2. La luz de la luciérnaga

febrero 05, 2020


II.    La luz de la luciérnaga


Durante mi juventud asumí, vagamente, que el amigo de alguien tan hueco como yo debía ser igual.  Supuse que hasta que no encontrase el ejemplo perfecto de no-tener – ni amigos, ni pareja, ni puntos fuertes, o un recuerdo nostálgico –, no habría nadie a quien llamar amigo de verdad.
Emori fue mi primer, y último, amigo. Sin embargo, a diferencia de lo que mi intuición habría jurado, era un sí-tener. Cuando le conocí ya contaba con cientos de amigos, un sinfín de experiencias románticas, dominaba tres lenguas y una de las mejores empresas del país ya le había echado el ojo. En otras palabras: era mi polo opuesto.
Nos hicimos amigos durante mi décimo sexto verano; íbamos a la misma escuela y vivíamos en el mismo edificio. Nuestras puertas estaban tan cerca, su número era el 203 y el mío el 201, que no era rara la ocasión que le veía entrar con alguna chica que cambiaba cada mes, como un reloj. Eso sí, todos sus ligues eran preciosas. De vez en cuando, también me lo encontraba por el campus con sus muchos amigos. Cuando se celebraba algún evento, solía ser el centro de atención y sólo verle de pie en el escenario era suficiente para que el resto de los alumnos aplaudiese vigorosamente. Solía sorprenderme que vidas como la suya realmente existiesen. Emori vivía en un mundo con el que yo no podía ni soñar. ¿Qué debía sentirse cuando era algo obvio que ibas a caer bien? Todavía hoy sigue siendo un misterio porqué a un chico tan popular como Emori se le antojó hacerse amigo de un marginado como yo. Tal vez fuese por intercambiar culturas, tal vez él también halló en mí un mundo qué él no podía imaginarse y decidió observarme como si de un estudio antropológico se tratase, y si ninguno de estos fueron sus motivos, tal vez el ser el único con el que podría charlar de sus secretos sin temer que los desvelase. Emori gozaba del favor de muchos, pero por la misma regla de tres, también había otros tantos que le consideraban el enemigo. Quizás yo era el compañero ideal para charlar sobre los secretos que no quería que nadie escuchase. Fuera como fuere, nos hicimos amigos, ya está. Emori se me acercó y yo, que lo tenía como alguien a quien la gente no podía rechazar, me fue imposible hacerlo. Los que nacen siendo amados, sólo atraen más amor, pensé.
No tenía nada de lo que hablar en absoluto, así que cuando estábamos juntos él era quien hablaba y yo me limitaba a prestarle atención o, si me apetecía, comentar alguna tontería. Supuse que mi carencia de substancia le decepcionaría en algún momento y acabaría alejándose de mí, pero al parecer, hemos mantenido esta relación hasta el día de hoy, incluso después de graduarnos y mudarnos.
Sería la primera vez que nos viéramos desde hacía seis meses. Emori no se molestó en llamar para preguntarme si tenía planes o algo por el estilo, simplemente, se presentó en mi casa. Cuando abrí la puerta, me saludó desenfadadamente y levantó la bolsa que llevaba con dos paquetes de seis latas de cerveza. Así, todo volvió a la rutina. En un instante, aquel periodo de seis meses desapareció. Elegí un par de aperitivos al azar para acompañar la bebida, no me quité la ropa de ir por casa y seguí en chanclas a Emori, que asintió en silencio y emprendió la marcha. No hacía falta que me dijera nada, nuestro destino era el parque infantil de la zona: un lugar desolado, cubierto de hierbajos que a lo lejos parecía un aparcamiento abandonado. Todos los juegos estaban oxidados y daba la sensación de que con sólo de tocarlos pillarías alguna enfermedad desconocida. Emborracharnos en aquel lugar donde los sueños de la infancia perecían era nuestra tradición.
