Capítulo 20: La pareja ducal (parte 8)

mayo 20, 2018


Sintió como si le acabasen de tirar un cubo de agua fría. No, peor aún. Se sentía cubierto de algo asqueroso.
Me siento sucio.
No había mejores palabras para describir sus sentimientos. No era molestia, sino la misma incomodidad que cuando pisas un charco de barro con el pie desnudo. No, se parecía a eso; era como si un enemigo le hubiese pillado desprevenido a pesar de haberle estado esperando. No, tampoco era eso… Intentó traducir su ansiedad, pero no lo consiguió.
Lucia se lo miró con cierta sospecha, pero Hugo necesitaba más tiempo para pensar.
‒¿Te gustan las flores?
‒Más que las flores, lo que me hace feliz es que me las hayas regalado tú.  ‒La expresión de la muchacha relucía de alegría. Como si hubiese aceptado el significado de las flores.
No obstante, Hugo no se atrevía a preguntar porque de hacerlo, su esposa se enteraría de que sólo había sido un regalo más, nada especial, y se decepcionaría.
‒Me alegra que te gusten.
Escondió su inquietud y respondió con tranquilidad, pero empezó a guardarle rencor a Jerome. ¿Por qué rosas de todas las flores? Era lo único que veía a pesar de que la terraza estaba repleta de todo tipo de flores.
Hugo bajó la cabeza y la envolvió con sus brazos. Lucia soltó un chillido de sorpresa.
‒¿Mi señor…?
‒Un momento.
Hugo empezó a reflexionar en lo que ella se revolvía y se rendía a su abrazo. Notando la calidez de sus brazos, exploró sus recuerdos.
Amarilla. Sí. Era una rosa amarilla.
Al principio, ver las rosas le había sobresaltado, pero poco después consiguió recuperar la racionalidad. Y para su alivio, no había ninguna rosa amarilla a la vista como las que hacía enviar a las mujeres como regalo de despedida.
En realidad, Hugo jamás se había preocupado por conocer los detalles de la rosa que Jerome enviaba, ni siquiera se preocupó por enterarse de que se enviaban rosas, todo lo que hizo en su momento fue ordenar a su mayordomo que se ocupase del asunto. Pero un día, de repente, una de las rechazadas se plantó ante él y le arrojó un ramo de rosas amarillas. Hugo reparó en el mal carácter de la joven y fue entonces cuando descubrió lo de las rosas amarillas. Nunca preguntó más allá, tampoco se molestó en saber por qué una rosa amarilla de todas las flores, sin embargo, le dio el visto bueno y le animó a continuar con ello.
¿Sabe que la rosa es amarilla?
Por mucho que rebuscase en sus recuerdos sobre el día en el que se firmó el contrato, no encontraba nada relacionado con la rosa.
Amarilla.
Llegó a la conclusión que había malinterpretado sus palabras. Con un problema menos, Hugo repasó las condiciones a las que accedió aquel día y se topó con dos de las que añadió: darle libertad absoluta con su vida y no enamorarse de él.
Seré gilipollas.
¿Por qué había añadido una condición tan inútil? En un principio no habría modificado nada de los documentos del contrato si no fuese por cómo se había enfrentado a él. La libertad para hacer lo que le viniese en gana no era nada del otro mundo, ¿para qué buscar más mujeres estando casado? Qué pereza.
“Jamás me enamoraré de usted, señor”, aquí estaba el problema. Sintió como si algo le hubiese golpeado el corazón y se le hizo un nudo en la garganta.
Su afirmación estaba protegida por dos escudos, pues inmediatamente después, su esposa le había pedido que, si llegaba algún día en el que la viera incapaz de controlar sus emociones, le enviase una rosa.
Y pensar que al principio le había parecido una cláusula del contrato maravillosa.
Es que hay que ser gilipollas.
Nunca se había gustado a sí mismo, pero sólo porque le disgustaba; jamás se había considerado un imbécil. De hecho, presumía de cerebro y cuerpo, sin embargo, en esos momentos toda su seguridad se estaba haciendo añicos.
Caray, qué calor.
Ella se retorcía en sus brazos y, cuando él dejó de usar fuerza, ella consiguió apartarle con ambas manos. Suspiró al notar el aire fresco sobre su piel. Hugo bajó la vista y se la quedó mirando como anonadado.
Esta mujer no me ama.
En el pasado habría estado agradecido de que fuera así. El amor de una mujer es molesto. Le entregaban su corazón, que él no quería, y luego le perseguían exigiéndole que les correspondiese a pesar de que todo lo que querían de él era su poder. Las mujeres amaban su poder y su riqueza. Todas y cada una amaban al poderoso duque Hugo, no al Hugh que no contaba con nada bajo su firma. Y había creído que Lucia era igual, otra mujer más que quería al duque. No obstante, esa convicción fue desapareciendo lentamente cuando la muchacha no mostró en ningún momento interés por su riqueza o su poder.  Aunque no podía estar seguro, muchos eran capaces de esconder sus motivos durante años y no llevaban casados el suficiente tiempo. Eso es lo que su cabeza le advertía, pero ¿por qué su corazón no dejaba de decirle que ella era diferente?
