61: La alta sociedad de la Capital (5)

abril 21, 2019


Jerome sujetó el abrigo de su señor cuando llegó a casa y le contó lo ocurrido.
–O sea que, en resumen, no tienes ni pajolera idea de dónde está el chaval.
–Así es, mi señor. Lo siento.
Roy se había despertado después de un largo letargo y se había escabullido tal vez ante la perspectiva de encontrarse cara a cara con Hugo. Una vez ese caballero decidía huir, no había quién capaz de encontrarle.
–Cuando aparezca, dile que se quede. No intentes atraparle a la fuerza.
–Sí, mi señor.

Hugo tomó un baño y se dirigió a los aposentos de su esposa que se hallaba delante del tocador. Entró, le besó la parte trasera del cuello y le ató el collar. Lucia se estremeció al notar una sensación fría y miró al espejo para descubrir de qué se trataba.
–¿No te gusta?
–Ah, no. – Lucia abrió los ojos como platos. – No es eso. Es precioso. Pero no recuerdo qué día es.
–Te lo pregunto porque no lo sé, pero… Esto no es una joya exorbitantemente cara, ¿verdad?
Todavía recordaba lo mucho que la había abrumado su regalo de cumpleaños en primavera. Su primer regalo había sido un collar de diamantes, el segundo uno de diamantes rojos y ahora… este. Como los diamantes no son pesados, se lo había puesto en una de sus fiestas de té y allí fue donde se había enterado de la suma desorbitada que pedían por él. Era un precio mucho mayor de lo que esperaba.
–¿Quieres algo por el estilo? El mes que viene hay una subasta de joyas-…
–¡No! – Le interrumpió con total seriedad.
Hugo se giró sin dejar de sonreír y se dejó caer sobre la cama con las manos en la almohada.
–Tienes un marido rico. Intenta disfrutar de los beneficios que tiene.
Lucia esbozó una sonrisa tímida en lugar de responderle. Había nacido siendo pobre. Ni siquiera en su vida de casada con el conde Matin había conseguido acostumbrarse a los lujos. Le preocupaba el día de mañana. Además, recordaba la duquesa de su dueño. Una mujer cubierta de lujos y joyas, pero infeliz. Había decidido no ser como ella, no se permitiría llenar el vacío de su corazón con el lujo. No quería caer en esa trampa mortal.
–¿No te gustan las joyas? ¿O lo que no te gusta es quién te las está dando?
–¿Por qué dices eso? Te lo agradezco. Es bonito y me gusta.
–Sé que no estás siendo sincera.
Hugo no esperaba una reacción dramática como la de las otras mujeres, pero le molestó que su esposa pareciese agobiada por su regalo. Cuando le había preguntado abiertamente si la engañaría en la Capital se había quedado patidifuso. Estaba seguro que una vez consiguiese que lo aceptase en la cama su corazón estaría ganado, y sin embargo, lo mantenía cerrado y desconfiaba de él. ¿Por qué si no rechazaría sus regalos con tanto empeño? Hacía caso omiso de sus persistentes intentos de ganársela. Su simple presencia le embaucaba y, pesé a ello, esa bruja de hielo no se derretía.
–¿Te has enfadado?
–No. – Contestó amargamente.
Lucia se lo quedó mirando sumida en sus pensamientos. Hasta hacía unos meses habría sufrido en silencio por su forma de contestarle. ¿Cuándo había aprendido a no prestarle atención cuando se enfurruñaba? ¿Cuándo se había convertido en alguien lo suficientemente seguro de sí como para ordenarle que durmiese en otra habitación?
Lucia se levantó de donde estaba con la vista clavada en él. Se quitó el batín lentamente y lo dejó caer al suelo, quedando totalmente desnuda ante él. Hugo, que hasta ahora había estado tumbado ociosamente en la cama, dio un respingo. Ella, sintiendo la mirada penetrante de él sobre su cuerpo, sonrió seductoramente. Se quedó en blanco. Su esposa le miraba tentadoramente mientras que el collar ámbar colgaba de su cuello y destacaba sobre su piel pálida.
Lucia se acercó a la cama sin apartar la vista de su miembro endurecido. Sorprendida de su propia audacia. Su marido siempre la miraba con deseo, como si fuese la belleza de la que todos hablaban. Tal era la pasión que transmitían sus ojos que había empezado a creer que quizás era una mujer atractiva y cuando lo hechizó se sintió lo suficientemente valiente como para ir a por él. Se subió a la cama y se le acercó de rodillas. Los ojos de él brillaban como fuego, como si lo tuviese atrapado y ella sonrió. Sonrió con picardía sin darse cuenta mientras se sentaba encima de su miembro. A Hugo se le movió la nuez al tragar saliva y ella aprovechó el momento para levantar el collar con los dedos, llevárselo a los labios, besarlo con suavidad y sonreírle de una manera extraña.
–¿Me queda bien?
–…Mucho.  – Sonó como un quejido.
–No es que no me guste, es que soy frugal. Me preocupa que te arruines.
–Ya se puede juntar el cielo con la tierra, que eso no pasará.
Lucia deslizó las manos dentro del batín de él y le acarició el pecho firme. Todo, sin dejar de mirarle. Saber que ella estaba al mando de la situación la excitó.
–Dicen que una mujer puede poseer conseguir lo quiera si se pone manos a la obra.
–Pídeme lo que quieras.
Hugo estaba dispuesto a darle una nación entera si así lo deseaba. Los Taran eran capaces de eso y más. Por muy desagradable que fuese la historia de su familia, debía admitir que era fuerte. Lucia sonrió ante su arrogancia. El duque de Taran no destacaba por su humildad.
Hugo se inclinó para besarla, pero ella se alejó. Una vez más lo intentó y una vez más recibió el mismo trato hasta que se la quedó mirando confundido. Sólo entonces, Lucia le dio un beso suave y rápido. Su esposo estaba al borde de atacarla, sus ojos le delataban.
La muchacha le acarició las mejillas y le volvió a besar. Dejándole desarmado, incapaz de rechazar su ataque. Esta vez, recuperó la noción del tiempo, la sujeto por la espalda y usó la fuerza para evitar que el beso terminase con tanta premura. Ella siguió los movimientos de su lengua aferrándose a su batín. En frenesí. Mientras tanto, Hugo le acarició la espalda hasta llegar a los hombros y la soltó.
–¿Dónde has aprendido estas cosas? – Preguntó impresionado.
–De ti. – Lucia rió.
–Yo no recuerdo habértelo enseñado.
–Aplicar lo aprendido es lo que hacen los buenos alumnos.
–Me alegra no ser rey. – Comentó Hugo con una sonrisa.
–¿Qué?
Hugo sentía que, si hubiese nacido para ser rey, su país quedaría en ruinas por culpa de esta mujer.
–¡Ah!
Hugo empezó a jugar con uno de sus pechos y se apoderó del liderazgo. Lucia, por otra parte, se retorció y gimió a merced de sus caricias.
Hugo siempre la deseaba apasionadamente y ella siempre reaccionaba de la misma manera.

