Capítulo 30: Damian (parte 2)

julio 03, 2018


Un carruaje negro azabache recorría las calles de Roam. Era un coche de madera negra con el emblema de un león negro. Tan fascinante era que las gentes dejaban de hacer lo que fuese que estuviesen haciendo en el momento para admirarlo. La madera negra era tan fuerte como el acero y se decía que lo habían usado antaño para el ejército. No obstante, la alta mortalidad de los leñadores que trabajaban la madera negra era tan alta que el precio del material ya superaba al oro.
Hugo había hecho construir ese carruaje con madera negra por la seguridad de su esposa, Lucia.
Los pueblerinos ignoraban quién viajaba en el carruaje que pasaba de largo, de hecho, la gran mayoría no podía ni imaginárselo porque los que solían llevar unos coches de esa categoría solían ser altos cargos.
Cuando el coche cruzó el puente y entró por los portones, se escuchó el sonido de una corneta. El carruaje tirado por un corcel negro se detuvo ante las puertas de una de las torres más remotas del castillo de Roam y todo un séquito de sirvientes se posicionaron ante el vehículo para darle la bienvenida a su señora.

‒¿Se lo ha pasado bien, señora? ‒ Preguntó Jerome.
Tras una salida para montar, Lucia solía bañarse y sentarse en la salita para disfrutar de uno de los tés aromáticos de Jerome.
‒Sí. Emily es un encanto, me ha hecho mucho caso.
Su caballo, Emily, era una yegua adiestrada que Hugo le había regalado. Lucia no sabía mucho de caballos, pero adivinaba que era un buen ejemplar a juzgar por su apariencia brillante.
‒¿Cómo no iba a hacerlo? Emily es irremplazable, es muy cara.
‒Sí, eso parece.
Hablar del dinero que había costado un regalo de su señor no era adecuado, por lo que Jerome no entró en detalles. Lucia tampoco preguntó, el simple hecho de que Hugo hubiese pensado en ella y le hubiese regalado algo ya la contentaba.
Le echo de menos…
‒¿Cuándo va a volver?
‒¿Perdone? Ah… No estoy seguro, pero puede ser que tarde. Creo que tardará un mes o así.
‒¿Un mes…? ¿Qué está pasando? Sé que va a mirar el terreno, pero…‒ Lucia empezaba a interesarse por sus actividades.
‒El señor lo hace cada año; tiene algo que ver con el feudo y también con otras tantas cosas. ‒ Jerome trató de enfatizar que su señor sólo salía por trabajo. Aún no sabía nada de la reconciliación de la pareja. ‒ Usted ya sabe lo cerca que está el territorio norte de los bárbaros. De vez en cuando cruzar la frontera para rebelarse y mi señor los subyuga para mantenerlos a raya.
‒Entonces, ¿se va cada año por la misma temporada?
‒Este año ha ido antes. Normalmente parte a principios de invierno. He oído que había llegado una orden porque cada vez los motines son más frecuentes.
‒Los habitantes del norte deben vivir en un suplicio…
‒Si no viven cerca de la frontera, no creo. Es diferente a lo que parece.
Lucia asintió con la cabeza, le dio un sorbo a su té y exclamó:
‒¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se me ha podido olvidar? ¿Hoy no era su cumpleaños, Jerome?
Aquel día era la fecha que le había recordado el mayordomo. Lucia había estado pensando en ello, pero por culpa de su riña se le había ido de la cabeza.
‒Tendría que haberle dicho algo antes de que se fuera. Va a pasarse su cumpleaños luchando con bárbaros sin que nadie le felicite. ‒ Se sentía mal por él.
‒Mmm… Mi señora, mi señor nunca se ha preocupado por su cumpleaños.
‒Me lo esperaba. ¿Cómo se va a ocupar de eso? La gente de su alrededor es quien tiene que prepararlo todo.
‒No… Le gusta que se lo recuerden.
‒¿Por qué…?
‒No sé mucho del tema, sin embargo, me la sensación que a mi señor no le gusta que le hablen de su infancia y de su cumpleaños. ‒ Jerome jamás mencionaba nada imprudente, pero la expresión entristecida de su señora le obligó a ser sincero.
No tiene ningún buen recuerdo de su niñez…
Era algo triste.
Lucia había vivido una vida difícil, pero parte de ella había sido perfecta. Hasta los doce años había sido feliz con su madre.
Jerome recordó la historia de la tragedia de la torre. Un acontecimiento desafortunado del que no debía hablar. No obstante, cada vez que posaba la mirada en la torre se acordaba y, con el tiempo, cada vez se interesó más por el asesinato.
El difunto duque había abandonado al destino a uno de sus hijos para evitar una desgracia. Y fue, precisamente, haciendo algo que ningún padre debería hacer que la desgracia acaeció sobre él.
‒Jerome, me dijiste que tú conociste al difunto duque, ¿verdad?
‒Sí, llevo sirviendo a mi señor desde que le nombraron caballero.
‒Esto es opinión mía, tal vez un prejuicio, pero me parece un hombre cruel.
‒Por lo que sé, ‒ Jerome vaciló unos segundos antes de continuar. ‒ me temo que pienso igual que usted.