La luna estaba preciosa aquella noche. En el parque sólo quedaba una farola delante de los columpios que ni siquiera alumbraba, pero gracias a la luz de la luna se podía vislumbrar las diferentes formas. Entramos saltando los arbustos y a falta de bancos usables, Emori y yo nos colocamos encima de un panda y un koala inestables respectivamente.  Cualquiera cosa era mejor que sentarse en el suelo. Abrimos las cervezas calientes y bebimos sin brindar. Esta tradición tan nuestra empezó en primero: uno de los estudiantes falleció por coma etílico lo que endureció los controles de seguridad en las tiendas. A raíz de aquello, Emori y yo pactamos que él se encargaría de conseguir el alcohol y yo los aperitivos. Sinceramente, podríamos habernos quedado bebiendo en nuestros apartamentos, pero la convicción de Emori de que la cerveza sabe mejor al aire libre nos empujó a buscar algún lugar cercano sin mirones.
–¿Cómo te va? ¿Algo interesante que contar? – Preguntó Emori sin esperar mucho.
–No, sigo viviendo como un viejo solitario. – Contesté. – ¿Y tú? ¿Algo que contar?
Él alzó la vista al cielo y reflexionó durante unos instantes.
–Han estafado a un amigo.
–¿Estafado?
Emori asintió antes de explicarse.
–Uno de esos estafadores que salen contigo, ¿sabes? De esos que usan el romance para vender cuadros, hacerte comprar pisos, cosas así. Es algo común, nada interesante, menos la versión de mi amigo.
La víctima se llamaba Okano y la estafadora, Ikeda. Cierto día, a Okano le llegó un mensaje de Ikeda diciéndole que eran compañeros de clase de primaria y preguntándole si la recordaba. A Okano, por supuesto, ni siquiera le sonaba el nombre, así que asumió que era un fraude y decidió ignorarla. Sin embargo, al día siguiente recibió otro mensaje más en el que Ikeda se disculpaba por enviar algo tan raro, que se subía por las paredes por culpa de la soledad, que entusiasmada por descubrir que un compañero vivía cerca, se armó de valor para enviar el mensajito y que no era necesario que le respondiera. Aquello conturbó a Okano hasta el punto de hacerle plantearse que quizás sí conocía a una tal Ikeda, que quizás la había olvidado, que quizás la había hecho sentir mal al ignorarla y que quizás había arrojado a la mujer a las entrañas de la soledad. Al final, terminó contestando y entablando una relación con ella. No estaba seguro de cómo o cuándo, pero también terminó enamorándose. Dos meses después, le compró un cuadro extremadamente caro e Ikeda se esfumó sin dejar rastro.
–Y Okano no es idiota. – Añadió Emori. – Estudia en una universidad prestigiosa y lee mucho. La cabeza le va rápida y no suele fiarse de nadie. Y, aun así, cayó de cuatro patas en algo tan simple. ¿Qué te parece?
–¿A lo mejor es demasiado amable?
Emori sacudió la cabeza.
–Es porque se sentía solo.
–Ah… – Pensé en ello unos segundos y asentí.
–Lo peor de todo es que Okano sigue creyendo que Ikeda iba con él a primaria. Dice que lo recuerda perfectamente.
–O sea… ¿Qué le han implantado procuerdos sin que se dé cuenta?
–No. Son demasiado caros, un estafador no se gastaría tanto, no sale rentable.
–¿Pues?
–Debe haberlos creado inconscientemente. – Dijo Emori entre risas. – Tus sentimientos pueden manipular tus recuerdos así de fácil. No hacen falta nanobots, la gente lo hace sin parar. ¿Has oído hablar del caso de Fells Acres[1], Amagai?
–No, nunca.
–En resumidas cuentas, es un ejemplo de lo poco de fiar que puede ser un testimonio. Si te preguntan sin parar si algo te ha pasado, al final, empezarás a creer que sí te ha pasado. Como Ikeda le dijo a Okano que era compañera suya tantas veces, él empezó a creérselo. A lo mejor quería que fuese cierto y eso le dio el último empujoncito para tragarse la patraña. Okano podría haber mirado la orla de primaria, pero no lo hizo. En otras palabras, lo estafaron porque él quiso.
Emori se sacó un cigarrillo del bolsillo, lo encendió y le dio una calada. Siempre había fumado la misma marca.
–Este tipo de estafas están a la orden del día y los tíos que se sienten solos son los objetivos más fáciles. Puede que tú seas el siguiente, Amagai.
–No creo.
–¿Por?
–Nunca he tenido amigos, no tengo ni un solo buen recuerdo. Intentarlo sería inútil.
–Te equivocas, Amagai. – Emori sacudió la cabeza. – No trabajan con tus recuerdos, sino con los que no tienes.

