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marzo 09, 2019


–¿Tú eres quien ha hecho llorar a mi hija?
A decir verdad, no conseguía acostumbrarme al deslumbrante atractivo de mi padre. Solía visitarme con frecuencia, pero su rostro no dejaba de sorprenderme.
–¿No vas a responder?
Hasta esa mueca cruel, tan frívola e insensible le hacía brillar todavía más. Le hacía incluso deseable.
La princesa, incapaz de contestar, había caído en un estado de temor absoluto y temblaba lamentablemente. ¿Por qué había tenido que cogerme en brazos? ¿Por qué?
–Sólo la he cogido en brazos. – Murmuró entre temblores y cabizbaja.
A cualquier persona que hubiese escuchado el patético murmullo que era su voz se le habría ablandado el corazón. A cualquier persona menos a mi padre que era la excepción sin corazón o, simplemente, las mujeres le habían bailado demasiado el agua.
–¿Con el permiso de quién? – Su mirada parecía poder matar. Sus ojos eran tan fríos que parecía una tormenta de nieve. – ¿Con el permiso de quién has cogido en brazos a mi querida hija?
Hasta entonces no me había llamado “hija” y mucho menos “querida”. ¿Por qué de repente lo hacía? Se me puso la piel de gallina y me estremecí siendo consciente del peligro al que me exponía estando tan cerca de él. Era la primera vez que veía una expresión tan terrible en su rostro. Fui incapaz de adivinar qué pensaba o qué sentía.
Sollocé. Keitel me miró y yo bajé la vista al suelo sin dejar de gimotear haciéndole reír.
–Es la primera vez que la cojo.
Sus ojos se transformaron en medias lunas; su sonrisa parecía una obra de arte que ni el más renombrado de los artistas italianos habría sido jamás capaz de plasmar.
La princesa Faylene había cruzado la línea de no retorno. Su tez originalmente blanca era mortecina y sus labios se habían vuelto violeta.
–¿…Cinco mil de oro?
No comprendí su pregunta, así que busqué a mi nodriza con la mirada con la esperanza de hallar alguna respuesta. Cerera estaba muy quieta con las manos cogidas, pálida e intentando mantener la calma. Elaine, por otra parte, fingía no estar allí.
–Ese fue el precio de tu cuerpo, ¿no? – Preguntó alzando el mentón como quien mira a un insecto. Menospreciándola con absoluto aborrecimiento y disgusto.
Odiaba esa situación. Ya sabía que mi padre era un tirano solitario, pero nunca había visto a alguien ser capaz de demostrar con tanto descaro ese odio. Era demasiado arrogante y presuntuoso. No hay palabras para describirle.
–No me respondes, ¿eh? – Continuó Keitel mientras me acariciaba distraídamente la mejilla como si fuera un gato.
–Fueron veinti-… Veinticinco mil. – La princesa no era tan estúpida como para no comprender la importancia de las palabras del Emperador. – El precio por la dota de mi hermana y mío fueron veinticinco mil.
¡Qué desastre! ¡Qué tragedia! Tenía una hermana. ¿Cómo me iba a imaginar que por llorar en el momento menos oportuno todo iba a terminar así? Iba a matar a una princesa con tres meses. ¡Ojalá mi padre tuviese compasión!
–Friedel.
–¿Sí, mi señor? – Contestó una voz desde atrás.
Su nombre me sonaba, también su voz. Era como si la hubiese escuchado en algún otro momento. Se trataba del hombre que seguía a Keitel como si fuera su sombra. Un noble, seguramente.
–Informa al Emperador de Praezia que le voy a enviar otros veinticinco mil. Dile que su hija ha roto las leyes de Arigent y que la vamos a ejecutar.  – Anunció.
–¿…De qué se la acusa?
Keitel se dio la vuelta.
–Lesa majestad[1].
–¡Majestad! ¡Su Majestad…!
–Encerradla. – Dicho esto, no se molestó en mirar a la muchacha que gritaba desesperadamente a su espalda.
De repente, me percaté de la importante repercusión de mis actos mientras el Emperador entraba en los exorbitantes jardines de palacio y se dirigía directamente a un árbol invernal que resultó ser el símbolo del imperio.
–Ha crecido mucho.
–Está pegando el estirón. Cambia cada día.
–Me da la sensación que no la veo desde hace mucho, y sólo ha pasado una semana.
Yo incliné la cabeza, confusa. ¿De verdad había pasado tanto tiempo desde la última vez que nos habíamos visto? Si bien era cierto que aquel último mes se le había acumulado la faena y raramente tenía tiempo para venir a verme. Me dio pena, así que le sonreí.
–Cómo pesa. – Hizo una pausa. – Qué raro. La puedo seguir matando con una mano, pero es mucho más grande… – Keitel era un hombre de pocas palabras menos cuando estaba a solas conmigo. – Es como un bicho.
Ofendida por sus palabras y frustrada por no poder llorar miré a Cerera que se quedó de piedra al escuchar hablar al Emperador.
–Su expresión, mi señor, es…
–¿Qué?
–Decir que la princesa es un bicho, es un poco… – Friedel fue el único que se atrevió a abrir la boca.
Keitel reflexionó sin apartar los ojos de mí.
–Podría matarla con un dedo. ¿Qué otra cosa la voy a llamar?
–¿…Una flor? – Sugirió Friedel valientemente.
–Poesía barata. – Keitel le derrotó con dos míseras palabras.
–¿De verdad va a matarla? Matar a alguien porque el bebé ha llorado es un poco… Estamos hablando de una ofrenda de paz del Emperador de Praezia.
Nuestras miradas se cruzaron momentáneamente, y puesto que llorar no era una opción, me decanté por reír con suma alegría. Todavía no estaba dispuesta a morir.
Él soltó una carcajada, me acarició la cabeza y se giró para Friedel.
–Mi hija no suele llorar, y… – Hizo una pausa. – Yo soy el único que puede hacerla llorar.


[1] Se considera Lesa Majestad un delito contra la seguridad de la Nación o estado. En las naciones monárquicas, con esta locución se designan los delitos contra el rey, la reina y el príncipe heredero de la corona. Se dice lesa majestad, por haber sido lesionada, moral o materialmente, la majestad simbolizada en el monarca o las personas de su íntima familia.

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1 comentarios

  1. Muchísimas gracias por los capítulos estuvieron impresionantes me leo la historia dibujada pero me a gustado mucho la novela n_n

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