1. Verde-verde

noviembre 12, 2019


Tengo una amiga de la infancia a la que no he visto nunca. Nunca le he visto la cara, nunca la he oído hablar, nunca la he tocado y, a pesar de ello, sé del encanto de sus rasgos, sé de la dulzura de su voz, sé del calor de sus manos. Tengo una amiga que no existe o, para ser más exacto, que sólo existe en mis recuerdos. Tal vez parezca que esté hablando de una difunta, pero no es el caso: ella jamás ha existido. Touka Natsunagi se llamaba y la crearon especialmente para mí. Una sustituta, una moradora de los procuerdos[1]; en otras palabras, una persona ficticia.  
Lo que más les gustaba a mis padres era la ficción, o quizás lo que más aborrecían era la realidad. En lugar de irse de vacaciones, compraban procuerdos sobre vacaciones; en lugar de montar una fiesta, compraban procuerdos sobre fiestas; en lugar de planear una boda, compraban procuerdos sobre planear bodas. Este es el tipo de gente que me crio.
Nuestra familia era terriblemente disfuncional. Mi padre solía equivocarse con el nombre de mi madre – tenía cinco formas distintas de llamarla y todas erróneas. Aunque estaba casado, se compró muchas lunas de miel tanto con mujeres lo suficientemente mayores como para ser su madre, como con mujeres lo suficientemente jóvenes para ser su hija. Incluso tenía exmujeres sustitutas con diez años de diferencia con él.
Mi madre no se equivocaba nunca con el nombre de mi padre, sino con el mío. Pesé a que yo era hijo único, ella parecía ser madre de cuatro: tres sustitutos y yo. Hasta sus nombres nada tenían que ver con el mío.
Si yo me hubiese equivocado siempre con el nombre de mi padre habría quedado perfecto, pero por desgracia, yo nunca tuve procuerdos de niño, mis padres no alteraron mi memoria en absoluto. El motivo no fue escasez de dinero, – eso era lo único de lo que mi imperfecta familia gozaba – sino cómo quisieron educarme. 
Se había demostrado que implantar procuerdos de amor incondicional y éxito en niños durante su período de madurez resultaba beneficioso para su desarrollo emocional. En algunos casos, llegaban a ser más efectivos que el amor incondicional y el éxito real ya que, a diferencia de los recuerdos reales tan plagados de distracciones, los falsos se elaboraban de manera personalizada y concisa. Dudo de que mis padres ignorasen estos descubrimientos, pero, aun así, decidieron no comprarme ningún procuerdo.
–Los procuerdos son como una prótesis, sólo sirven para rellenar huecos. – Solía decirme mi padre. – Cuando crezcas y sepas qué te falta, te podrás comprar todos los procuerdos que quieras.
Al parecer, habían caído en los tópicos vacíos que los doctores y fabricantes utilizaban como consuelo para ahogar la culpa de inventarte tu propio pasado. Por aquel entonces, me costaba imaginarme qué podría faltarme para necesitar cinco exmujeres.
Mis padres habitaban en un pasado ficticio y evitaban cualquier trato real con su familia: mantenían el contacto o la comunicación al mínimo, comían por separado, se iban temprano y volvían tarde o salían en sus días libres sin avisar a nadie. Por lo visto, se habían convencido de que el yo que existía aquí no era su verdadero yo, o quizás, tenían que convencerse de ello para seguir adelante. No hace falta decir que, mientras se comportaban de esta manera, a mí me desatendían. De joven siempre pensé que, si iban a ser padres negligentes, podrían haberme permitido recrearme con los procuerdos como ellos hacían.
Ignorando qué era el amor, ya sea ficticio o real, me convertí en alguien incapaz de dar o recibir amor, de imaginar a otra persona aceptándome. Lo primero que hice fue abstenerme de crear relaciones interpersonales. Un miedo irracional de que decepcionaría a cualquiera que se interesase por mí se apoderaba de mi ser y, al final, opté por apartarles antes de tener que pasar por eso. El resultado de mi estrategia de protección fue una juventud excesivamente solitaria.
