaba que no le había oído bien, pero allí sólo estaba él y supe por cómo desvió la mirada que no estaba equivocada. El “cuídate” que le respondí se me atascó en la garganta por motivos que desconocía.
‒Hasta luego. ‒ Repitió una vez más con mayor claridad antes de salir escopeteado de casa.
Yo volví a la sala de estar para limpiar los platos. Me sentía tan ligera que en cualquier momento iba a empezar a pegar saltitos y ahí es cuando me di cuenta de que se había dejado algo en el escritorio: un estuche de gafas de cuero.
Nunca le había visto usar un estuche para las gafas, pero él era el único que llevaba así que no cabía duda de que era suyo. Lo cogí. Me sonaba de algo, lo examiné con la mirada y lo giré para ver la parte de abajo con el corazón acelerado: reconocí sus iniciales grabadas a mano. Era el regalito de cuando yo me había ido de viaje y que él había tirado a la basura. Estaba gastado de tanto usarlo, pero bien conservado. Me aferré a él y lloré una vez más.
Esta no era mi idea. Sinceramente, se suponía que yo iba a hacer que se enamorase de mí, y sin embargo, quien se había quedado prendada era yo. Estaba harta de mí misma. ¿Por qué ese hombre? Había muchos otros más guapos y con personalidades mejores, había tantos como estrellas en el cielo, y estoy segura de que podría haber conocido a otro. Pero no conseguí hallar respuesta a ninguno de mis porqués. Sólo estaba segura de una cosa: de todos los hombres que había conocido a lo largo de mi vida, él había sido el único que me había enseñado lo que era una familia.
Fue un buen día. Hice la compra con facilidad: lo único que me rondaba por la cabeza eran sus platos favoritos. Y mientras repasaba el calendario estallé en carcajadas: era mi cumpleaños.
Tal vez lo ocurrido aquella mañana había sido un regalito de Dios o algo. Siendo así, ¿por qué no celebrarlo? Nadie me había preparado nada desde hacía años, así que apenas lo recordaba, pero por un día no pasaba nada. ¡Era un día maravilloso! Y yo me sentía sola. Sola. Muy sola.
Si estuviese feliz, diría que lo estaba.
Si estuviese contenta, diría que lo estaba.
Si estuviese triste, diría que lo estaba.
Siempre había querido una familia con la que discutir por tonterías.
Sí, iría a comprar un pastel.
Con uno de esos redondos bastaría para dos personas. Siempre había querido probarlo. Podía contar con los dedos la de veces que había invitado a algún amigo a una fiesta, así que de vez en cuando solía pensar en esos momentos. Estaba segura de que no me felicitaría ni nada por el estilo. Pero daba igual. Con que no sentáramos juntos delante de la tarta me servía.
‒Si mal no recuerdo, hay que soplar todas las velas a la vez. ‒ Suspiré, inquieta.
Cogí mi bolso a paso ligero y salí de la tienda. Tenía la cabeza llena de ideas para aquella noche. Tal vez fuese culpa mía.
Pero tuve un accidente.

Cuando recuperé el conocimiento me hallaba en la más profunda oscuridad totalmente sola.
Ah, otra vez sola.
Y lo entendí de repente, y el corazón se me cerró en un puño. Quizás esta era la manera de Dios de advertirme que no me emocionase tanto, de que la vida no es tan fácil y que no existe la suerte.
Al fin y al cabo, el porcentaje era cero punto cero cero cero por ciento, ¿no? La probabilidad de que me amase era cero. No creía que eso fuera a cambiar en otro año y dudo que hubiese un cambio drástico por cualquier motivo.
Sería eternamente imposible que él me amase, así que no sería mi familia. Tenía el presentimiento de que él también me lo iba a decir.
Así que volví a deprimirme.

