1. Indigna

marzo 03, 2020


–¿Eres la princesa?
–Yo… Yo… ¡Ah!
El caballero del Imperio Nosteros atravesó el cuerpo de la mujer a la que acababa de decapitar con su espada ensangrentada.
A Beatrice. que observó la espeluznante escena en silencio oculta tras una columna, le fallaron las piernas y apretujó todavía más la mano que mantenía en el pecho. Aunque no era la primera vez en su vida que veía a alguien perder la vida, sí que era la primera que veía a alguien matar a alguien a propósito. Aquel hombre la estaba buscando a ella – la princesa de cabellos azabache considerada indigna de palacio. El miedo se apoderó de su corazón mientras que las palabras del caballero aún le pitaban los oídos. ¿Era el final?
Aquella era la segunda vida de Beatrice, aunque jamás le había confesado su secreto a nadie, ¿quién la creería? Después de vivir veinticinco años en otro mundo, se reencarnó en este dónde habitó entre esclavos hasta hacía apenas dos años, cuando la convirtieron en la princesa Beatrice de El Pasa.
La joven reflexionó sobre los drásticos cambios que había experimentado en tan poco tiempo y lo rápido que todo quedaría reducido a nada. No obstante, – pensó con amargura – no le importaba demasiado morir; su vida ya había terminado el día que la casaron con Gilbert. Sus veintitrés años como esclava habían sido, indudablemente, un campo de rosas en comparación con sus dos años de princesa.
 Había decidido visitar el palacio bajo el pretexto de celebrar su cumpleaños durante unos días, cuando despertó en pleno caos. Las fuerzas del Imperio Nosteros habían invadido El Pasa y asesinado a su padre, el rey, y a la reina. Tampoco le perdonaron la vida a ninguna de sus medio-hermanas, las princesas, a excepción de Alicia, la primogénita, que había conseguido huir. Todo sería en vano, los invasores pensaban acabar con toda su extirpe – ella misma incluida. Beatrice no tenía a donde ir; la columna no era el mejor de los escondrijos y el resto del palacio ya estaba plagado de soldados. ¿Para qué prolongar la agonía? Cogiendo aire, se dejó ver. Los fieros soldados no cesarían sus encarnizadas fechorías hasta que apareciese y se rehusaba a ser testigo de las muertes de más sirvientes por su cobardía.
–Yo soy la princesa Beatrice. – Sorprendentemente, su voz sonó tranquila.
De pie ante la espada y la pared hasta su voz no le parecía propia. El soldado posó la mirada en ella con una mueca satisfecha. Era el mismo que acababa de asesinar a Blair, una de las criadas. Avanzó lentamente hasta ella descansando la espada arrogantemente sobre los hombros.
–¿Qué prefieres, vivir o morir? Aunque no creo que tengas muchas ganas de vivir ahora que tu marido te ha vendido a ti y tu reino. – Comentó el pelirrojo. – Vaya.
El resto de los soldados que los rodeaban resoplaron y rieron expectantes. La traición de su marido les debía parecer la mejor de las comedias.
–Preferiría… vivir. Pero si me vas a matar, cuélgame ya y perdónales la vida a los criados y sirvientes. Son inocentes.
Las criadas que la habían servido durante esos años entre nobleza no merecían sufrir el mismo destino que ella, que debía cargar con las consecuencias de la increíble codicia de su esposo. En su vida anterior había muerto atropellada por un camionero borracho y se le había otorgado una segunda oportunidad, sin embargo, si tuviese que cargar con la culpa de la muerte de tantos inocentes prefería no volver a reencarnarse nunca más.
–¡Ja! ¡Menuda sorpresa! ¡La princesita quiere seguir viviendo, aunque su marido la ha vendido como si fuera un mueble más! – El soldado estalló en sonoras carcajadas.
Beatrice permaneció serena ante las burlas, apretando los puños.
–Mi señor.
Justo en ese momento, el pelirrojo miró detrás de él y se tensó. Entre la multitud un hombre imponente se hizo paso junto a su propio pelotón. Vestido con una capa negra y dorada exquisitamente decorada y una armadura impenetrable manchada de sangre que contradecía su porte aristócrata. Era otro asesino.
–¿Qué hacemos con la princesita que quiere vivir? – Le preguntó el pelirrojo al hombre de clara autoridad haciendo gala de su mayor respeto.
El cambio de actitud de los presentes ayudó a Beatrice a darse cuenta de quién tenía ante ella: Alexandro Graham, el comandante de los caballeros del Imperio Nostero. Erguido como un muro – alto e imponente, su mirada glaciar la hicieron estremecer y, a pesar de la pesada armadura, era evidente que el varón poseía un cuerpo musculoso y fuerte.
–Matadla. – Contestó, despreocupadamente.
Alexandro dio la orden sin pararse a pensar, como ansioso por abandonar aquel lugar. El giro de los acontecimientos había sido bastante molesto. Gilbert, el marido de Beatrice y el mismísimo traidor que había osado tirar al pozo a su patria, parecía disfrutar de poner a prueba su paciencia. La estupefacta mujercita de esa rata – ahora princesa heredera al ser la última con vida – no estaba al tanto de ninguno de los pactos entre Gilbert y el Imperio.
–Después, colgad su cabeza en los muros del castillo. – Alexandro poco entendía de empatía. Lo único que quería era zanjar el asunto cuanto antes y regresar al Imperio para darse un baño relajante. El hedor de la sangre le disgustaba; no se conseguiría acostumbrar jamás.
–Pero, señor, ¿no sería mejor mantenerla con vida? Es la esposa de Gilbert, podríamos hacerla nuestra rehén y si luego no sirve para nada, siempre estaríamos a tiempo de matarla. – Sugirió Evan, el hombre de confianza de Alexandro. Un estratega reservado que sólo pronunciaba palabras sabias.
Alexandro repasó a la menuda princesa con la mirada: ojos y melena negra que no encajaba con el rubio platino característicos de la monarquía de El Pasa por lo que, aunque años más tarde regresase para reclamar el trono, se le negaría el derecho que simbolizaba el color de pelo ancestral. Pesé a ello, la sangre real seguía corriendo por sus venas. Alexandro continuó estudiando a la joven con indiferencia unos segundos más antes de dar media vuelta. Era menor que las criadas, pero se mostraba tranquila. De hecho, lo único que delataba su miedo hacia él era el traqueteo de los dedos. ¿Quién no le temería? Aquella chiquilla era igual que sus hermanas – cuya sangre teñía el suelo de sus aposentos en esos momentos. Era la única bastarda, hija de una criada extranjera, indigna de este palacio. Aunque Beatrice diese a luz a un varón El Pasa no lo reconocería como legítimo heredero. La muchacha tuvo suerte de ser la última. Alexandro se rehusó a quedarse un solo minuto más allí y dejó a cargo a Evan.
–Apresad a la princesa y llevaos a los criados y esclavos. – Ordenó Evan. – Deshaceros del resto.

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