–Creo que me iré de viaje. – me dije a mí mismo.

No hubo ninguna razón en particular. No es que me pelease con mi jefe, me hubieran roto el corazón o estuviera hasta el cuello de deudas. No era nada por el estilo.

No encontré un coche que me gustase mucho, ni alguien me dio su cámara vieja, tampoco me topé con una pequeña tienda de campaña en mi armario o arreglé mi querida bicicleta que había usado durante tantos años o el último libro de mi serie favorita. Ninguna de estas cosas fue la razón por la que decidí irme de viaje, pero quizás me dieron un empujoncito.

No es que hubiera algún sitio al que quisiera ir. Dicho de otro modo: no tenía lugar de destino. Tampoco iba en busca de algo, ni de mí mismo.

Simplemente me iría de aquí a algún otro sitio, y desde allí a otro sitio distinto. De un sitio que no es aquí a algún sitio que no es ahí.

Todo esto me pasó por la cabeza cuando me desperté por la mañana y miré el techo borroso.

–Creo que me iré de viaje. – me dije a mí mismo.