Al final, lo que nos llevamos al parque no fue suficiente, así que nos dirigimos a un pub donde parloteamos de tonterías hasta las nueve. Ya solo, los episodios se reanudaron. ¿El desencadenante? Auld Lang Syne, o mejor dicho, la versión japonesa: La Luz de la Luciérnaga.

–Llegas tarde. – Touka me habló enfurruñada cuando volví a clase después de las actividades extraescolares.
–Se ha alargado. – Expliqué. – Los de tercero están muy metidos. – Ella resopló. – Podrías haberte ido sin mí.
–No, Chihiro. – Me miró desaprobatoriamente. – Aquí es cuando dices que sientes mucho haberme hecho esperar.
–…Siento mucho haberte hecho esperar. Y gracias por esperarme.
–Buen chico. – Touka sonrió y cogió su mochila. – Venga, vámonos a casa.
Éramos los últimos en salir de clase. Comprobamos que las ventanas estuvieran cerradas, apagamos las luces y salimos al pasillo. El olor a desodorante de espray me inundó la nariz y Touka se cubrió la boca para toser. Tenía la garganta sensible, sólo de oler tabaco o del aire acondicionado ya tosía. La melodía de La Luz de la Luciérnaga sonaba para indicar el final del día y Touka se cambió los zapatos en la entrada mientras canturreaba la letra que se había inventado:
“La fulgente luciérnaga
Se desvanece en las sombras.
¡Cuán fútil y pasajera!
Como mi anhelante corazón”.
Era una letra dolorosamente trágica.
–Pensando en ello, creo que nunca le han puesto letra.
–Ya. Yo sólo sé que hay un cacho que va sobre la luz de la luciérnaga.
–Por eso critico que lo conviertas en una canción de desamor.
–Pero tú te lo aprendiste con esta letra, ¿no, Chihiro?
–Sí, aunque algún día me dé por aprenderme la letra original, seguramente me acordaré primero de la tuya cada vez que suene.
–Y de mi cara, ¿no?
–Seguramente. – Contesté, convencido de que también guardaría esta conversación en mis recuerdos.
–Este tipo de cosas son como una maldición.
–¿…Qué?
–Yasunari Kawabata[2] dijo: “cada vez que te despidas de un hombre, enséñale el nombre de una flor; las flores florecen cada año”. – Declaró Touka, orgullosa y con el dedo índice levantado. – Cada vez que escuches La Luz de la Luciérnaga me recordarás a mí y mi letra.
–Pues sí que es una maldición. – Me reí.
–Bueno, tampoco es que me esté despidiendo de ti, Chihiro. – Replicó ella, riéndose.

Sacudí la cabeza para volver a la realidad. Últimamente me acordaba mucho de Touka Natsunagi.  El motivo estaba claro: lo ocurrido en el templo. ¿Qué demonios había pasado? El yukata, las flores, el pelo, su postura, su cara… Todo era idéntico. La única diferencia era la edad. La Touka de mis procuerdos no pasaba de los quince, pero la mujer con la que me topé era más madura, como si mi amiga de la infancia hubiese crecido y aparecido ante mí. No obstante, la normativa prohibía modelar procuerdos basándote en una persona real para evitar confundir la realidad con la ficción. Por eso – analizándolo – pude descartar la idea de que Touka Natsunagi fuese una versión de la mujer que vi y rechazar la teoría de que fuese la mismísima Touka Natsunagi en persona. Supuse que podría deberse a un parecido accidental y, en realidad, el patrón del yukata era algo bastante común. Pero ¿y su reacción? Cuando nuestras miradas se encontraron ella parecía tan – si no más – sorprendida como yo. Tenía escrito por toda la cara que aquello era imposible y que no podía estar pasando. ¿Quizás una confusión? Podría ser que se diera la casualidad de que ella conociese a alguien parecido a mí y yo a alguien parecido a ella. ¿Existirían casualidades tan extremas? La explicación más simple era la siguiente: la mujer con la que me había topado era una alucinación causa del alcohol, la soledad y el ambiente del festival. Si no fuese porque tenía que dudar de mi salud mental, era la teoría perfecta. Aunque, no, tampoco hacía falta que me esforzase tanto en hallar una solución. Ya fuese una confusión o una alucinación, la solución más simple era borrar mis procuerdos. Así dejaría de confundirla o alucinar, también cesaría el tormento de recordar algo que ni siquiera existió.
Llegué a mi piso, saqué uno de los dos paquetes de Lethe que había dejado en el armario: el que servía para borrar los recuerdos de Touka Natsunagi. Me llené un vaso de agua y lo dejé en la mesa al lado del Lethe.
Estaba listo: sólo faltaba abrir el paquete, verter el contenido, mezclarlo con el agua y bebérmelo.
Extendí la mano.
Me temblaban los dedos.
¿A qué le temía? Era indoloro, insípido y tampoco me haría perder el conocimiento. Sólo iba a borrar recuerdos para volver a la normalidad. Lethe era una herramienta totalmente segura. Además, no tenía nada que perder en caso de que algo saliera mal.
Cogí el paquete.
Estaba empapado de sudores fríos.
Quizás intentar superar el miedo fisiológico con raciocinio era un error. Lo mejor sería cambiar la forma de pensar. Sólo tendría que dejar la mente en blanco durante unos segundos y todo acabaría. No me hacía falta convencerme. El mejor plan de acción era precipitarme y pasarle el marrón al yo del futuro. Lo que mejor se me daba era estar vacío, ¿no?
No obstante, cuánto más trataba de alejarme de todo, más pensamientos arremetían contra mí. Era como ensuciar más el cristal de las gafas cuando intentas limpiarlo.
Continué reflexionando durante un rato hasta que, de repente, se me ocurrió algo: aquel no era el sitio idóneo. Mi piso estaba repleto del miedo que había sentido. El suelo, las paredes, el techo, la cama, las cortinas… Todo empañado de miedo como un edificio antiguo colmado de nicotina. Cada cosa tiene su lugar. Necesitaba preparar el lugar idóneo para tomarme el Lethe. ¿Cuál sería?
La respuesta se me ocurrió inmediatamente.

