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marzo 09, 2019


–Ahora, llora.
Menudo gilipollas. Me estaba ordenando que llorase. Atónita, fingí un poco de llanto para contentarle. ¡Qué suerte tenía de que no supiera hablar todavía! Aunque, por otra parte, si entendiese lo que estaba diciendo ya habría perdido la vida. Ahogué mis penas con el chupete y aguanté su mirada fascinada. Vaya un padre.
–Su Majestad.
Hasta ahora había creído que estábamos solos, por lo que la voz me sorprendió. Keitel sonrió al ver el cambio en mi expresión por unos instantes, entonces, volvió a su seriedad normal y se giró hacia el dueño de la voz. El desconocido era un caballero.
–Han llegado los rehenes de Izarta.
–Que Friedel se encargue. – Se dio la vuelta desinteresado, pero de repente, como si acabase de recordar algo, volvió a girarse. – No, déjalo. – Sonrió como si se le acabase de ocurrir la mejor idea de su vida. Mejor dicho, esbozó una mueca aterradora y hermosa al mismo tiempo. – Ya me encargaré yo luego, tíralos a las mazmorras.
–El rey de Izarta-… – Empezó el caballero.
Sin embargo, el lacayo no terminó la frase: Ketiel no se molestó en prestarle más atención de la necesaria, desestimando cualquier posible interacción. En cambio, volcó todos sus sentidos en mí. Me sonrió y me tendió la mano.
–Decide el día de la ejecución. – Cada palabra sonó más fría que la anterior. Se me puso la piel de gallina y, pesé a ello, la forma con la que me acarició la mejilla fue infinitamente más dulce que la última vez. Me tragué el miedo y él continuó acariciándome la cabeza como si estuviese susurrándome palabras de amor y no ordenando el asesinato de unas personas.
–Me sabe mal por ti. – Dijo Keitel abriendo los ojos como si supiera entender mi expresión. – Qué pena que hayas tenido que nacer sin saber qué clase de persona es tu padre. Aunque tampoco es que fuera a cambiar nada.
Enfadada, mostré la cara más disgustada que supe poner, pero él hizo caso omiso a mi renuencia y continuó acariciándome.
–Me recuerda a la mujer que luchó tanto por protegerte.
Alcé la vista. Sorprendentemente, recordaba a mi madre, es decir, todavía quedaba algo de humanidad en él. Mi padre soltó una risita y se arrancó todo sentimiento de la cara en un abrir y cerrar de ojos. Quizás fuera porque sólo era un bebé, pero a veces se me quedaba mirando con esa expresión vacía.
–Ahora, llora. Los demás niños no paran de llorar… ¿Es retrasada?
¡Menudo gilipollas!