A los quince mis padres se divorciaron. Me explicaron que ya lo habían decidido desde hacía mucho tiempo y todo lo que me cruzó la mente fue lo absurda que era su idea de que pensarlo suavizaría el acto. Un asesinato premeditado es infinitamente más cruel que uno pasional. Tras estar de allí para allá durante una temporada, mi padre terminó quedándose mi custodia y yo no volvería a ver a mi madre hasta años después en un viaje donde me pasó de largo como si no existiese. Consciente de que mi madre no era suficientemente buena actriz como para parecer tan natural, asumí que había utilizado el Lethe para borrar los recuerdos de nuestra familia. Ahora era un completo desconocido para ella. Al principio me quedé atónito, pero la sorpresa dio paso a la admiración. Sinceramente, envidié esa dedicación a su modo de vida. Pensé que podría seguir su ejemplo.
Ocurrió medio año después de cumplir los diecinueve. Encendí la luz de mi habitación, bebí cerveza barata y reflexioné sobre mi vida advirtiendo que hasta el momento no poseía un solo recuerdo merecedor de ser recordado. Todo eran días grises: guardería, colegio, instituto, bachillerato, universidad... Ni rastro de luz, de intensidad, de matiz; sólo un interminable gris cubriendo el horizonte. Por fin lo comprendí: era la gente vacía como yo que se aferraba a los recuerdos falsos. Sin embargo, no sentí el impulso de comprarme procuerdos. Tal vez fuese insumisión a la parodia de familia que me crio, pero aborrecía los procuerdos y cualquier tipo de ficción. Hasta la más insípida de las vidas era mucho mejor que toda aquella falsa ostentación, hasta la mejor de las historias era banal por el mero hecho de ser inventada. No necesitaba procuerdos, aunque la idea de manipular le memoria no es tan horrible. Desde aquel día me dediqué a trabajar a media jornada, nada más. Mi padre me hacía traspasos decentes, pero deseaba independizarme cuanto antes. Mi propósito era comprar Lethe. Al fin y al cabo, con lo vacía que era mi vida, podía simplemente olvidarla. La sensación de vacío se produce cuando no hay “nada” donde debería haber “algo”, no obstante, si nos deshacemos ese espacio, la sensación de vacío desaparece junto a él. El vacío no puede existir sin un recipiente. Quería llegar al cero absoluto.
Ahorré durante cuatro meses, reintegré todo lo que había en mi cuenta bancaria, anduve hasta la clínica, perdí medio día en asesoramiento para que me creasen un informe personal, regresé a casa exhausto y lo celebré con alcohol. Totalmente solo. Por primera vez en mi vida sentí haber conseguido algo.
Durante la visita me indujeron a un estado hipnótico con antidepresivos, por lo que no recordaba nada de lo que había dicho. No obstante, en cuanto salí por la puerta de la clínica la sensación de haber hablado de más me asaltó. Seguramente, había sido demasiado honesto sobre mis anhelos personales. Al menos, esa era mi vaga sensación. Mi cuerpo recordaba lo que mi cerebro había olvidado. Normalmente, el asesoramiento se llevaba a cabo durante muchos días, que el mío hubiese durado sólo medio indicaba lo indudablemente vacío que estaba mi pasado.
Un mes más tarde recibí un paquete con el Lethe. Años de ver a mis padres consumir nanobots para alterar sus recuerdos me evitaron tener que leer las instrucciones. Vertí el polvo de nanobots en un vaso de agua que me bebí de un golpe, entonces, me tumbé en el suelo a la espera de que mis días grises se tiñeran de blanco. Ahora podría olvidarlo todo. Por supuesto, Lethe se diseñó para conservar los recuerdos necesarios para llevar acabo las actividades diarias y para sólo afectar los recuerdos episódicos. En otras palabras, la memoria semántica[2]y la implícita[3]quedaba intacta. Esta es también la razón por la que el desarrollo de Mnemosyne, cuyo objetivo era proporcionar omnisciencia y omnipotencia al individuo, no avanzaba como se esperaba.