*         *        *        *        *
Durante el trayecto en el bus al que me había subido después de trabajar me dediqué a inspeccionar el paquete de Lethe para matar el rato hasta llegar a mi parada que tampoco estaba lejos. Me bajé y pasé los torii[3]que marcaban la entrada al terreno sagrado del templo. El lugar estaba desierto contrastando radicalmente con la noche del festival y las luciérnagas, confundiendo el cielo nublado por el anochecer, cantaban alborotadas.
Me compré una botella de agua mineral de una de las maquinas expendedoras, me senté en uno de los escalones de piedra, comprobé que el Lethe continuaba en mi bolsillo y me encendí un cigarro para serenarme. En cuanto pisoteé la colilla para apagarla, la sirena de una ambulancia sonó a lo lejos y, impotente, me vi arrastrado al agujero de mis recuerdos una vez más.

Hacía mucho que no veía a Touka en pijama. Solíamos dormir en la casa del otro hasta que vernos en pijama o con el pelo desgreñado no era novedad, pero a partir de los once dejamos de compartir noches con tanta regularidad. Aquella era la primera vez en un año que la veía con esas pintas: vestida con un pijama blanco que le aportaban un toque frágil, como si pudieras romperla con solo rozarla. Me miré los brazos disimuladamente para confirmar la disparidad entre nuestros cuerpos que me incomodó. Los diez centímetros de diferencia o su delgadez eran pruebas de nuestra divergencia. Oculté mi inquietud y nerviosismo fingiendo interés por la habitación de hospital en la que se hallaba y en los regalos que le habían dado – claro que, aquella era una habitación del montón, nada destacable. Había cuatro camas, aunque por el momento no compartía el cuarto con nadie, paredes blancas, cortinas transparentes…
–El médico dice que puede sea por la presión del aire. – Oteó la ventana como para comprobar el tiempo. – Bueno, se acerca un tifón, ¿no? Se ve que he tenido un ataque porque la presión cae en picado.
Rememoré el accidente del día anterior. Eran las cuatro de la tarde y Touka todavía no se había subido a hacer los deberes a mi habitación, así que decidí ir a ver si estaba en la de al lado. Allí, me la encontré en el suelo, agazapada, inmóvil y con síntomas de cianosis por los que adiviné rápidamente que se trataba de un ataque de asma. El inhalador resultó inútil, su respiración no se estabilizó y, en pánico, llamé a una ambulancia. El ataque fue tan grave que la dejó al borde de un falló respiratorio.
–¿Ya no te duele respirar? – Pregunté.
–No, ya no. Me he tenido que quedar en el hospital por si me da otro, pero no me encuentro mal ni nada. – Sonaba débil, pero estaba contenta como siempre.
¿Quizás se estaba forzando a hablar? A lo mejor era porque yo estaba ahí, pero si le inquiría le obligaría a mostrarse más creíble. Acallé mi dilema acercando la silla a la cama para poder ahorrarle el tener que gritar tanto.
–Pensaba que te morías.
–Y yo. – Touka rio como si el tema no fuera con ella. – Menos mal que fuiste rápido, Chihiro. Mi médico te elogio, dice que fue lo más sensato.
–Es porque estoy acostumbrado a que tengas ataques, Touka. – Contesté, bruscamente.
–Gracias por salvarme.
–De nada.
Rompí el corto silencio que siguió a nuestra pequeña charla con una pregunta.
–¿…Tiene cura?
Ella apretó los labios y ladeó la cabeza.
–No sé. Algunos lo superan al crecer, pero otros siguen teniendo ataques de adulto.
–¿Eh?
–Por cierto… – Cambió de tema a propósito. – Chihiro, eres como un médico. Sabes mucho sobre todas estas cosas.