¿Quiero que se aferre a mí…? ¿Cómo las otras? ¿Por qué?
Era un misterio indescifrable.
Y si se aferra a mí… ¿Qué haré?
En ese caso habría una brecha en el contrato, pero… ¿Y si el contrato no tuviese validez?
Se le dilataron las pupilas. Los documentos de su contrato no podían considerarse legalmente válidos, tampoco se estipulaba que los afectados no pudiesen renunciar al contrato si no se cumplían las condiciones. Tampoco ponía nada sobre divorciarse.
¿Una rosa? ¿Qué más da? ¿Y si no las vuelvo a enviar? ¿Y si lo vuelvo a hacer?
La mirada de ella se iba tornando más inquisitiva mientras que él la estudiaba. Esta joven era su esposa, su mujer y nadie podía discutírselo. Desde que habían firmado los documentos maritales estaba totalmente ligada a él.
Esta mujer es mía.
Su conclusión le dejó muy satisfecho. El amor no importaba. Ella no podría escapar de sus zarpas. En su corazón estaba empezando a florecer la obsesión y la posesividad.
‒¿Ha pasado algo en la reunión? ‒ Preguntó Lucia incapaz de adivinar qué le preocupaba.
Sabía que siendo la personalidad que era y gobernando un territorio tan amplio y vasto, era imposible que no hubiera conflictos de vez en cuando, pero tampoco podía imaginarse a su marido, con lo capaz que era, teniendo problemas.
La verdad era que Lucia estaba un poco enfurruñada. Hubiese sido mejor que no le regalase nada si al final se lo iba a preparar Jerome. Sin embargo, según el mayordomo su marido había estado pensando qué darle y la muchacha decidió creérselo. Además, las nobles le habían dado buenos consejos aquella tarde.
“Los hombres son simples. No hace falta pensar mucho con ellos. Aunque tu marido te dé una flor, aunque sea una tontería y haya miles de mejores opciones, lo mejor es saltar a sus brazos y agradecérselo. Si hay pasión será arrollador”, le había dicho una.
“Si quieres regalos, hay que fingir que te encantan y soltarle de vez en cuando algo como: ¡qué bien lo has hecho, cariño!”, le había asegurado otra.
Había aprendido a gobernar a su marido y a convivir con él.
Lucia se había sentado entre las risas y las conversaciones para anotar mentalmente toda la información útil, aunque en realidad no había tenido intención alguna de seguir los consejos de aquellas mujeres. No hasta que había saltado a los brazos de Hugo y le había abrazado.
‒No ha pasado nada. Me has dicho que te ha gustado el regalo, ¿no? ‒ La mirada de Hugo era intensa.
‒Sí… ‒ Musitó Lucia mientras Hugo volvía a rodearla por la cintura.
‒Si te han gustado, devuélveme el favor.
Qué poca vergüenza tiene este hombre, de verdad.
A pesar de que no había sido él quien había hecho el regalo… ¡Qué poca consciencia!
Consideró chivarse, pero como no quería causarle problemas al mayordomo, decidió dejarlo pasar.
‒¿Qué te gustaría?
‒¿Puedo pedir lo que quiera?
‒Si puedo hacerlo, sí. ‒ Hugo se inclinó y le susurró algo al oído. Lucia se sonrojó. ‒ ¡Ni hablar!
‒No será mucho rato. ‒ Le rozó los labios con los suyos.
‒Ya casi es la hora de cenar.
‒Acabaré antes.
‒No te creo. ‒ Repuso Lucia resistiéndose a los besos de él.
‒Como te gusta decir eso. ¿Por qué tengo tan poca credibilidad?
‒¡Piensa un poquito!
Cada vez que estaban en la cama Hugo le pedía “una vez más” o le prometía que esa vez sería “la última”, y ella, creyendo que no volvería a engañarla, acababa cayendo en la trampa sin que a él le importasen sus quejas.
Hugo la levantó por los muslos, sujetándola por debajo de la falda. Era como si se la hubiese enrollado a la cintura, de cara él.
Si no estuviesen vestidos sería la misma posición que cando yacían juntos y, de hecho, Lucia notaba la excitación del miembro de su marido en esos momentos.
‒¿Y si viene alguien?
‒Mi mayordomo tiene tacto. No creo que pase nadie por aquí.
‒¡Eso es peor!
Lucia se mordió los labios sin saber qué hacer. Mientras tantos, Hugo ya había deslizado una de las manos por debajo de su falda y la estaba manoseando mientras que le aguantaba el cuello por la otra.
‒Primero quería hacerlo en el jardín, ‒ comentó mordiéndole el lóbulo de la oreja. ‒ pero con el tiempo que hace, seguro que habrá muchos bichos. Además, si te desmayas mientras lo hacemos será difícil… Espera, no. Eso da igual. Aunque no haya bichos, tú-…
‒Si dices algo más te arranco los labios de un mordisco.
‒Sí, mi señora. ‒ Respondió él con una risita.
Le besó el contorno de los ojos mientras ella le juzgaba con la mirada. Hugo se tragó los labios rojos de su esposa y gozo del dulce aroma de la muchacha mientras se movía para disfrutar del tiempo que le estaba ofreciendo. Sin embargo, una vez más, no cumplió su promesa de acabar antes de cenar.