Lucia se agarraba a las sábanas y apretaba los puños cada vez que él entraba en ella desde atrás en un intento de mantener la estabilidad.
–¡Ah…!
Hugo la agarró por la cintura y continuó penetrándola vigorosamente llenándola muy dentro. Estaba demasiado dentro. La joven chillaba ignorando si era dolor o placer.
–¡Ah! ¡Ah!
Cada vez que los muslos de él le tocaban el trasero se estremecía y se le empañaban los ojos. Él la atacaba sin piedad. El placer era tan intenso que le acabaron cediendo los brazos. Apenas lograba mantener las piernas en alto y se estaba quedando sin aliento.
–No… Para…
Hugo hizo caso omiso a sus suplicas y entró con todavía más fuerza. El interior de su esposa le apretaba haciéndole estremecer. Cada vez que entraba la veía temblar.
–Hugh… Ah… Estoy… agotada…
–Buena chica, ya casi… estoy. Un poquito más. – Él la consoló con un tono dulce.
Lucia era consciente que sus ruegos no llegarían a su cerebro sin importar lo mucho que se repitiese.
–…Ah, esto es… Me estás apretando demasiado… Me cuesta respirar…
–No digas… eso…
Lucia deseó poder taparse los oídos. Sus comentarios eran tan eróticos que la avergonzaban.
Cada vez que la atacaba, su cuerpo reaccionaba exageradamente y, de no ser porque él la estaba sujetando por la cintura, ya se habría caído hacía rato. Estaba cansada, pero su vagina sufría espasmos de placer al son de su latido. Finalmente, a Hugo se le aceleró la respiración y se dejó caer sobre su espalda.  La manera cómo su esposa se estremecía cuando aceptaba su pene estimulaba su deseo tan propio de un animal y su posesividad. Era suya. Era su mujer. Por muchas veces que la poseyera no eran suficientes. Quería llenarla de él. Colmado de placer, gimió. Deseaba plantar su semilla en ella. Y, maldita sea, tal vez si esas semillas dieran frutos esta mujer sería suya del todo.
Pero eso era imposible.
Lucia sólo podía jadear. Hugo notó un nudo en la garganta. Creía que si la tomaba podría saciar su sed, pero había tenido el efecto contrario, como si hubiese bebido agua salada. Dominar su deseo era casi imposible. Le quitó el pelo sudoroso de la frente a su mujer y la contempló. La muchacha cerró los ojos como si estuviese dormida con una mueca de desaprobación en los labios. Él, sintiéndose culpable, le acarició el pelo con delicadeza, se puso el batín y la envolvió con las mantas. Entonces, la levantó en brazos. Lucia, sin fuerzas para resistirse, le dejó hacer. Le dejó llevarla hasta el baño y lavarla.

*         *        *        *        *

Lucia despertó entumecida por las agujetas hasta bien entrado el día. Si bien la resistencia de su esposo era admirable, a veces y sólo a veces, se convertía en un problema cuando se excedía.
La joven se levantó quejumbrosa y se dirigió al recibidor donde encontró una montaña de joyas sobre la mesa. ¿Cómo podía ser tan inconsciente su marido? Hay un límite para los regalos. Atónita, se le ocurrió hacerle saber su opinión cuando volviese a la habitación aquella misma noche, pero recordó la anterior y supuso que le sentaría mal. Sin lugar a duda. La noche anterior había estado mohíno por el poco interés que había mostrado en un collar, si le hiciera devolver todo aquello se enfadaría. Así pues, decidió quedarse todos los obsequios para no crear un mal ambiente, nunca sería demasiado tarde para revenderlos y, recordando el consejo de cierta noble norteña, fingiría regocijo.
La tarde transcurrió sin otro acontecimiento y Lucia se dedicó a abrir cada una de las cajas y probarse su contenido.

–Mañana vendrá una diseñadora. – Anunció Hugo durante la cena. – Creo que necesitas un vestido.
–¿…Un vestido?
–Estamos en la Capital. Si te pones vestidos pasados de moda serás el hazmerreír. Tu prestigio lleva a cuestas el de los Taran.
Lucia no rechistó: tenía razón. Los trajes de los nobles, en especial los de las mujeres, eran la comidilla de toda la sociedad. La muchacha era consciente que todos los atuendos que había lucido en el norte no eran en absoluto adecuados para andar en sociedad allí.

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