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marzo 09, 2019


–¿Ariadna? – Preguntó en voz alta claramente sorprendida.
El atuendo de Cerera era demasiado… simple por ponerlo de alguna manera para ser la niñera real. Mi nodriza era una mujer que aborrecía el lujo innecesario, pero su modestia no jugaba a su favor, todo lo contrario, disminuía su belleza.
Faylene se quedó estupefacta e instantes después, empezó a estudiarme.
–¿O sea que este bebé es Su Majestad la Princesa? – Preguntó fulminándome con la mirada.
–Sí. – Contestó Cerera a regañadientes.
Era obvio que lamentaba tener que confesar mi identidad a esa princesa. Era peligroso que una persona tan hostil como esa mujer supiera de mi existencia.
–Dámela, quiero cogerla.
Ni siquiera mi propio padre me había cogido en brazos hasta ahora, la única persona.
–Pero… – Mi nodriza me miró de soslayo.
–¿Qué pasa? ¿Crees que le voy a hacer daño? – La presionó la otra.
Yo me aferré a la ropa de Cerera desesperadamente. ¡Iba a llorar! ¡Si me cogía, iba a llorar con todas mis fuerzas!
–N-No se revuelva, princesa…
–¡Guaah! – Rompí a llorar por primera vez desde que había nacido.
Odiaba a esa mujer. Odiaba el perfume de rosas con el que se había envuelto, odiaba lo largas que tenía las uñas – lo odiaba todo.
–¡Calla! ¡¿Por qué no te callas?!
Las lágrimas que me rodaban por las mejillas me nublaron la vista y yo continuaba revolviéndome con todas mis fuerzas, con todo mi poder. Lo único que podía hacer como bebé era mostrar mi incomodidad. Odiaba estar entre los brazos de esa mujer tan delgaducha.
–¡No se calla!
Cerera vaciló con los ojos como platos junto a Elaine que tampoco daba crédito. Era la primera vez que me veían llorar de aquella manera.
Faylene me sujetaba con tanta fuerza que me dolían las muñecas y la cadera.
–¡¿Pero a quién has salido?! – Me gritó. – ¡Cualquiera que te vea pensará que te estoy haciendo algo!
Continué resistiéndome tanto como pude hasta que, de repente, reconocí una voz.
–¿Qué está pasando aquí?
Giré la cara empapada y distinguí la figura de mi padre. La mujer que me tenía en brazos se tensó de inmediato y empalideció. El Emperador que pasó por pura casualidad por delante de todo ese caos intercambio una mirada conmigo y esbozó una mueca. Esa mueca tan característica suya que indicaba lo mucho que menospreciaba a los demás.
–Saludos al que ha llegado al Evangelio.
Este era un saludo formal que debía recitar cualquier persona que se encontrase con el Emperador de Agrigent y significaba que el Emperador era un canal mediante el cual se transmitía la voz de Dios.
–Levántate.
Por alguna razón, Cerera nunca le saludaba de esa manera. ¿Por qué sería? ¿Tal vez porque era una ciudadana del reino? Por desgracia, aquel no era un buen momento para satisfacer mi curiosidad. Mi padre era un desgraciado que emitía una animosidad todavía mayor de lo normal. La tensión se podía cortar como un cuchillo.
–¿Me podéis explicar por qué estaba llorando mi hija?
Al verle había dejado de llorar y me había metido el dedo en la boca porque en algún punto se me había caído el chupete.
–Oh, pues… Mi señor, es que… – Faylene me sujetó con más fuerza.
Quise llorar, pero temía las represalias. Si volvía a llorar ese hombre era capaz de matarme. Todo lo que podía hacer era mirar con anhelo a Cerera y fruncir el ceño. Volví a mirar a mi padre y, para mi sorpresa, estaba sonriéndome. Era una sonrisa digna de un Dios.
–Ven aquí. – Keitel extendió sus brazos hacia mí.
Entré en pánico: me quedaba con esa mujer hostil o me iba a los brazos de un demente. Cualquier cosa era mejor que estar entre los brazos de esa mujerzuela que no dejaba de apretarme, por lo que me solté de ella y permití que el loco de mi padre me cogiera en brazos. Su postura dejaba bastante que desear, pero me sentía más libre.
A pesar de que me había visitado en contadas ocasiones ya estaba completamente acostumbrada a su aroma.  Mi presunto padre esperó a que me colocase entre sus brazos, me miró y me sonrió como nunca había hecho: con dulzura por unos segundos. ¿Cuántas máscaras tenía este señor? ¿Cómo podía cambiar de expresión con tanta rapidez? El Emperador fulminaba con la mirada a la princesa Faylene que apenas lograba mantenerse en pie. La odiaba, pero no era mi intención hacerle pasar un mal rato.
–¿Quién eres? – A pesar de que era un hombre reservado, delante de esa mujer no se molestó ni en pedir explicaciones.
–La princesa Segesta de Praezia, mi señor.
–Eso me da igual. – Hizo una mueca retorcida. – Qué nombre te puse cuando te tiré a mi harén. Me da igual quien fueras antes de llegar aquí.
La princesa empalideció. Me daba pena y nada me aseguraba que yo no fuera a estar en su lugar algún día, así que me armé de valor y tiré de la ropa de mi padre para que se fijase en mí.
–Faylene… – La criada de la princesa rompió el silencio. – Es la princesa Faylene.
La cara de Keitel dio un cambio radical, la hostilidad que emanaba de su cuerpo se multiplicó. Me costaba respirar y sentía deseos de llorar, pero sólo me atreví a soltar un sollozo ahogado. ¡Odiaba toda esta situación!
–¿Cómo te atreves a hablarme? ¿Te crees digna de interferir? – Espetó.
La criada se lanzó a sus pies y chilló con todas las fuerzas de sus pulmones:
–¡He cometido un error incalculable! ¡Perdóneme la vida, por favor! ¡Se lo ruego!
El único pecado de aquella sirvienta había sido intentar proteger a su señora. Por desgracia, el juez no era otro que un Emperador desalmado, no yo.
–Lleváosla. – Sentenció. Este hombre no poseía ni una pizca de misericordia en todo su ser. –Es la primera vez que veo llorar a la princesa. – Hizo una pausa para mirar a su alrededor. – ¿Dónde está su juguete?
–¿Mi señor? – A Cerera le sorprendió que el Emperador se dirigiese a ella, sin embargo, continuó con su habitual fachada serena.
–El juguete. El que siempre está mordisqueando.
–Ah… – Desconcertada, rebuscó por el suelo hasta que encontró el chupete en el suelo.
–Tíralo.
Cerera se lo repensó y se lo guardó en el brazo. Yo, por mi parte, tuve que resignarme a chupar el pulgar.
–Estaba llorando mucho. – Mencionó estudiándome.
Entonces, posó la vista sobre la princesa que ya estaba postrada en el suelo, cabizbaja.

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