54: A la Capital (1)

abril 21, 2019


La primavera dio paso al segundo verano que Lucia pasaba en Roam. Sus días eran tranquilos, rutinarios. Un ayer como el hoy, y un hoy como el mañana.
–Tenemos que prepararnos para ir a la Capital, Su Majestad el Rey ha muerto. – Anunció Hugo cierto día durante la cena.
A Lucia se le cayó el tenedor. Lo había olvidado por completo, o quizás lo había enterrado en las profundidades de su mente a propósito en un amago de vivir en su burbuja.
–¿Estás bien?
–Sí… Me he sorprendido.
Lo que la sorprendió no fue la muerte de su padre, sino que las manecillas del reloj que creía parado habían empezado a moverse de nuevo. El futuro caótico que había presenciado en su sueño se ponía en marcha. Lo odiaba.
La reina era estéril, en otras palabras, todos los hijos del rey eran bastardos y cualquiera podía ser el heredero. De los casi veinte hijos que había concebido, sólo cinco seguían vivos mientras que las casi veintiséis princesas gozaban de buena salud. Ninguna de las princesas tenía el derecho de ascenso al trono, pero los príncipes intentarían matarse entre ellos para hacerse con él. La corte presenciaría un baño de sangre del que el príncipe heredero se alzaría victorioso a pesar de no poder acabar del todo con sus competidores y, para reforzar su poder, necesitaría al duque de Taran cerca.
Lucia desconocía los detalles de la lucha, pero estaba segura que Hugo iba a estar muy ocupado a partir de entonces. En su feudo no paraba quieto, pero sus tareas eran relativamente simples: administrar, reunirse con los vasallos, vigilar el territorio e inspeccionar. Gracias a que las gentes que allí vivían contaban con limitada libertad de movimiento, eran predecibles. A diferencia de lo que se había esperado, Hugo había le había sido fiel tal vez porque las costumbres del norte – que nada tenían que ver con las de la Capital – le habían influido. Las relaciones antes del matrimonio eran habituales, pero la gran mayoría se resignaba a la monogamia tras pronunciar los votos, sin embargo, en la Capital estaría rodeado de tentaciones. 
Lucia se inquietó. La Capital estaba llena de mujeres hermosísimas a la espera de una buena excusa para abalanzarse sobre él.
–¿Me estás escuchando?
–¿Eh? – Lucia se sobresaltó y se le cayeron los cubiertos.
–¿De verdad que estás bien?
–Ah… Sí, estaba pensando en otra cosa.
–¿En qué?
–Pues… que ha sido muy de repente. Me pregunto si ya no gozaba de tan buena salud.
–Al parecer no. Y a pesar de los consejos de la corte, no contuvo sus deseos carnales y el alcohol.
La personalidad del rey le avergonzó, era como mostrar su parte más sucia a su marido.  Lucia no lamentaba no haber mejorado su relación con el rey.
–¿Vas a ir?
–Iba a partir al amanecer. No puedo ir contigo porque tengo que darme prisa. Ten cuidado cuando salgas, cariño mío.
–Sí, partiré en cuanto esté lista.
Después de cenar, Hugo la cogió de la mano y la guio fuera de la estancia. Los sirvientes ya estaban acostumbrados a las interacciones de sus señores, y aun así, Lucia no podía evitar sentir algo de pudor. Su marido se la llevó a la terraza y la abrazó con muchísima fuerza. Ella le devolvió el apretón y le rodeó la espalda con las manos.
–¿Qué pasa, Hugh…?
–No te gusta cuando lo hago delante de los criados.
El verano apagó la comodidad de su abrazo.
–Qué calor.
Hugo suspiró y la soltó.
–¿No puedes esperarte un poco a chillar “qué calor”?
–Pero es que hace calor.
–Qué fría eres. – Gruñó él.
Lucia estalló en carcajadas. Hugo la contempló con dulzura, tiró de su cintura y le besó la mejilla.
–¿Qué pasa? Has estado muy ida durante la cena.
–No, es que… Es complicado. Irme de aquí me da pena.
–¿Quieres quedarte?
Sus palabras eran tentadoras. Hubiese estado bien quedarse.
–No digas tonterías. Tienes que hacer muchas cosas en la Capital. Recuerda que le pediste ayuda al príncipe heredero para lo de Damian.
–Suena a que tengo que ir a trabajar por el chico.
–Claro, ¿qué padre no trabaja por sus hijos?
–¿Crees que el chico sabrá lo mucho que me esforzado?
–Por supuesto, no es tonto.
Hugo murmuró para sí que pesé a todo, Damian sólo la tenía a ella en mente. Hacía poco se había aventurado a leer una de las cartas del chico y descubrió que eran básicamente un informe de absolutamente todo lo que hacía durante el día.
–¿Todo bien con Damian?
–Te mantiene informada, ¿no?
–Bueno, de algo nuevo te habrás enterado.
Damian vivía en el internado sin revelar su verdadera identidad. Para convertirte en el Sitha necesitabas algo más que habilidad, sin embargo, todavía quedaba tiempo y Hugo se limitaba a vigilar el desarrollo del chico sin interferir. Damian estaba rodeado por gente hipócrita y codiciosa, era bueno que creciese sin estar en una nube.
–Le va bien, claro.
En realidad, un par de matones habían buscado pelea con el chico hacía unos días. No fue nada del otro mundo: nada roto, nada adolorido.  Sí, estaba claro que Damian era un digno hijo de su hermano. De haber sido él, habría masacrado a esos rufianes.
–Ya basta de hablar del chico. Ten cuidado cuando partas, y con el calor.
–No te preocupes, tengo mucha gente para atenderme.
Lucia apoyó la cabeza en su pecho. Los afectos de su marido rozaban lo romántico y suponía que le debía gustar hasta cierto punto, sin embargo, su inquietud no se desvanecía.
La capital estaba plagada de sus antiguas amantes, bellezas prendadas de su encanto y hasta la mujer que había sido su esposa en su sueño. Temía que le dejase. Lucia se había convencido que mientras ella pudiese amarle le sería suficiente, que podría soportarlo y querer sin molestar, pero ahora se preguntaba si existía un amor así. Lentamente, fue siendo consciente de su propia arrogancia. Para ella, un amor así era imposible.