La personalidad fría y estoica de Hugo no era de extrañar dado que su madre había fallecido poco después de dar a luz y su padre le había abandonado a su suerte.
No entiendo cómo alguien puede abandonar a un recién nacido.
El duque había abandonado a un bebé para prevenir cualquier problema.
La mayoría de las familias nobles tenían problemas con su sucesor, sin embargo, nunca se había solucionado de una forma tan bestial.
Damian era hijo único, era el sucesor. No obstante, había demasiada indiferencia para formar parte de una familia en la que raramente se veían descendientes. En lugar de enviarlo a un internado, tendrían que haberlo criado como el mayor de los tesoros.
Tal vez no sepa dar amor porque jamás lo recibió de su padre.
Cuánto más lo pensaba, más raro le parecía.
Ha tenido muchas mujeres, podría tener algún hijo ilegítimo.
Pero Lucia no había soñado con más hijos suyos.
¿Tan difícil es tener hijos que ha tenido que hacer a Damian el heredero?
Pero, entonces, no debería estar tan en contra de un posible embarazo de Lucia. Lo normal sería que aceptase a tantos retoños como pudiera.
Los nobles preferían que hubiese un gran número de posibles herederos para que la lucha por el poder se decantase por el miembro más fuerte para el futuro de su familia. El que sólo hubiese un único sucesor significaba un gran riesgo.
Lucia analizó las palabras de su marido ahora en calma.
“No quiero dejar mi huella”, no había mencionado ningún temor por la posible rivalidad entre hermanos, sino: “su huella” con repugnancia.
Si no quiere hijos, que hubiese puesto remedio.
La joven deseaba ver la parte buena de su esposo, pero tuvo que reconocer que Hugo también albergaba un lado cruel y siniestro.
No, cuando Damian nació debía ser muy joven… También es humano, todos cometemos errores.
La muchacha seguía queriendo ver el lado bueno de Hugo. Además, en su última disputa había quedado claro que el niño no había sido fruto de amor.
Pero, aun así, el niño no tiene la culpa. Es como si hubiera abandonado a Damian. Normalmente, los hombres quieren muchísimo a sus propios hijos… Es como si Damian no fuera suyo…
De repente, a Lucia la embargó una sospecha terrible.
Paparruchas.
‒Mi señora, ¿le apetece más té?
La voz de Jerome la estremeció y Lucia bajó la mirada a su taza.
‒¿Eh? Oh, claro… ‒ El corazón de Lucia se aceleró. ‒ ¿Alguna vez has visto al joven amo, Jerome…?
Jerome se contrajo por la sorpresa y estudió a su señora.
‒…Sí. ‒ Contestó nervioso.
‒¿Se le parece… mucho?
‒…Sí, se parecen mucho, es increíble.
Supongo que eso contradice mi lógica… Claro, vaya idea la mía.
¿Cómo iba a permitir que alguien que no fuera de su propia sangre heredar su título? Lucia intentó sacarse esa estúpida idea de la cabeza, pero seguía con la sensación de que algo no encajaba.
‒¿Le viste al nacer? ¿Cómo entró a la casa ducal?
La expresión de Jerome se retorció. No podía contarle nada a su señora por muchas ganas que tuviese.
‒Discúlpeme, mi señora. No estoy autorizado a hablar de lo relacionado con el joven amo. Creo que sería mejor que se lo preguntase a mi señor.
Era una lástima, pero Lucia no quería poner en un aprieto al mayordomo.