El otro lugar en el que volví en mí era más gris que negro. Aún seguía grogui e ignoraba cuánto tiempo había pasado. Nada me podía importar menos que el tiempo al saber que una vez más estaba sola. Noté una luz dándome desde algún lado. A pesar de tener los ojos cerrados, la claridad penetró en mis retinas pintando mi alrededor de blanco.
‒Hoy la probabilidad vuelve a ser 0%, Yuri. Vas a tener un buen día.
Oí su voz. Su voz.
Sonaba un poco acongojada, pero era la suya.
Aunque era raro. ¿Alguna vez me había llamado por mi nombre? Comprendí que su voz no era más que una mera alucinación. Mi cerebro estaba fabricando las palabras y la voz que más deseaba escuchar.
‒Hoy hace buen tiempo. Podemos ir de paseo cuando te levantes.
‒Oh, no lo veo desde donde estoy, pero suena bien. A mí también me gustaría ir de paseo contigo. ‒ Respondí estúpidamente sin darme cuenta.
¡Qué tonta! Mira que conversar con una alucinación. Me pareció divertido y contesté a las palabras.
Cada vez que volvía en mí desde entonces hablaba con la ilusión.
‒Hoy he traído unos rollitos de huevo que he hecho yo mismo. No están nada buenos, se me han quemado. ¿Te gustaría probarlos algún día?
‒Claro, si lo haces tú, comería hasta veneno. ¿No te lo había dicho ya?
‒Sinceramente, hoy le he pegado un puñetazo a tu doctor. No me arrepiento, pero me gustaría disculparme… Aunque no tengo el valor. Cuando te despiertes, ¿puedes venir conmigo? Creo que me daría seguridad.
‒Eres mayorcito yo, ve solo. Te acompañaré hasta la mitad del camino.

‒Las flores de hoy son gerbera. Te pegan. Al parecer la jardinería se ha puesto de moda. ¿Te apetece que lo hagamos juntos algún día?
‒Suena bien. La verdad es que me gustan los cosmos. Aunque no son muy típicas de los jardines, ¿verdad? También me gustan las violas, ¿empezamos con esas?

Mi alucinación usaba el “juntos” bastante a menudo. Cosa que me avergonzaba, ¿de verdad era una mera ilusión? Creía estar conversando con la nada, pero tal vez…

Si de verdad era él estaría encantada. Increíblemente encantada.

No sé cuántas veces van ya. Hoy su voz suena más clara de lo normal.
‒Feliz cumpleaños, te he traído las flores que no te pude dar la última vez. Esta vez son cien de verdad. Increíble, ¿eh? Cuando te despiertes podemos ir a por un regalo. Da igual lo que pidas, tiene que compensar los siete años. Y todavía no tengo ni la menor idea de qué quieres. Tendrás que explicármelo.
Intenté contestar como siempre, pero era raro. Hoy no me salía la voz del cuerpo.
‒Hey, hoy la probabilidad también es de 0%. ¿Qué haces en la cama todavía?
¿Estaría llorando? Su voz sonaba más nasal. Sólo de pensarlo me negué a quedarme quieta.

‒¿Cuál es tu color favorito? ¿Qué te gusta hacer?
¿Por qué lloras? ¿Te duele algo? ¿Estás triste?
‒¿Qué has hecho mientras no estaba? ¿Qué flores te gustan?
Las cosmos. Ya te lo había dicho, ¿no? ¿Qué te pasa? ¿No me oyes?
‒A la próxima puedes enseñarme fotos de cuando eras pequeñas. ¿A qué instituto fuiste?
Las que quieras, y te las explicaré, así que no llores. No quiero verte llorar.

La voz no me salía. Sólo conseguí emitir un sonido casi inaudible. Si estaba llorando, mi deber era animarle. Al fin y al cabo, yo era su familia.
Una luz dolorosa soasó mis párpados. Un sonido extraño se escapó de mi garganta. Supe que esa sombra borrosa eras tú. No me podía equivocar.
‒Buenos días, hoy sí que has dormido hasta tarde.
‒Buenos días, Masahiro.
Una vez más no pude hablar y una vez más él lloró.

‒¿Se te ha ocurrido qué quieres de regalo? ¿Un ordenador nuevo? Tu portátil está roto, ¿no? ¿Un collar o un bolso? Las mujeres tienen esa imagen de que les gustan las joyas, pero, ¿eso va contigo? ‒ Me preguntó Mashiro el día que me dieron el alta.
‒¿Puedo pedir lo que quiera de verdad?
‒Claro, porque te he hecho esperar bastante tiempo. Pero limítate a lo que esté en mi mano. No creo que pueda convertirme en un jeque del petróleo.
‒Oh, no necesito nada caro. ‒ Sentí un regusto amargo en la boca y él me acarició la cabeza a modo de consuelo.
‒Pues dímelo. Rápido. Lo que sea.
‒Masahiro, acércate. ‒ Él agachó la cabeza porque yo estaba en una silla de ruedas y yo, con todas mis fuerzas, dije. ‒ Quiero tener una familia contigo.

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