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enero 24, 2019


Al parecer mi madre fue la princesa de algún país del norte. Su verdadero nombre, originario de sus tierras poseía un tono duro, y desapareció cuando la vendieron al Emperador y la arrastraron a palacio para aliviar a sus gentes de la aniquilación inminente. Fue entonces, cuando se la empezó a llamar: “Princesa Zerina”.
–“Ariadna” es demasiado largo. – Aquella mañana Elaine estaba molesta sin motivo aparente.  – ¿Y si lo abreviamos como “Ria” o “Ana”?  – Yo aparté la vista, disgustada. – ¡Pues “Ria”!
Seguía siendo mejor que “Ana”, pero no dejaba de ser horrible.
Elaine continuó con su parloteo mientras mi nodriza intentaba hacerme eructar después de alimentarme.
–¿No ves que no le gusta?
Esbocé una mueca. Esta nodriza era mi heroína, la madre que nunca tuve. Encantada, me restregué y hundí más entre sus brazos, lo que sorprendió a Elaine.
–¡Sólo se porta mal conmigo! – Se quejó, enfurruñada como una niña.
No la odiaba, pero era demasiado molesta y envidiaba su estatura.
–Me sorprende que nunca haya llorado delante de Su Majestad. Bueno, no es que llore mucho, pero…
–Le reconoce.
Sus miradas recayeron sobre mí, así que aproveché para eructar y sonreír. Ya era instinto.
–Y pensar que es su padre…
Sí, reconocía a ese hombre, pero no era cuestión de instinto y, a modo de protesta, me revolví.
–¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal? – La nodriza
La nodriza malentendió mis protestas, se preocupó y me dio mil vueltas para asegurarse de que estaba bien con movimientos cautos y tranquilos. No era una madre primeriza.
–…Caray.
–No se parece a la princesa. – Soltó Elaine.
La expresión de la nodriza se oscureció y se la quedó mirando.
–No es rubia, ni tiene ojos verdes. No se parece en nada… ¿Por qué crees que lo hizo? – La expresión de Elaine y su voz transmitieron un atisbo de tristeza.
–Es imposible que llegáramos a entender sus motivos.
Las dos mujeres siempre hablaban de lo mismo: de mis padres o de mí. No tardé mucho en darme cuenta que esta vez le tocaba a Keitel, mi padre. Ese loco asesinó a la mujer que había dado a luz a su hijo. Su historial contaba ya con varios infanticidios y el femicidio sistemático de todas aquellas que habían osado quedarse en cita para, presuntamente, conseguir algo de él. ¿Cómo podía alguien hacer de tripas corazón y asesinar a su propia descendencia?
–Pero es que el Emperador… – La nodriza no terminó la frase. Me acarició la mejilla con los dedos de la mano y me observó con una expresión solemne. – Espero que tenga suficiente afecto en él para poder amar a esta niña.
Un hombre capaz de matar a la madre de su hijo era imposible que supiese lo que era el afecto. Un hombre tan frío que había asesinado a su propio padre, acabado con sus hermanos y vendido a todas sus hermanas a reinos lejanos que acabaría conquistando y tomando aun teniendo que pasar por encima de los cadáveres de ellas. Pocos creían que trataría a su hija de otra manera.
–Pero bueno, tanto el Emperador como la Princesa Zerina son personas peculiares.
En palacio se admiraba mucho a mi madre, que me protegió de ese bastardo del Emperador. La buena mujer vivió sus días en el exilio, en la esquina más remota de los muros de palacio y me cuidó. Dicen que sólo salió una vez, un mes antes de dar a luz y que, milagrosamente, escapó de las garras del Emperador. Nadie conoce los detalles o el origen de ese rumor, todo lo que se sabe es que mi padre fue a conquistar el reino de Izarta mientras yo llegaba a este mundo.
Alcé la vista y miré a Cerera que me sonreía con dulzura. No sé cuántos meses llevaba en este cuerpo, pero la única madre que me venía a la cabeza era esta sirvienta que tenía ante mí.
–Ah, ¿te has enterado de los rumores?
–¿Eh?
–Dicen que han maldecido al Emperador…
Cerera se tensó y me miró como si estuviese muy lejos.
–No es una maldición. Más bien… – Me cogió la mano. – Es un lamento.
De repente, recordé una voz de cuando acababa de nacer. Recordé el alarido de dolor de una mujer que chillaba lo mucho que odiaba al Emperador y que jamás le perdonaría. Recordé a esa mujer jurando que la niña que portaba en sus brazos se encargaría de maldecirle en su lugar.
Cerré los ojos y murmuré cosas sin sentido.
Mi primer encuentro con mi padre fue tenso, pero por algún motivo, el bastardo continuó viniendo a visitarme cada par de días y eso alegraba a las dos sirvientas de una manera que yo no lograba comprender.
–No está durmiendo.
Levanté el mentó y me pregunté cuánto tiempo llevaba ahí. Nuestras miradas se cruzaron y, aunque ya no me estremecía, mi corazón latía como loco, incontrolablemente.
–¿Es porque estoy aquí?
Puse mala cara y giré la cabeza para continuar chupando mi chupete casi con ira hasta que, sin previo aviso, mi chupete desapareció de mi boca. Miré por todas partes para encontrarlo: estaba flotando en el aire.
–¿Buscas esto?
¡Mi padre me había robado el chupete! Estaba furiosa, pero claro, ¿qué fuerza iba a tener un bebé? Él estaba allí parado con mi chupete en la mano.
–Tienes los ojos tan rojos que es hasta desagradable.  Son demasiado rojos. Me dan ganas de arrancártelos.
Abrí la boca, incrédula. Mi expresión le sacó una sonrisa tan bella que casi me ciega. Era un demonio. Soltó una carcajada y me devolvió el chupete con tanta ceremonia que casi me engaño a mí misma y pienso que estaba siendo considerado… Pero no.
–Enana. –Hablaba dejando largas pausas entre sus palabras. – Eres una enana.
De las constantes visitas de este hombre aprendí algo insólito: era más razonable de lo esperado. En realidad, era un psicópata razonable y bastante moral, aunque no se molestaba en cumplir o proteger precisamente eso, la moral. La gente le llamaba hijo de perra y demente, pero no era así. Los rumores se equivocaban. Era un bastardo, pero no era tan sanguinario como el peor de tus pesadillas.
–Ahora, llora.

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