Aquella misma noche, una criada le entregó una medicina cuando se preparaba para acostarse. Anna todavía no había encontrado ninguna cura, así que le había recetado unas hierbas que fortalecían el útero mientras tanto.
A pesar de que sólo la había probado en sus sueños, Lucia recordaba el sabro de la medicina para curar su infertilidad.
Olía a vainilla… y sabía… justo así.

‒¡Mi señora! ‒ Exclamó una criada que se acercó corriendo a Lucia al día siguiente cuando la duquesa paseaba por el jardín después de comer.
‒¿Qué ocurre?
‒El… El joven amo… ¡Ha vuelto!

Jerome ocultó su estupor hasta que el niño de ojos rojos y cabello oscuro dejó de prestarle atención, entonces, el mayordomo miró a Ashin furtivamente.
Ashin se sobresaltó y apartó la vista.
‒Cuánto tiempo, joven amo. ¿Cómo ha estado?
Como siempre, Damian no podía criticar nada de Jerome, pero… Estaba obviamente confundido. Aunque en realidad, la expresión y actitud perfectas de Jerome no revelaban nada. No obstante, todos los criados, incluso los soldados, del palacio le habían mirado de la misma forma, como si estuvieran preguntando qué hacía allí.
‒Cuánto tiempo.
‒Supongo que estará cansado por el viaje. ¿Ha comido?
‒Todavía no, ya comeré después. No me encuentro bien por el traqueteo del carruaje.
‒Sí, joven amo. Entonces, permítame escoltarles a sus aposentos para que pueda descansar y-… ‒ De repente, Jerome dejó de hablar y todo su alrededor se sumió en un silencio sepulcral.
Damian pensó que alguien debía haber llegado y adivinó de quién se trataba. El niño movió la cabeza hacia donde apuntaban todas las miradas: una mujer había entrado por la puerta medio abierta del recibidor y sin aliento por haber corrido.
La muchacha castaña parecía más joven y menuda de lo esperado y parecía tensa y cansada.
¿Será…?
Era la señora de los Taran, la duquesa y la madrastra de Damian.

Caray…
En cuanto se enteró de las noticias, Lucia salió corriendo. En cuanto vio al niño tuvo que pararse a admirarle. ¿Cómo podían ser tan parecidos? Jerome no había exagerado en absoluto. Era como un duque en miniatura. ¿Quién dudaría de que era el hijo del duque?
¿Acaso no sabrá que es el heredero…?
Damian suspiró al ver la expresión boquiabierta de la duquesa. Acababa de casarse, era normal que se quedase muda al enterarse de que su marido ya tenía un bastardo. Cualquier mujer normal se quedaría boquiabierta, se enfadaría y se marcharía indignada o le miraría como a un gusano asqueroso. Si la duquesa mostrase alguna de esas reacciones no tendría que preocuparse, porque las mujeres así eran las más fáciles. Sin embargo, si mantenía la calma y ocultaba sus sentimientos, demostraría una gran inteligencia. Y para él eso sería lo peor.

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