Capítulo 40

julio 26, 2018


Por eso os digo, no os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas? ¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?
‒Mateo 6:25-27
‒Xu Ping.
Wang Zedong intercambió una mirada con su esposa que frunció el ceño e hizo un gesto con los ojos.
‒¡Xu Ping!
Xu Ping dejó de mirar por la ventana, pálido.
‒Lo siento, ¿por dónde íbamos?
Wang Zedong era de mecha corta y deseó poder expresar su furia por tener a este hombre con la cabeza en otro lado, pero su esposa le dio una patada por debajo de la mesa.
Era otra noche de viernes. Ya estaba oscuro y por la ventana del restaurante sólo se veía una carretera y unos peatones cruzando el puente para llegar a su bus.
Xu Ping iba vestido con un traje de color índigo, la corbata roja y un par de gafas. Se había cortado el pelo y parecía mucho más joven.
‒Xiao Fang te estaba preguntando por tu familia. ‒ Contestó la esposa de Wang Zedong.
‒Mi padre murió hace poco y me he quedado con mi hermano. ‒ Respondió Xu Ping.
‒Seguramente conoces a su padre, ‒ añadió Wang Zedong. ‒ Era uno de los actores de Primero Agosto e interpretó a He Long de El Gallo de Oro.
‒Me acuerdo. ‒ La mujer que estaba sentada delante de Xu Ping esbozó una sonrisa. ‒ Mi instituto hizo una excursión para ir a ver la película. ‒ Entonces, se volvió hacia Xu Ping. ‒ Nunca me habría imaginado que era tu padre.
Xu Ping no contestó.
Fang Guo iba vestida con una blusa de seda y una faldilla de azul oscuro. Casi no se había maquillado, aun así, sus rasgos eran excepcionales a pesar de que no era pálida. Muchos hombres habrían caído en su saco, pero Xu Ping fue una excepción.
Todavía no les habían servido, lo único que había en su mesa eran cuatro vasos de agua en los quE Xu Ping mantenía la vista fija con una expresión tensa.
‒¿Fuiste al instituto de tu pueblo, Xiao Fang? ‒ Wang Zedong intentó salvar la situación.
‒Sí, fui a la escuela 3.
‒¿La del este?
‒Sí.
‒Vaya, pues está bastante cerca de donde iba Xu Ping. Él también fue por allí cerca,  a la del Ferrocarril número 1. ¿La conoces?
‒Sí, no está muy lejos de la mía. Nuestras escuelas eran rivales. Cada vez que había concursos de canto o discursos o lo que sea competíamos.
‒Jajaja, qué coincidencia. Él era el mejor de su clase, puede que ya os hubieseis encontrado.
‒Hace mucho tiempo de eso. ‒ Su esposa le clavó una mirada asesina. ‒ ¿Quién se acuerda de esas cosas? Sobre todo tú, que ni te acuerdas de los de tu clase. ¿Cuánto hace que no los ves?
‒Bueno, no pasa nada por preguntar, ¿no? Puede que se conocieran.
La mujer apretó los labios y le devolvió la mirada. En ese momento Wang Zedong entendió lo qué pasaba y desestimó el asunto. Todo el mundo esconde algo, Guo Fang no era una excepción.
La señora Wang había escogido un restaurante cantonés en la parte obrera de la ciudad. El camarero trajo un buen plato de bollos al vapor, ensalada con salsa de ostras y gambas blancas hervidas. Repartió un tazón de arroz a todos los comensales junto a un bol de sopa.
‒No es por nada, ‒ Wang Zedong cogió sus palillos con el ceño fruncido. ‒ pero los del norte tenemos más sentido común. Nuestras copas de vino son más grandes que este tazón de arroz. ¿Qué es esto? Podríamos acabárnoslo de una sentada.
Su mujer no pudo evitar regañarle.
‒¡Alto ahí, sosaina! ¿Te crees que estamos en los ochenta? El arroz ya no es el plato principal, sino los otros. Mira qué barrigón tienes. Ya no eres joven, deberías comer menos y más suave. ¡No vaya y que tengas problemas!
El hombre hizo ademán de replicar cuando Xu Ping les interrumpió.
‒Voy al servicio. ‒ Anunció tirando su servilleta sobre la mesa y levantándose.