*         *        *        *        *

–¡Qué buen día hace!
Ya llevaba tres meses en el mundo.
–Siempre igual, en cualquier momento todo este sol se convertirá en invierno y se caerán las hojas. ¡Menudo frío va a hacer!
Cerera se pasaba el día hablándome, y no era la única. El loco del Emperador también se dedicaba a parlotear estupideces sin parar.
–¿Está incómoda, princesa? – Me preguntó una voz increíblemente dulce.
Hacía poco me había enterado de que no era una nodriza del montón, sino que la Condesa Pestrille. Que una noble de su nivel se hubiese visto obligada a servir en palacio me dejó patidifusa.
–¿Qué mira tanto? ¿Le interesa el mundo exterior?
No, quien me fascinaba era esta mujer de veintitrés años. Al parecer, su esposo había fallecido en la guerra, así que, para proteger su título y sus tierras había decidido entrar en palacio y, todavía más fascinante era el hecho de que el mismísimo Emperador era quien la había nombrado su nodriza.
–Qué bien se porta la princesita. – Me aduló con una sonrisa melancólica.
En su hogar había dejado a su propio hijo y, aunque parecía satisfecha, Cerera tenía la habilidad de parecer triste y adolorida sin importar qué estuviese haciendo.
–Ah… – Intenté llamarla “mamá”, pero la lengua se rehusó a moverse cómo debía.
–Dime.
–Ah…
Cerera se levantó de su asiento y prestó atención a cada uno de mis gimoteos sin apartar la mirada de mis ojos.
–Oh, vaya. Se te ha metido una cosa en los ojos.
¿Por qué recordaba a mi madre de la otra vida cada vez que mi nodriza se me acercaba a pesar de que eran tan parecidas como la noche y el día? Era un misterio.
–No pada nada, no llore. Tranquila…
Durante estos últimos dos meses había crecido, tenía más pelo y podía levantar la cabeza o darme la vuelta sin ayuda, aunque esto último significaba un gran esfuerzo para mí.
–Elaine traerá el ñamñam en un santiamén y luego podemos ir a sentarnos a ese banco de afuera. ¿Qué le parece, princesa? – Me sugirió expectante ante la idea de sacarme al exterior pro primera vez.
Solté una carcajada y le arranqué una sonrisa que le quedaba muchísimo mejor que la tristeza que siempre llevaba pintada en el rostro.
–Oh, le debe encantar la idea.
–¡Señora Cerera! – Reconocí la voz al instante, era Elaine.
Suspiré pesarosamente y abrí los ojos. Cerera se levantó de su silla para recibir a Elaine que venía corriendo.
–¡Ah! – Obviamente, la criada cayó. Pero no por sus carreras, sino por chocarse con otra persona. –Princesa Faylene…
La princesa que había aterrizado en el suelo como mi criada era una joven frágil que algún reino había enviado a la fuerza al nuestro a modo de tributo para Keitel.
–¿Cómo osas-…?
Quise incorporarme para apreciar mejor la situación que ya predecía complicada. Entre los muchos pasatiempos cuestionables de Keitel estaba el de encerrar en su palacio a las princesas de los reinos caídos bajo sus pies para jugar con ellas como se le antojase. No eran esclavas sexuales, pero sí abusaba de ellas y las acosaba sexualmente.
–¡¿Está bien, princesa?! ¡¿Se ha hecho daño?!
Como todas las mujeres de palacio, “Faylene” debía ser el nombre que le habían otorgado al llegar aquí.
–¡Maldita zorra! – Exclamó la criada de la princesa. – ¡¿Cómo te atreves? ¡¿Sabes quién es?!
Cerera suspiró. La criada estaba exagerando.
Elaine se levantó del suelo frenética, sin saber qué hacer. La delicada princesita en cuestión era una mujer hermosa de cabello azul. Su criada la ayudó a ponerse en pie. Debía tratarse de la princesa de algún reino poderoso si todavía continuaba ostentando su título nobiliario.
–¿Cómo te llamas? – Preguntó con un tono seco y autoritario.
Elaine rompió a llorar y se limitó a bajar la cabeza, incapaz de pronunciar ni una palabra. Yo fruncí el ceño y Cerera, conmigo en brazos, se acercó a la escena para ayudar a su compañera.
–Permítame que me disculpe en su lugar, Princesa. – Dijo seguida de una ceremoniosa reverencia que efectuó sin fallo alguno a pesar de que continuaba sujetándome. – Mi criada ha cometido un gravísimo error. Ruego sepa perdonarnos.
La princesa se serenó un poco para alivio del resto de los presentes.
–¿Quién eres? – Faylene la estudió con la mirada de la cabeza a los pies.
Su forma de escudriñar a Cerera me ofendió. ¿Cómo se atrevía a juzgarla como si fuera un mueble más? Era tan pretensiosa y arrogante que le desee la muerte.
–Soy la Condesa Pestrille, Cerera Everlast. Me ocupo de las tierras del sur de Agrigent. Su Majestad me ha encargado el cuidado de la princesa Ariadna.
–¿Ariadna?

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