*         *        *        *        *

Lucia cerró el libro que estaba leyendo y se levantó. No podía aguatar el dolor de estómago. Le había costado tragarse la comida y se sentía inflada.
–Tráeme medicina para la indigestión.
No hacía falta llamar a ningún doctor para la indigestión porque en la casa ya preparaban remedios, pero aquel día la medicina no le sirvió de nada hasta que vomitó.
–¿Está bien, mi señora?
–Sí, ahora mucho mejor.
Hugo estaba preparándose para el viaje, así que Lucia hizo informar que se retiraba a la cama.

*         *        *        *        *

Hugo salió del despacho casi a medianoche. Su montonera de trabajo parecía no tener fin, pero aun así, necesitaba dormir para reunir fuerzas para el largo viaje que le aguardaba al día siguiente.
¿Por qué había tenido que morirse en verano? Lo que más le preocupaba en esos momentos es que el viaje en carruaje con esa temperatura agraviase la salud de su esposa.
El duque había empezado a adaptarse a la vida en el norte hasta cierto punto. Ahora que tenía que volver a la Capital era imposible saber cuándo podría volver a centrarse en su propio territorio y tampoco podía dejarlo a su aire si quería evitar tener que enfrentarse a otro grupo de idiotas. Bueno, si no quedase de otra, los mataría como había hecho con los anteriores, lo que le preocupaba era el porvenir de la Capital. Una vez allí no podría esconder a su esposa en sus muros. La mera idea de que se le acercasen demasiado le dolía. Ni siquiera había conseguido sonsacarle su nombre de infancia todavía.
Hugo acabó de bañarse y se dirigió al dormitorio de ella como era costumbre. Apartó las sábanas y se tumbó al lado de su figura. Justo cuando iba a abrazarla escuchó un quejido ahogado. Aturdido, se levantó de un salto y encendió las luces.
–¿Vivian?
Levantó las sábanas y le dio la vuelta para poder verle la cara. Estaba ardiendo. Le posó la mano en la frente para sentir su temperatura. Tenía una fiebre horrible.
–Vivian.
Llamó al servicio lo más rápido que pudo y no dejó de pronunciar su nombre mientras le acariciaba la mejilla en un intento de conseguir una respuesta que no llegó. La levantó tirando de la cintura, nervioso, y la estrujo entre sus brazos. El cuerpo de ella se deslizó como inerte.
–¡Vivian! – Exclamó embargado por el terror. – ¡Llama a la doctora! – Gritó sin dedicarle ni una sola mirada a la criada.
–Sí… ¡Sí! – La sirvienta corrió en busca de auxilio.
Todo el palacio se despertó.
Hugo le colocó una toalla húmeda en la frente y la criada se sentó de rodillas al lado de la cama. El duque interrogó a la sirvienta y ésta le explicó el estado desde la cena.
–Mi señora ha vomitado y ha dicho que deseaba retirarse a dormir.
–Tendrías que haber llamado a la doctora. ¡¿Así es como sirves a tu señora?!
–L-Lo siento muchísimo…
La reprensión del duque heló la sangre de la criada que empezó a temblar.
Anna entró en el dormitorio corriendo y le preguntó los síntomas a la criada.
–Mi señora tiene que recuperar el conocimiento para medicarla. Tenemos que enjuagarla con una toalla húmeda para bajarle la fiebre.
–En la cena estaba bien.
–Parece indigestión aguda.
–¿Y esta fiebre?
–Puede ser una causa. – Anna se volvió hacia la criada. – ¿Tenía dolor de cabeza?
–¿Dolor de cabeza…? No.
–¿La indigestión también provoca dolor de cabeza?
–No, pero mi señora suele sufrir migrañas, quiero confirmarlo.
–¿…Migrañas? – El ambiente se tensó de repente. – ¿Cómo que “suele”? ¿Cada cuánto?
–…Una o dos veces al mes. Siempre le medicamos.
–Es la primera vez que oigo esto. ¿Por qué no lo sabía?
–Mi señora nos dijo que no hacía falta avisarle, que es algo común.
–¿Desde cuándo?
–Mi señora me contó que desde niña. No se preocupe, mi señor. Es algo común y las migrañas de la duquesa no son nada del otro mundo. 
La explicación de Anna no alivio la tensión de la estancia. El silencio del duque era terrorífico. Todos los presentes rompieron en sudores fríos.
–Retiraos. Lo haré yo mismo.
Hugo colocó a Lucia sobre la cama y le quitó la ropa. A continuación, sumergió la toalla en el agua y procedió a quitarle el sudor. Estaba ardiendo y febril.
¿Cómo se había enfermado tanto? Hugo sabía que estar inconsciente durante una fiebre durante demasiado tiempo era peligrosísimo.
Según la doctora no era necesario preocuparse por las migrañas de su mejor, pero a Hugo le enfureció no saberlo. Cada vez que algo parecido ocurría sentía que había un muro impenetrable entre los dos. Esperaba que algún día su mujer se decidiera a abrirle su corazón, pero el camino que le quedaba por recorrer hasta llegar allí era tedioso.

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