60: La alta sociedad de la Capital ( 4)

abril 21, 2019


Hugo apoyaba la barbilla en una de sus manos. Fabian, sentado frente a él en el carruaje, intentaba a adivinar el estado de ánimo de su señor: algo ciertamente imposible.
–¿Desea que investigue el paradero del señor Krotin?
Según el príncipe heredero, Roy Krotin había desaparecido sin dejar rastro acumulando una serie de crímenes imperdonables: insubordinación, ausencia no autorizada y negligencia.
–Ha aguantado mucho tiempo para ser él.
Fabian estuvo totalmente de acuerdo. De hecho, le asombraba que su compañero hubiese durado más de un año sin causar problemas.
–Déjale. Seguramente se ha ido a dormir a algún lado. Ya aparecerá.
Cada vez que Roy hacía el tonto y se presentaba ante el duque, Hugo le daba un poco de “medicina” para hacerle entrar en razón.
–Creo que ya podemos retirarle del puesto de escolta.
Kwiz seguía siendo un príncipe, pero su autoridad actual estaba a otro nivel en comparación con la que ostentaba antes de la muerte del Rey. Cualquiera que se acercase a él con malas intenciones sería juzgado por traición y toda su familia se enfrentaría a la extinción. Por lo cual, no había nadie lo suficientemente valiente como para arriesgarse sin trazar un buen plan.
–Sí, mi señor.
Roy era la única persona con la que Hugo era tan benévola y al que trataba así. Fabian creía conocer el motivo: era el único que se atrevía a comportarse con tanta soltura delante de él. Por eso mismo se le conocía como el “perro rabioso” en la Capital. Un perro sin miedo.
–¿Quién es el diseñador más famoso de la Capital?
–Hay unos cuantos. Desde aquí… – Fabian trazó un mapa mental. – Los más cercanos son la boutique de Monsieur Jeffrey o la de Madame Antoine.
Hugo descartó inmediatamente al diseñador.
–Da la vuelta, vamos a la de Antoine.
El carruaje dio un giro y partió hacia la boutique de Madame Antoine, una de las más famosas de la Capital, aunque no la número uno ya que cada persona elegía su favorito según el tipo de atuendo que le gustaba más.
El duque de Taran llegó sin previo aviso a la hora de cerrar, pero se le trató como a un rey.
Los comerciantes estaban sujetos a los antojos de la política y del poder, por lo tanto, tener clientes influyentes era la única manera de sobrevivir. Si además tus clientes tenían relación directa con la corona y rebosaban riqueza, no podía haber mejor regalo. Antoine solía demostrar su orgullo y establecer su estatus ante todo noble que se acercase en su tienda, pero aquel día haría una excepción por el duque comportándose lo más educada y amigablemente posible.
–Qué gran honor recibiros, mi señor.
–Seré breve.
–Adelante, por favor.
–Necesito un vestido para mi mujer.
¡La duquesa! ¡El tema más popular de la Capital! Antoine contuvo su expresión facial para evitar que se descubriese lo interesada que estaba.
–¿La señora ha venido con usted? ¿Espera en el carruaje?
–He oído que los diseñadores van en persona a ver a sus clientes.
–Sí, por supuesto, mi señor. ¿Cuándo desea que vaya?
–Mañana-…
Hugo se lo repensó: aquella noche cumplían cinco días y se le permitía mantener relaciones después de haber dejado descansar a su esposa. Si a eso se le sumaba la fatiga del viaje, tal vez no fuese la mejor opción para atender visitas. Además, Lucia se había recuperado de una fiebre terrible hacía muy poco y Hugo se preocupaba por su salud.
–No, mejor, mañana pasado.
–Entonces… ¿Dentro de dos días?
Antoine era una diseñadora famosa. Había colas de gente esperando a que quedase un hueco para poder verla y ahora que se acercaba la coronación apenas lograba conciliar el sueño por las noches. Normalmente se reservaba fecha con una semana de margen en los períodos de poco trabajo… Pero Hugo no era un cliente cualquiera. Antoine se imaginó la publicidad que ganaría cuando todos vieran a la duquesa vistiendo sus diseños y llegó a una conclusión.
–Así lo haré, señor. – Contestó rápidamente, ansiosa por que llegase el momento de conocer a la tan rumoreada duquesa.
–Mi mujer es muy frugal, piensa que comprar muchos vestidos es malgastar.
–Vaya.
–Pero yo creo que se merece lo mejor.
–¿Podría explicarme mejor a qué se refiere?
–Asegúrate de preparar todo lo que necesites sin mirar el precio. Convencer a mi esposa es cosa tuya. Según lo que consigas, decidiré si quiero continuar necesitando tus servicios o no.
Era la primera vez que Antoine recibía a alguien que le ordenase que gastase dinero. Lo normal era que los padres o los maridos enviasen a algún criado o sirviente para controlar los caprichos de las hijas o las esposas.
Antoine estudió al duque como en trance, de la misma manera que miraba el oro que guardaba con recelo.
–Entonces… ¿No tengo que preocuparme por el precio?
–Rechazaré cualquier coste irracional.
–Esta no es una tienda del montón.
Antoine garabateó unas cuentas rápidas en una libreta para hacerse una idea más clara de lo que “sin importar el precio” significaba en realidad. Escribió lo más caro que se le ocurrió y se lo presentó al duque.
–¿Qué opina? – Preguntó a modo de dejar su orgullo claro.
En realidad, le estaba preguntando si estaba dispuesto a pagar una suma tan desorbitante. Un vestido era un lujo: cuánto más nuevo era el diseño, más alto era el precio. Muchos enamorados habían llegado a sus puertas para pedir un vestido en concreto que su amada les había rogado y se habían marchado con las manos vacías al mirar la etiqueta. Sin embargo, Hugo ni siquiera parpadeo. Esbozó una mueca burlona, cogió la pluma y le añadió otro cero a la cantidad.
Antoine jadeó, estupefacta.
–Le… Le visitaré dentro de dos días.
–Espero que cumplas con mis expectativas.
–Así lo haré, mi señor.
–Ah, también me gustaría que me recomendaras un buen joyero. –Cargar con todas las joyas de su familia desde Roam era mucha molestia y, por encima de todo, le molestaba que su esposa no tuviese sus propias joyas.
Antoine sonrió de oreja a oreja.
–Le recomendaré uno que, aunque no sea comparable con la elegancia de mi señora la duquesa, no hay quien le supere. – Dicho esto, Antoine acompañó al duque a la salida junto a sus trabajadores y se despidió. – ¡Cambiad el horario! ¡Ahora mismo! – Ordenó en cuanto el carruaje hubo desaparecido a lo lejos. – ¡Traed cada vestido, zapato, sombrero y calcetín que hemos hecho hasta ahora! ¡Venga! – Apremió.

