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abril 22, 2019


–Creía que la ibas a matar en cuanto la vieras. – La voz que no atinaba a reconocer no era más que un susurro terrorífico.
–Eso pensaba yo también.
No necesité mirarle para adivinar con qué expresión me estaba mirando en ese momento el bastardo de Keitel.
–Esto sí que es raro. – Añadió con una carcajada espantosa. Me recorrió un escalofrío. – Mi intención era hacerlo. – Keitel dejó de acariciarme la mejilla, hecho que agradecí profundamente. – Piénsalo. Una hija mía. Qué repugnante. – Hablaba sinceramente disgustado.
–Es tuhija.
Abrí los ojos y vi el gesto capaz de congelar el infierno de mi padre.
–Por eso precisamente es repugnante.
¿Cuántas caras tenía este hombre? ¿Cómo lo conseguía? A veces parecía cuerdo, otras perfectamente normal y otras un demente. A pesar de que era mi padre había mucho que desconocía de él.
–¿De qué gloria puede gozar la hija de un asesino de sangre fría? Todo lo que puedes sacar de serlo es un trono empapado de la sangre de mis enemigos. – Sus ojos relucían con una luz oscura, de odio que no me dirigía a mí.
Keitel no me estaba mirando a mí, sino a todas las mujeres que habían querido quedarse en cinta. Las despreciaba.
–Con eso les bastaba.
–Qué desagradable.
Tenía tanto miedo que no me molesté en arreglar mi apariencia, sólo le miraba atentamente. El hombre desconocido debía ser un amigo a juzgar por la clase de conversación que estaban manteniendo. ¿Quién sería?
–Si hubiera sido varón la habría matado al instante. – Susurró mi padre antes de inclinarse para besarme. – No quiero herederos. – Dijo con total honestidad.
Su par de ojos carmesíes me absorbieron en la penumbra, atrayéndome con su vasta malicia que, a decir verdad, no dirigía hacia mí.
–¿Tu hija no puede ascender al trono?
–Sí que puede. – Me rehusé a dejarme tocar porque él estaba helado. – Pero… – Keitel me soltó viendo mi renuencia y se alejó. – La voy a vender como hice con mis hermanas antes de que pueda hacerlo.
Escucharle hablar así de mí me hirió, sin embargo, saber que no pensaba matarme y que su plan era dejarme vivir me alegró. Iba a perdonarme la vida, aunque conociéndole esto no cambiaba la situación.
–Eres de todo menos humano.
Sí, tenía razón. Mi padre no era más que un bastardo sin corazón. Keitel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada sonora.
–Sí que lo soy. – Yo fruncí el ceño, desconcertada por verle afirmar algo tan insólito. – Soy humano, pero con un problemilla.
Suspiré.
–¿Por qué no la mataste? – La sombra que se cernió sobre mí cuando el desconocido se acercó a mi cuna dejó claro que se trataba de un hombre alto. Parecía un gigante.
–Iba a ahogarla, pero se resistió. – Exclamó Keitel alegremente, como si hubiese descubierto algo impresionante. – Me sorprendió tanto que la dejé en paz.
–¿Eso no es lo normal?
–¿Tú crees?
–Ejecutar a esa joven ha sido excesivo. – Comentó el desconocido que se había posicionado entre las sombras con seriedad.
Me intenté secar las lágrimas sin conseguirlo. ¡Para qué tenía ojos si no podía verle bien!
–¿A quién?
–A la que la hizo llorar.
Keitel dejó de acariciarme la cabeza, yo hice una mueca y el rostro de Keitel se oscureció.
–Ah, esa. – Su sonrisa desapareció dando paso a un mohín grotesco. – No es porque la hiciera llorar. – Keitel lo negó rápidamente.
–¿Pues entonces? – Le interrogó el otro.
Keitel posó la mirada en su presunto amigo con una fuerza capaz de aterrorizar al más bravo guerrero. Me espantaba la idea de que en cualquier momento fuera a empezar una pelea por la manera con la que Keitel escupió cada una de las palabras de su respuesta.
–Tocó lo que es mío. – Hice una mueca de desagrado y mi padre prosiguió con voz grave. – Me rogó que la aceptase a cambio de no destruir su reino y yo acepté a pesar de que era más inútil que un insecto, pero no aceptó su lugar. Tuve que matarla cuando se atrevió a tocar lo que es mío.
Sus palabras estaban demasiado embarulladas y no logré entender qué parte me confundía más. Sentía el peligro, pero tampoco dónde.
–Entonces, ¿quieres decir que tu hija no es-…?
–Esto es mío. –Es decir, para él no era su hija, sino un objeto más entre sus muchas posesiones. – Si alguien se atreve a ponerle una mano encima a algo que es mío, lógicamente, tiene que estar preparado para las represalias.

*         *        *        *        *

–Que le llegue el Evangelio.
El Emperador se enzarzó en un conflicto bélico con Izarta para conquistarlo. En teoría la guerra iba a durar dos años, pero apenas le costó unos meses subyugar el nuevo territorio y regresar a su imperio. Los nobles y súbditos celebraron su llegada – al menos en su presencia – organizando majestuosos banquetes y preparándole bellas mujeres. No obstante, contra todo pronóstico, cuando el monarca llegó no se rodeó de bellezas o se dejó halagar en las fiestas, sino que fue a ver a su recién nacida. Todo el mundo contuvo el aliento esperando el baño de sangre que estaba a punto de presenciar: pero se equivocaron.
–¿En qué estás pensando? – Preguntó Friedel a su buen amigo, el tirano que gobernaba el reino.
Keitel, ya en el palacio Soleil, se dio la vuelta.
–¿Qué? – Preguntó inquisitivamente con ojos sin vida.
Friedel no se dejó intimidar porque sabía que Keitel, por muy fiero y aterrador que fuera, no le quitaría la vida, no podía matarle.
–¿Por qué la quieres en este palacio? ¿Por qué no perdonarle la vida y dejarla dónde está?
 La situación en general era inaudita: el tirano le había otorgado un nombre a su recién nacida y no había acabado con ella, además…
–Has ordenado que la traigan al palacio Soleil. – Era imposible que Keitel ignorase lo que significaba entrar en su residencia a la niña. – ¿Cuándo diste la orden?
–¿Tengo que explicártelo todo? – Repuso su amigo visiblemente molesto.
–Sólo quería entenderte. – Friedel suspiró. – ¿Por qué te pones así?
Keitel se dio la vuelta y se arrancó todas las parafernalias que la etiqueta le mandaba vestir.
–Porque me da la gana. – Dijo tirando la capa al suelo. – Me ha parecido interesante. – Continuó sin un atisbo de real interés en la voz.
Friedel alzó una ceja.
–¿Quién fue la madre?
Friedel suspiró pesarosamente pensando en la pobre mujer que había fallecido al dar a luz: la princesa heredera Zerina, la princesa de hielo del norte. La heredera de un reino milenario a la que habían entregado como un juguete más a Keitel a modo de proteger su debilitado país de la caída. Friedel era consciente qué clase de vida había terminado aguantando en aquel lugar la pobre mujer. Se sentía fatal.
–¿Por qué lo preguntas si te da igual?
–Tiene que confirmarse…
–¿Para qué…?

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