–No, es que había leído un par de cosas de pura casualidad.
–No, lo buscaste por mí, ¿a qué sí? – Volvió a inclinar la cabeza acompañada de su melena para mirarme desde abajo.
–Sí, me sabría mal que te murieras delante de mí.
–Pues sí que sería fuerte, sí. – Soltó una risita deshonesta que me hizo lamentar mi falta de tacto al contestar. – Hacía mucho que no me llevabas en brazos como si fuera un bebé. – Bromeó. – Me cogiste como si nada.
–No se me ocurrió otra manera.
–Vaya, vaya… Pues si vas a hacerlo cada vez que me dé un ataque, a lo mejor el asma no es tan mala…
Le di un golpecito por molestarme y Touka levantó la cabeza dramáticamente.
–No lo vuelvas a hacer. Casi me muero.
Hubo una extraña pausa entre ambos, entonces, la expresión pasmada de Touka se transformó gradualmente en una media sonrisa socarrona.
–Perdona, perdona. Déjame que lo arregle, – se corrigió. – no me gustan los ataques de asma, pero me gustó que me tocases, Chihiro.
–Bueno, pues ponte buena pronto.
–Sí, – asintió. – perdona por preocuparte.
–No pasa nada. – Contesté secamente siendo plenamente consciente de lo rojo que me estaba poniendo.

Una sensación fría en el cuello me hizo volver en mí. Instantes después de palparme la nuca mojada descubrí los puntitos oscuros que fueron apareciendo progresivamente sobre las escaleras de piedra.
Una ráfaga tormentosa asaltó el área.
Empezó a llover.
¿Cómo iba a usar el Lethe con la que estaba cayendo? Fue como si me hubieran salvado.
Había conseguido una excusa para volver a casa sin haber hecho nada.
Me levanté apoyándome en mis propias rodillas y bajé las escaleras mientras se me deshacía el nudo de la garganta.
Lo primero era volver a casa, todo lo demás podía esperar. Evidentemente, aquel no era el día de borrar mis procuerdos.
Me resguardé de la lluvia, que no aminoraba, bajo el toldo de una tienda que había cerca de la parada de bus durante los cinco minutos que tardó en llegar el vehículo donde la humedad se había apoderado del aire y cuyos suelos se habían empapado por los paraguas de otros pasajeros. Me senté para el final, a la derecha, y suspiré aliviado. Debía de celebrarse algún festival aquel día también porque al mirar por la ventana reparé en una chica mohína en yukata contemplando los cielos. Quizás estaba preguntándose cuánto pararía, lamentándose por haberse fastidiado el modelito nuevo o por su mala suerte, y anhelando que no cancelasen el festival.
El bus emprendió la marcha.
–Menuda has liado…– Dijo alguien.
Había pasado algo por alto. Froté la ventana y estudié a la chica otra vez: morena con el pelo hasta los omóplatos, piel nívea que destacaba sobre el yukata azul oscuro con un trabajado patrón de fuegos artificiales, y un crisantemo en la melena. Inconscientemente apreté el botón de parada y esperé cinco minutos eternos. Entonces, me bajé del bus, corrí tan rápido como pude, me tragué el sinfín de preguntas que me rondaban la cabeza y esprinté bajo la tormenta juzgado por los demás transeúntes. Corrí tantísimo que por un momento creí que me explotaría el pulmón. ¿Cuándo había sido la última vez que corrí por mi vida? Por lo menos no desde entrar a la universidad – tampoco me habían dado motivos. ¿Tal vez durante educación física en el instituto? No, no hicimos carreras… ¿Creo? Además, nunca me esforcé ni en el béisbol, ni en las pruebas físicas. ¿Acaso recordaba haberlo hecho jamás…?
Evidentemente, lo primero que me vino a la cabeza fue un procuerdo del instituto, de tercero.