*         *        *        *        *

Jerome le dejó el té vespertino sobre el escritorio de su oficina y se dispuso a marcharse cuando Hugo empezó a hablar.
‒A partir de ahora ‒ Jerome se detuvo, se dio la vuelta y volvió a acercarse al escritorio para escuchar atentamente las palabras de su señor. ‒ me da igual qué flores quieras usar, pero que no sean rosas. Haz lo que te parezca, pero no quiero ver más esa flor.
Jerome no acababa de comprender lo que quería Hugo, pero aceptó. Se preguntó si tal vez su señora se había ofendido el día anterior por el regalo que había enviado, pero viendo el buen humor que gastaba la pareja, no debía tratarse de eso. De repente, recordó algo cuando hizo ademán de irse.
‒Mi señor, el otro día la señora me preguntó si había enviado una rosa amarilla.
La mano de Hugo se quedó inmóvil sobre el papel que estaba firmando, dejando una enorme mancha de tinta sobre el documento. Frunció el ceño y lo hizo a un lado.
‒¿Y bien?
‒La señora me preguntó si la señorita Lawrence había sido la última en recibir una rosa amarilla y… le dije que sí.
A Hugo se le había olvidado que Lucia había sido testigo de su ruptura con Sophia Lawrence. Aunque sería más adecuado decir que no se había preocupado por ello. Ahora empezaba a comprender por qué le veía como a un villano sin escrúpulos.
‒Y…
‒¿Hay más? ‒ La voz de Hugo se volvió más grave. Tal vez por el ambiente.
Jerome no se atrevía a mirarle a la cara.
‒Mi señora me preguntó por qué la Condesa Falcon no había sido la última y le contesté que es porque usted no me lo ha ordenado.
Hugo parecía tranquilo por fuera, pero apretaba la pluma muchísimo.
‒¿Qué se supone que voy a hacer si le dices esas cosas? ‒ Se tragó los gritos. Su capaz mayordomo siempre era un inútil en este tipo de situaciones. ‒ Envíala. La rosa.
‒¿Se refiere a la Condesa?
‒Envíala hoy mismo. Ahora mismo.
‒Sí, señor. Oh, y otra cosa-…
‒¿Por qué hay tantas cosas? ‒ Repuso Hugo.
Sólo había querido avisar a su mayordomo del cambio, no darle una oportunidad para que le avisase de todos los problemas de golpe.
‒La doctora de mi señora dijo que usted debía contenerse y no visitar a la señora de noche…
‒¿Qué? ¿A ella qué más le da?
‒Dijo que era por su salud y que cada cinco días hay que dejarla descansar.
La salud de su esposa era algo con lo que no pensaba jugar y, la realidad de las cosas es que Lucia era menuda y frágil. Mentalmente era fuerte, pero si enfermase supondría un grave problema y había estado yendo a visitarla cada día durante más de un mes.
Una vez cada cinco días.
Hugo se deprimió.

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