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abril 22, 2019


–¿Vas a acabar con el reino entero? –Le espetó agresivamente a Keitel.
La pareja de amigos se mantuvieron la mirada y se estudiaron el uno al otro. Keitel giró la cara inexpresiva, Friedel sólo estaba molesto, no pensaba oponerse a él.
–No.
–¿Pues entonces…? – Friedel arrugó la nariz.
Keitel debía saber ya quién era la madre, seguramente su pregunta no era quién era la madre de verdad. El tirano se acercó a una ventana que alguien había dejado abierta y reflexionó.
–Has ido a matarla. – Friedel frunció el ceño porque no entendía nada. Keitel no había asesinado a la mujer e incluso le había permitido dar a luz. Era un misterio. – ¿Por qué?
Keitel soltó una carcajada.
–¿Quieres que vaya a matarla ahora en un momento?
–No estoy de humor para tus bromas, Keitel.
Keitel no estaba dispuesto a seguir escuchando las quejas de su amigo que suspiró.
–¿Por qué has cambiado de opinión?
–Sólo he decidido quedarme lo que es mío. ¿De qué te quejas tanto?
–No es eso.
–Sí que lo es.
–Es mi hija, mi descendiente.
–¿Qué diferencia hay con el resto que tienes en palacio?
La única diferencia sería que la sangre de Keitel corría por las venas de Ariadna, pero su destino acabaría siendo el mismo: llegado el momento, la vendería como al resto de mujeres que habitaban en su harén.
–¿Curiosidad?
–¿Qué?
–¿Cómo se las va a apañar la hija de un asesino cuando todo el mundo la señale con el dedo? ¿Cómo vivirá? – La sonrisa de Keitel era increíblemente seductora.
–Qué hijo de perra. – Friedel ni siquiera trató de ocultar cómo se sentía al respecto.
–Ahí te doy la razón. – Keitel sonrió como si nada, se puso la chaqueta y añadió en voz baja. – Siempre puedo matarla si pasa algo, ¿no crees, amigo mío?

*         *        *        *        *

–¿Por qué estamos aquí?
–Shh, calla.
Cerera acalló las constantes preguntas de Elaine y me miró con una gran sonrisa plasmada en sus bellísimos labios.
–¿Has acabado de darle de comer ya?
Cerera se tensó por la sorpresa y el resto de presentes – yo incluida – jadeamos al escuchar la voz de Keitel.
–¿Por qué no respondes?
En esos momentos nos encontrábamos en el estudio del Emperador, no en mis aposentos.
–Sí, Su Majestad. – Cerera dejó la botella e hizo una reverencia.
–Dámela.
Me aferré a la manga de mi nodriza en un desesperado intento de rogarle que no me pasase a las manos de ese sangriento tirano, pero todos mis esfuerzos fueron en vano.
–Señor-… Mi Señor-…
Keitel, después de secuestrarme, se dio la vuelta como si ya el resto no le importase un comino, pero por suerte, mi fiel Cerera le atrapó antes de que el monarca desapareciera por la puerta en un acto de absoluta valentía.
Keitel se la quedó mirando y la noble mujer soltó una risita.
–En lugar de sujetarla así… –Sobrecogida e incrédula escuché atentamente cómo mi querida nodriza enseñaba al bastardo de mi padre a cogerme bien. – La cabeza es importante, es mejor que la coja así.
Mi padre no había cogido nunca en brazos hasta lo ocurrido con la princesa y, supongo, que entonces halló cierta diversión en tenerme en brazos.
–¿Algo más? – Preguntó Keitel pacientemente.
Cerera repasó sus conocimientos mentalmente unos instantes antes de añadir:
–Así, tiene que sujetarle el cuello.
No había nada más incómodo en este mundo que los brazos de este hombre al que debía llamar padre. Por desgracia, Cerera me sonrió y yo respondí inconscientemente con una risita a su dulce mueca.
–¿Así?
–Sí, Su Majestad.
En cuanto recibió la afirmativa, Keitel dio media vuelta y se marchó sin dejar de mirarme. Sus ojos rojos me estudiaban con tanta intensidad que, en un intento de cambiar el ambiente entre nosotros, le dediqué una risita adorable. ¿Qué otra cosa podría haber hecho en semejante situación?
–Está más gorda.
¡Qué grosero! ¡Vaya manera de insultar a una dama! Si no hubiese seguido siendo muda, le habría regañado.
Probé de mostrar mi voluntad mascullando unos sonidos inteligibles, pero todo lo que conseguí fue un:
–Qué fea. – Deseé poder cogerle por el cuello de la camisa y enseñarle una buena lección. – No te voy a ordenar que llores. Cuando lloras estás todavía más fea.
Keitel entró en otro estudio enorme y se sentó conmigo en la parte más alejada del escritorio donde se organizaba el papeleo en un sofá de excelente calidad. Mi padre empezó a volcarse en su trabajo y yo aparté la vista aburrida de verle escribir.
–¿Te aburres? – Me preguntó.
Me dio pereza sacudir la cabeza en negativa, así que me quedé quita, sin moverme. Keitel dejó los documentos sobre la mesa, me colocó las manos debajo de los brazos y me puso en pie. Aquello me supuso un gran esfuerzo, claro. Balanceé los brazos en el aire, desesperada y eso le arrancó una risotada a mi mal padre. ¡Qué mala persona! ¡Encima de decir que no soy más que un objeto me trataba de esta manera! Suspiré y, sin pensármelo dos veces, le cogí del pelo plateado.
–¡Ah…! – En cuanto tuve los mechones sedosos entre las manos intenté llevármelo a la boca y morderlos. Todavía no tenía dientes, así que lo único que podía masticarle era el pelo.
Satisfecha con mi fechoría miré a Keitel cuya expresión no sabría describir. Era distinta a cualquier otra. ¿Tal vez había sido demasiado audaz? Sin embargo, poco después empezó a reír.
–¡Princesa, no! ¡Eso no se come! – Mi nodriza vino corriendo y me quitó el pelo de la boca. – ¡Eso es caca! ¡No se come! ¡Caca! – Me regañó.

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