Llevaba deprimido una semana antes de la carrera y no por no ser buen atleta – de hecho, el serlo había resultado catastrófico. Me habían elegido para participar en la carrera de relevos por error en las votaciones de clase y yo, demasiado cobarde como para negarme, ahora estaba atrapado en un rol importante para el que ni siquiera entrené o me preparé del que quería escapar.
Nunca me quejaba delante de Touka, pero siempre había una primera vez y esta fue la oportunidad perfecta.
–Sinceramente, me quiero ir a mi casa. – Le comenté en clase. – La presión de poderles joder los recuerdos de la carrera a mis compañeros me puede.
Touka me dio una palmadita juguetona en el hombro y me dijo con cara de buena:
–¿Y a ti qué te importan esos? Si vas a correr por alguien, que sea por mí.
Touka jamás había podido correr dándolo todo por el asma. Las clases de educación física, para ella, consistían en sentarse a mirar y los eventos deportivos quedaban fuera de su alcance. Que me dijera que corriese por ella me pareció especial y sin cargas. Tenía razón, ¿a qué le temía? Touka era lo más importante para mí y ella no iba a decepcionarse pasase lo que pasase. De hecho, estaba seguro de que me haría la ola perdiese o ganase.
Me quitó un peso de encima. Conseguí adelantar a dos, quedé primero y me desmayé mientras volvía con el resto de la clase. Recuerdo estar en la cama con Touka a mi lado elogiándome sin parar antes de quedarme dormido por agotamiento.
Cuando volví a despertar ya estaba oscuro.
–¿Nos vamos a casa? – Me preguntó Touka sonriendo desde el lado de la cama.

Volví a la realidad decepcionado conmigo mismo por no tener una vida propia. Al ritmo al que íbamos todos mis recuerdos se convertirían en procuerdos.
Vi a un yukata azul marino y, a la vez, como un bus se acercaba a la parada. Exprimí las últimas reservas de energía para correr hasta la mujer, sin embargo, mi vida sedentaria me pasó factura. No había hecho ejercicio desde el instituto, así que las piernas me fallaron, se me dispararon los latidos, me entró flato y se me nubló la vista. Si no fuese porque el conductor se apiadó de mí – un joven corriendo bajo el diluvio sin paraguas – y me esperó. No me dirigí a la mujer en cuanto me subí al autobús, en su lugar, me agarré al pretil y recuperé el aliento. Empapado, el corazón me latía como loco, tenía calor, me hervía la sangre y me fallaban las piernas. Ya descansado, alcé la mirada y – evidentemente – ella seguía ahí. Estaba sentada al final del todo y contemplaba el paisaje, inquieta. Me acerqué con el corazón alborotado, alborotado por la adrenalina, sintiéndome capaz de hablarle sin calcular qué decir.
–Perdona… – Llamé después de haber cogido aire.
No necesité nada más; la magia del verano se hizo añicos de inmediato.
–¿…Qué? – Me preguntó, con aire vacilante.
No se parecía nada a ella. Lo único en común eran la figura y el pelo, lo demás no se parecía en lo más remoto a Touka Natsunagi – fue como una trampa. Cuánto más me la miraba, más diferentes las veía. No poseía ni una pizca de la gracia y delicadeza de la mujer que vi en el templo. ¿Cómo las había podido confundir?
–Oye, ¿necesitas algo? – Inquirió la falsa Touka aprensivamente.
Me percaté de que llevaba unos minutos estudiándole la cara. Tenía que tranquilizarme, esa mujer no me había hecho nada. Yo soy quien la había confundido con un personaje de un procuerdo porque iban vestidas igual. Sí, yo fui quien se equivocó. Lo sé, pero aun así me enfurecí. No me lo podía creer; la ira se apoderó de mí como un mucus negro por mi pecho. Era posible que fuera la primera vez que me enfadaba tanto. Apreté el pretil con más fuerza. Mi cabeza se me llenó de insultos: ¿cómo se había atrevido a darme falsas esperanzas? ¿Por qué iba vestida así? ¡Una mujer como esa debería tener prohibido ir así! ¡No le llegaba ni a la altura de los zapatos a Touka Natsunagi!
Me aguanté, me disculpé educadamente y me bajé en la siguiente parada para escapar. Vagué por la lluvia hasta que decidí resguardarme en un pub y ahogar mis penas en cerveza.
Lo admitiría: estaba enamorado de Touka Natsunagi y la anhelaba hasta el punto de encontrarle parecidos con ella a desconocidos. ¿Y qué tenía de malo? Un ingeniero había diseñado a Touka Natsunagi para que satisficiera todos mis requisitos como aquel que se compra un traje a medida; era imposible no enamorarme. Lo extraño sería no haberlo hecho.
Admitirlo me hizo sentir mejor y gracias a eso disfruté mucho más de la bebida… hasta pasarme. Las horas transcurrieron rápidas entre mis viajes al baño a vomitar todo lo ingerido mezclado con jugos gástricos. Me echaron del bar todavía grogui. Emprendí mi marcha de vuelta a casa a pata porque el último tren había pasado hacía horas y no me quedaba suficiente dinero para un taxi.
Por el camino escuché La Luz de la Luciérnaga y balbuceé la letra de Touka sin querer. 