Escogí borrar todos los recuerdos desde los seis hasta los quince años. Generalmente, la gente desea olvidar recuerdos relacionados con algo en concreto, no largos períodos de tiempo. Supongo que era lógico. Esas personas sólo pretendían disipar el dolor de sus vidas, no su vida en sí.
Ojeé el reloj de la mesa. Esperé y esperé, no obstante, no hubo síntomas. Normalmente, los nanobots tardan cinco minutos en alcanzar el cerebro y treinta en borrar la memoria, pero una hora después no observé cambio alguno en la mía. Recordaba con nitidez cómo casi me ahogué en la piscina a los seis años, cómo me hospitalizaron por neumonía a los once años, cómo tuve un accidente y necesité puntos a los catorce; también recordaba todos los nombres de las hijas ficticias de mi madre y de las exmujeres ficticias de mi padre. Cada vez me impacientaba más. ¿No me habrían enviado un producto falso…? O quizás, cuando tu memoria desaparece no lo notas. Mientras trataba de sosegar mi inquietud con la lógica, reparé en una nueva presencia en mi pasado.
Me levanté a prisa, saqué el paquete de la basura y leí la etiqueta. Recé que no fuera el caso, pero lo era. Había habido una equivocación. No me habían enviado Lethe. Los nanobots en mi organismo eran otros, unos usados por aquellos con una niñez insatisfactoria, unos programados para proporcionar una infancia ficticia. Verde-verde. Lo que me había tragado no había pintado mi horizonte de blanco, sino de verde. Comprendí porqué la clínica pudo confundirse. Tal vez el profesional que me atendió se precipitó a inferir al escucharme decirle que no tenía ningún buen recuerdo de mi niñez y que quería olvidarlo todo. Era la conclusión más lógica: si no tienes buenos recuerdos, cómprate unos. En realidad, era culpa mía por no haber enfatizado mis intenciones lo suficiente y, además, no leer con atención los documentos que firmé. A causa de ese error me acababa de convertir en una de esas personas que despreciaba. Era irónico, un capricho del destino.
Le comuniqué a la clínica que había recibido algo que yo no había pedido y me llamaron para disculparse. Dos semanas después, recibí otros dos paquetes con Lethe: uno para borrar los recuerdos de mi niñez y otro para borrar mis recuerdos falsos con Touka Natsunagi. Sin embargo, no me apeteció usar ninguno de los dos, así que los metí en un armario sin abrirlos.
Tenía miedo.
No quería volver a sentirme de esa manera.
Sinceramente, cuando caí en la cuenta de que lo que había ingerido era Verde-verde y no Lethe, me sentí aliviado. Creo que por fin entendí el porqué hay tan pocos usuarios de Lethe en comparación con otro tipo de nanobots. Y así fue cómo me inserté recuerdos de una niñez ficticia. Si bien normalmente los procuerdos conseguidos a través de Verde-verde consisten en un grupo de amigos pasándoselo bien o superando un mal momento juntos, los míos se centraban en una única amiga de la infancia.  Deduje que la razón por la que sólo aparecía una persona era por una cuestión de pura eficiencia: combinar la familia, amistad y amor en una misma figura ahorraba tiempo. Los procuerdos se diseñaban específicamente a partir de un informe personal, es decir, quien fuese que fabricase mi verde-verde pensó que este era el tipo de pasado que necesitaba, y la verdad, no se equivocó demasiado.
Touka Natsunagi era la persona ideal para mí, la chica perfecta. Cuán dichosos hubiesen sido mis días si los hubiese compartido con alguien así y, precisamente por esto mis procuerdos no me complacían. ¿Qué hay peor que ser consciente que los mejores momentos de tu vida son una burda mentira?