Aquel día había comido poquisímo, por lo que apenas se las apañó para vomitar un líquido claro. Xu Ping tiró de la cadena apoyándose en la pared y salió. Escuchó el murmullo animado de la sala, se arrastró hasta la pica, se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se lavó la cara.
El agua repicó contra la porcelana blanca del baño formando gotas. Hizo un cuenco con las manos y se tiró más agua al rostro. Se mojó el cuello, se desabrochó el botón del cuello y se desajustó la corbata. Su reflejo en el espejo mostraba un hombre pálido, huesudo y con labios blancos jadeando.
Otro hombre salió de uno de los compartimentos y le echó un vistazo mientras se lavaba las manos. Xu Ping se secó la cara con un buen trozo de papel de baño, lo tiró a la basura, salió del baño, se arregló y volvió a la mesa.
Wang Zedong, su mujer y Fang Guo seguían conversando sobre algo. Fang Guo sonreía ocultando todas las sombras de su pasado. Xu Ping les observó durante unos instantes antes de marcharse en dirección contraria. El encargado le miró antes de volver a su trabajo.
En las calles había otro tipo de ruido: coches, autobuses, motocicletas; luces cambiando de verde a rojo o amarillo; los vendedores callejeros de camisetas, de comida; una mujer aullando a unos altavoces… La ciudad rebosaba fuerzas.
Xu Ping se quedó de pie bajo la tenue luz de las farolas un rato. La luz anaranjada del restaurante cantonés a sus espaldas hacía borrosa su expresión. Alzó la vista y sólo se encontró con un pedazo de luna. La contaminación ocultaba las estrellas.
Recordaba la vía láctea que solía admirar las noches de verano y que hacía tanto que había olvidado.
En la esquina de la otra calle vio una tienda veinticuatro horas y cruzó.

Xu Ping compró seis latas de cerveza entre otras cosas. El cajero se lo miró y le preguntó si necesitaba una bolsa, él sacudió la cabeza.
En cuanto las puertas automáticas de la tienda se abrieron para dejarle salir, le empezó a sonar el móvil: Wang Zedong. Estudió el dispositivo unos segundos y contestó.
‒¡¿Dónde demonios estás, Xu Ping?! ‒ El hombre al otro lado de la línea explotó como un volcán. ‒ ¡Llevas veinte minutos en el baño! ¡¿Qué le voy a decir a esta señorita?!
Xu Ping sorbió la nariz. Un taxista estaba exigiendo que le pagaran a su cliente, retrasando al resto de vehículos que venían detrás.
‒¡¿Dónde estás ahora mismo?! ‒ Preguntó Wang Zedong al escuchar los cláxones.
‒Fuera.
‒¡¿Fuera?! ‒ La voz de Wang Zedong subió una octava. ‒ ¡¿Qué cojones haces fuera?! ¡¿No sabes cómo funcionan las citas a ciegas?! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
‒No voy a volver. ‒ Respondió Xu Ping tranquilamente.
Wang Zedong vaciló unos instantes, pero volvió a estallar de ira.
‒¡¿Qué coño te fumas?! ¡Serás-…!
Xu Ping colgó sin dudar. Se metió el móvil en el bolsillo del pantalón, abrió una lata, echó la cabeza para atrás y fue bebiendo mientras volvía a casa.

El móvil sonó durante mucho rato, pero no contestó. Casi podía ver la cara furiosa de Wang Zedong, todo rojo y dando saltos. Se rió. Creyó que ya había recorrido un buen tramo, sin embargo, ni siquiera había salido del centro de la ciudad.
Después de beberse media lata tenía el estómago lleno de líquido, así que volvía a encontrarse mal. Se aguantó en un árbol y empezó con las arcadas. Muchos transeúntes se lo miraron con asco.
Se irguió y se secó la boca con la manga de la camisa. Eran las nueve y media de la noche y las calles estaban plagadas de gente. Normalmente, los viernes es cuando las parejas jóvenes salían al cine, al teatro o a un bar.
Xu Ping se chocó con el hombro de un hombre que llevaba una camiseta negra. Éste se lo miró de mala manera.
‒Déjalo, está borracho. ‒ Dijo su novia. ‒ Son ganas de ponerse mal por un borracho.  Vámonos. ‒ Le cogió del brazo a su novio y tiró de él.
Su novio se lo miró con aire amenazante antes de irse.
Xu Ping continuó tambaleándose por la calle. Pensaba que iba bien, pero caminaba de todo menos recto hasta que acabó delante de un cartel. En la pancarta había una Charlize Theron con la mitad de las tetas al aire, con un vestido que parecía agua y una botella de perfume donde se leía: “J’adore Dior”.
A Xu Ping le sonaba su cara, pero no ubicaba de qué película. Siguió su camino. Las luces del tráfico no dejaban de cambiar de color como si fuera un código secreto. En medio del puente había un anciano barbudo vestido con una túnica tradicional tocando el ehru. Delante de él había un bol de porcelana y un cartel con cuatro o cinco palabras escritas con tiza blanca.
Xu Ping se mareó, le empezaron a pitar los oídos y se le debilitaron las piernas. Incapaz de tenderse en pie, se cayó en medio del puente y se ayudó de la barandilla.
El móvil que llevaba dos horas sonando por fin se calló. Él cogió otra cerveza, la abrió y empezó a beber. Era la primera vez que beber le parecía algo distante. El flujo de coches eran como un rio plateado.
Muchos pasaron por su lado, pero nadie le dedicó una simple mirada. Supusieron que era un vagabundo.
De repente, le atacó un miedo irracional. Se sentía minúsculo, como un grano de arena. Un sinfín de personas caminaban de un lado al otro, no reconocía a nadie y nadie le reconocía a él. Nadie se enteraría si moría en ese preciso instante.
Una de las latas vacías rodó hasta caer por el hueco de la barandilla y un camión la destrozó.
Con manos temblorosas, Xu Ping se aferró a la barandilla y empezó a sollozar.

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