*         *        *        *        *

Enamorarse de alguien real también es vacuo en cierta manera. Yo tampoco no existo; casi ninguna de las chicas que he conocido me han visto como un posible novio – la mayoría ni recordaban cómo me llamo. El problema iba más allá de gustar o no gustar: ni siquiera pertenecía a su universo, era una piedra más por el camino y viceversa.
Que una persona real ame a alguien que no existe es vacuo de la misma manera que lo es que una persona inexistente ame a alguien real. Es pura futilidad.
El amor sólo es posible entre personas que existen.

*         *        *        *        *

Llegué a casa al alba jurando que no bebería más perfectamente a sabiendas de que en dos días volvería a la carga. Las lecciones que aprende el que bebe para olvidar sus penas y el que tiene resaca son diferentes: el primero aprende la alegría de beber, mientras que el segundo aprende de su amargura.
El barrio parecía desierto a esas horas de la mañana. El gato callejero que solía tumbar por las calles en busca de comida debió reconocer lo debilitado que estaba porque no mostró ningún signo de cautela. Conseguí tambalearme escalera arriba hasta mi puerta, pesqué las llaves del bolsillo y concentré toda mi atención y esfuerzo a poder girarla dentro de la cerradura.
La puerta del piso de al lado – 202 – se abrió a la vez que la mía. Nunca había visto a mi vecina que resultó ser una mujer de unos diecisiete a unos veinte años vestida para ir a comprarse algún antojo a la tiendecita. El viento jugueteó con su largo cabello negro y el tiempo se detuvo. Ambos nos quedamos pegados al suelo: ella cerrando su puerta y yo abriendo la mía.
Lo supe a pesar de que no llevaba yukata o un crisantemo en el pelo. Nos miramos el uno al otro durante un buen rato.
–¿…Chihiro? – Me llamó.
–¿…Touka? – La llamé.

Tenía una amiga de la infancia a la que no había visto nunca. Nunca le había visto la cara, nunca la había oído hablar, nunca la había tocado y, a pesar de ello, sabía del encanto de sus rasgos, sabía de la dulzura de su voz, sabía del calor de sus manos.
La magia de verano todavía funcionaba.


[1] Gerald Amirault, su madre y su hermana fueron acusados de abuso sexual y violación a los niños de la guardería Fells Acres en base a los testimonios de los mismos niños. Sin embargo, los niños que inicialmente negaron todos los cargos empezaron a confesar aquello que en un principio negaban tras largas sesiones de interrogatorios intensivos.
[2] Escritor japonés ganador del premio Nobel de Literatura en 1968. Fue sobre todo un refinado transmisor de atmósferas y emociones, que plasmó con un lenguaje de singular belleza lírica. Sus temas intimistas, a menudo amorosos, son exploraciones de la soledad y de las delicadas relaciones del individuo con los otros y con la naturaleza.
[3] Arcos situados a la entrada de los santuarios sintoístas que simbolizan la entrada al mundo espiritual indicando la separación de lo sagrado y lo profano.

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