*         *        *        *        *

–Será mejor que levantes. – Dijo ella.
–Todavía voy bien. – Contesté con los ojos cerrados.
–Haré que te arrepientas de no haberte levantado. – Me susurró al oído.
–Adelante. – Musité, y me di la vuelta.
–Tú mismo… – Amenazó una vez más.
–Hagas lo que hagas, sólo conseguirás que llegue más tarde. – Me reí.
–Señor. – Llamó con modestia.
–Vente a dormir tú también, Touka. – La invité.
–¿Señor…?
Me desperté.
–¿Se encuentra bien?
Miré a la dueña de la voz, una trabajadora ataviada con un uniforme de clara inspiración en el yukata[4]que estaba inclinada sobre mí mirándome a la cara. Me reincorporé y estudié mis alrededores hasta conseguir centrarme y, tras una pausa, recordé que estaba en un pub. Me debía haber quedado dormido.
–¿Se encuentra bien? – Repitió la trabajadora visiblemente avergonzada de haber tenido que ser testigo de mi sueño.
–¿Te importa traerme un vaso de agua? – Pedí, sereno.
Ella sonrío y asintió con la cabeza antes de dirigirse a la barra.
Miré mi reloj de pulsera. Creo que había empezado a beber a las tres de la tarde y ya eran las seis. Engullí el agua que me trajo la camarera, pagué la cuenta y me marché. El calor pegajoso del verano me envolvió en cuanto puse un pie fuera del establecimiento y pensar en mi piso sin aire acondicionado me desmoralizó.
El barrio comercial estaba atestado de gente. Unas chicas vestidas con yukatas de verdad, no como la imitación de la camarera, pasaron por delante de mí alegremente. El humo y el olor a salsa quemada y carne a la parrilla de los puestecitos de comida que invadían la nariz, la cháchara incesante de las gentes y los gritos para atraer clientes, el sonido de las señales de tráfico, los motores y el distante sonido de las flautas y taikos[5]se mezclaban y cubrían la ciudad.  Era el primer día de agosto, el festival de verano.  Era un festejo irrelevante para mí, por lo que me encaminé a mi apartamento a contracorriente de la multitud. Conforme oscurecía el tropel aumentó y, si no miraba bien por donde andaba, me arrastraba por el río de rostros pasajeros iluminados por el sol que resplandecían con un matiz anaranjado.
Cometí el error de pasar por un templo bajo la falsa impresión de que así evitaría la muchedumbre, pero el área estaba abarrotada de coches y personas. Continué chocándome, acabando con el tabaco que escondía en el pecho aplastado, manchas de salsa en la camisa y los pies destrozados de tanto pisotón con los getas[6]. Parecía imposible decidir de libre albedrío la dirección de mis pasos, por lo que desistí y seguí andando hasta llegar afuera naturalmente. Por fin, alcancé el templo y mientras bajaba las escaleras para la salida escuché una voz.
–Hey, ¿te apetece que nos besemos?
Lo conocía. Era obra de Verde-verde. Una alucinación provocada por el festival de verano, quizás los restos del sueño del pub.  Traté de distraerme, pero cuánta más resistencia opones, la asociación de tus recuerdos falsos más te atrapa: los procuerdos implantados en lo más hondo de tu cerebro resurgen con terrorífica nitidez y, sin saberlo, viajé de nuevo a mi juventud ilusoria.