*         *        *        *        *

El carruaje se detuvo delante de la joyería que había recomendado Antoine. Habían enviado a un mensajero con antelación para darle tiempo a la Joyería Sepia a echar a los cuatro curiosos que quedaban y cerrar las puertas para el más especial de sus clientes. En cuanto el conductor tiró de las riendas todos los trabajadores salieron a la calle para recibir al Duque con la mayor cortesía posible.
Hugo examinó los aparadores y señaló unos cuantos sin decir mucho. Para él todas esas piedras preciosas tan costosas no eran para tanto, pero no podía hacer mucho más. Era difícil distinguir si realmente estaba comprando o sólo mirando, porque lo único que hacía era señalar, sin embargo, nadie parecía incómodo.
–Podemos ir tirando con esto. – Anunció cuando en la mesa de la caja ya había una montaña de piedras preciosas.
–¿A cuál se refiere, mi señor…? – Preguntó el jefe de la tienda frotándose las manos y bajándose para presentarse como alguien servicial.
Con vender uno de los artículos que el duque había escogido ya habrían arreglado el mes. Eran todos objetos carísimos y de alta calidad.
–A todo.
–¿A… todo?
–¿No está a la venda?
–¡No! No, perdone, tiene razón. ¡Ahora mismo se lo preparamos! – Casi no pudo contener la ristoada de felicidad.
–¿Cuánto tardarás?
–Un… Poquito… Ahora mismo lo hago.
Hugo cogió un collar con un único zafiro amarillo como el tono de sus ojos de la mesa y ordenó:
–Envuélveme esto y el resto envíalo.
–¿Le importa si lo enviamos mañana si no es urgente? Nos gustaría garantizar que el pedido llegue en óptimas condiciones.
–Adelante.
Fue entonces, después de vaciar una joyería entera, que Hugo decidió regresar a casa.

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