–Se ve que la gente piensa que estamos juntos.
Touka y yo visitamos el templo local y, después de curiosear los diferentes puestecitos del festival, nos sentamos en una esquina de las escaleras traseras para contemplar a la multitud. Yo iba con mi ropa de cada día, pero ella se había puesto un yukataazul marino con dibujos de crisantemos rojos que emulaban fuegos artificiales.
–Y eso que saben que sólo somos amigos de la infancia, ¿sabes? – Dicho lo cual, Touka, que no tenía buena cara, le pegó un sorbo a su refresco y tosió.
–Estoy seguro de que si alguien nos viese ahora mismo nos malentenderían. – Respondí cuidando cada palabra.
–Exacto. – Touka soltó una risita y, como si acabase de acordarse de algo de repente, posó su mano sobre la mía. – Si nos vieran así, sería aún peor.
–Corta el rollo. – Protesté, pero no la aparté. En lugar de ello, miré para todos lados como si me preocupase que pudiese aparecer alguien a molestarnos. Y, de hecho, esperaba que alguien apareciese y lo hiciera.
Tenía quince años y fue entonces cuando empecé a interesarme por Touka de una manera romántica ya que, habiendo terminado en clases distintas aquel año, el tiempo que pasábamos juntos se había reducido notablemente. Sería durante aquella época que llegaría a la desgarradora conclusión de que mi amiga de la infancia, a quien consideraba familia, era una chica como las demás y, al mismo tiempo, notaría mi atracción por ella. Touka Natsunagi era una chica muy hermosa. De vez en cuando me sorprendía a mí mismo perdido en los rasgos que tan bien me conocía y verla hablar con otros chicos me inquietaba. Quizás el motivo por el que nunca me había interesado por el sexo opuesto era porque mi pareja ideal siempre había estado a mi lado.  Así mismo, noté que Touka experimentó los mismos cambios que yo. Aunque ella intentaba en vano comportarse con naturalidad a mi alrededor y percibía sus esfuerzos hercúleos por preservar nuestra relación, los noté. No obstante, al año siguiente volvieron a juntarnos y, como si tratásemos de recuperar el tiempo perdido, no nos despegamos. Nunca nos preguntábamos qué sentíamos por el otro, en lugar de ello, dejábamos caer comentarios sutiles o bromas con segundas a modo de prueba. Tanteábamos el terreno e indagábamos en nuestros propios sentimientos mientras analizábamos la expresión del otro.
–Hey, ¿te apetece que nos besemos? – Touka decidió saltar a la fase final aquel día.
Me lo ofreció sin apartar la vista de la muchedumbre del festival, como si se le acabase de ocurrir, aun cuando yo sabía perfectamente que llevaba guardándose esas palabras en la garganta mucho tiempo. ¿Cómo no iba a saberlo? Yo mismo esperaba el momento a poder proponerle algo muy parecido.
–Venga, a ver si somos sólo amigos de verdad. – Me explicó, casquivana. – A lo mejor nos sorprende y se nos acelera el corazón o algo.
–A saber. – Contesté con la misma frivolidad. – Aunque estoy seguro de que no voy a sentir nada.
–¿Tú crees?
–Sí.
–Pues a ver.
Touka se colocó delante de mí y cerró los ojos. Era una broma, un experimento fruto de la curiosidad. Un beso no era para tanto. Así pues, bajamos las defensas y juntamos los labios por unos instantes y los separamos como si nada.
–¿Y bien? – Pregunté con una voz peculiarmente ronca, como si no fuese mía.
–Mmm… – Touka bajó la cabeza. – Nada, ¿y tú?
–Yo tampoco.
–¿Eh?
–Te lo había dicho, ¿no? Que no iba a sentir nada.
–Sí, claro. Supongo que sólo somos amigos.
Fue una conversación de mentiras piadosas. Quería besarla otra vez, de inmediato. Su mirada y voz temblorosa la delataron a ella también. Su plan debía ser continuar con esta dinámica hasta que hubiese una confesión y el mío no distaba del suyo. Por desgracia, en el momento en el que nuestros labios se rozaron cambié de idea radicalmente, mi instinto me reprendió. Si íbamos más lejos, todo cambiaría para siempre. A cambio de un subidón de adrenalina, de nerviosismo, de estimulación, la comodidad entre nosotros se iría al garete y, entonces, volver a lo que teníamos sería imposible.
Touka debió pensar igual y por ello decidió burlarse de la situación. Agradecí su prudencia, porque yo hubiese sido capaz de rechazarla si me hubiese dejado el corazón en mis manos.
–Por cierto, ha sido mi primera vez. – Dijo Touka de camino de vuelta a casa.
–¿Primera vez de qué? – Fingí ignorancia.
–Que me beso con alguien. ¿Y tú, Chihiro?
–La tercera.
–¿Qué? – Touka abrió los ojos como platos y se paró. – ¿Cuándo? ¿Con quién? – Me interrogó.
–¿No te acuerdas?
–¿…Lo hiciste conmigo?
–A los siete en el armario de mi casa y a los diez en el despacho de la tuya.
–Oh, – exclamó ella instantes después. – tienes razón. – Musitó. –Caray, qué buena memoria.
–La que no se acuerda bien de las cosas eres tú, Touka.
–Perdona.
–Seguro que lo de hoy se te olvida dentro de unos años.
–O sea, que ya es la tercera vez, ¿eh…? – Touka guardó silencio durante unos minutos y esbozó una sonrisa picarona. – Bueno, en realidad, es la cuarta vez.
–¿Cuándo? – Esta vez el sorprendido fui yo.
–Es un secreto. – Replicó tranquilamente. – Pero fue hace poco.
–No me acuerdo.
–Bueno, no estabas despierto, Chihiro.
–…No me di ni cuenta.
–Esa era la idea. – Rio ella.
–Tramposa.
–¿A qué sí? – Respondió irguiendo el pecho con orgullo.
A decir verdad, ambos éramos unos tramposos: para mí era la quinta vez.

Miles de recuerdos falsos tan melosos como este rondaban por mi cerebro apareciéndose a su antojo con mayor nitidez que los reales y agitando mi corazón sin piedad. Desgraciadamente, los procuerdos no se olvidan con el tiempo; son como los tatuajes, imborrables. Según un estudio los pacientes de Alzheimer perdían los recuerdos reales antes que los falsos, así de poderosos son los nanobots. La única manera de eliminar los procuerdos es usando el Lethe específicamente diseñado para ello.
Me debatí entre las dos opciones –enfrentarme a mis miedos y tomarme el Lethe, o aceptar mis procuerdos– durante una temporada larga. Si no me deshacía de los procuerdos, jamás me zafaría de las cadenas que suponían los recuerdos de esa amiga que no existía.
Suspiré y dejé caer la cabeza, cansado de mi propia indecisión. Justo en ese momento, escuché una explosión y me volví por acto reflejo hacia el origen del ruido a tiempo de admirar los fuegos artificiales en el firmamento.
–Date la vuelta ahora mismo. – Escuché.
Aminoré el paso inconscientemente y miré para atrás disimuladamente. La distinguí entre la multitud al instante y ella me devolvió la mirada.
Sí, había una chica de tez pálida.
La cabellera morena le caía sobre los hombros, vestía un yukata azul marino con dibujitos de fuegos artificiales y llevaba horquillas en forma de crisantemos.
Nuestras miradas se encontraron.
El tiempo se detuvo.
Lo supe instintivamente.
Tenía los mismos recuerdos que yo.
El ruido del festival se alejó.
Todo perdió color excepto ella.
Tenía que ir con ella, pensé.
Tenía que hablar con ella, pensé.
Yo decidí acercarme a ella.
Ella decidió acercarse a mí.
Sin embargo, el gentío impío nos arrastró y separo.
En un abrir y cerrar de ojos la perdí de vista.


[1] El autor crea la palabra “gioku” cambiando la primera sílaba de “ki” de “kioku”, recuerdo en japonés, por el “gi” usado en la palabra “protésico”. 
[2] La memoria explícita o declarativa almacena recuerdos que pueden ser evocados de forma consciente. Se divide en dos: episódica, que guarda los recuerdos relacionados con eventos personales, y la semántica, que contiene la información sobre conocimientos sobre la lengua y los hechos sobre el mundo.
[3] La memoria implícita, procedimental o no declarativa consiste en una serie de repertorios motores o estrategias cognitivas que generalmente pasan desapercibidos al ser llevados a cabo de modo inconsciente.
[4] El yukata, literalmente “traje de baño”, es una versión más casual y ligera del kimono utilizada en verano, además de para después del baño, también es un vestido típico y se utiliza incluso como pijama.
[5] El taiko, literalmente “gran tambor”, es un tambor japonés que se toca con baquetas de madera llamadas bachi. Su rol es acompañar, entre otros, en ceremonias religiosas, festivales, enfrentamientos bélicos y exposiciones artísticas.
[6] Los getas son sandalias de madera japonesas formadas por el cuerpo del zapato y los dientes debajo con correas que pasan entre el dedo gordo y el segundo dedo del pie. Estas sandalias son muy populares entre los practicantes de artes marciales porque permiten fortalecer sus piernas y mantener el eje del cuerpo recto, que es la posición natural adoptada por los atletas.

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1 comentarios

  1. Hola de nuevo!

    Me parece una historia muy interesante, el final me recordó un poco a "kimi no nawa" jajaja. Estaré pendiente de las actualizaciones.

    Nos leemos después!

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