112: Grandes pérdidas

mayo 11, 2019


 La consorte Lian aborrecía a los Jiang con toda su alma como única superviviente de alto linaje de los Murong. Dos años atrás, el Emperador de Da Li decidió conquistar el microestado de He Zhe. Conscientes de la imposibilidad de defenderse contra la inminente amenaza vecina, los Murong entregaron una carta de rendición al general Jiang Nan. Rendirse era beneficioso para ambos bandos: no habría un baño de sangre innecesario y Da Li no perdería hombres en batalla. Sin embargo, Jiang Nan aprovechó la oportunidad para establecer su carrera militar: si la batalla era lo suficientemente sangrienta, alcanzaría fama y reconocimiento, pero si los Murong se negaban a pelear, no sería por el mérito bélico del general, sino por la imponente autoridad del Emperador de Da Li. Así pues, Jiang Nan disfrazó la verdad, asesinó al embazador y destruyó la carta. Se abrió paso por las puertas de la ciudad y capturó a toda la familia real bajo el pretexto de que los escoltarían a la capital para que no opusieran resistencia. Neng You Lian, o mejor dicho, Murong Xin fue una de las prisioneras que iban a escoltar a la capital junto a otras concubinas, príncipes, princesas, nobles y Emperador. Fue un infierno: perdieron todos sus tesoros, de noche escuchaban los gritos de las mujeres que el ejército enemigo desvirtuaba mientras se consolaban los unos a los otros en sus tiendas. Ella misma fue testigo de la violación de su hermana, Murong Hua, a la que confundieron con otra noble. Los hematomas, heridas y marcas que cubrían su cadáver eran prueba de la desesperación, miedo y dolor por el que había pasado la joven.
Los Murong esperaban un decreto de perdón porque ya habían enviado la carta, ¿cómo iban a imaginarse que Jiang Nan los había engañado de esta manera? Los ciudadanos de su querido país no iban camino a la capital, no, iban directos a la tumba. Jiang Nan los llevaba a una montaña desolada para poder asesinarlos y enterrarlos. Murong Xin revivía la experiencia cada noche en sus sueños. Si consiguió sobrevivir fue gracias a que la Emperatriz, su madre imperial, le había cubierto la cara con su propia sangre para que la creyesen muerta y, moribunda, se había puesto encima de ella para taparla.
No fue hasta tiempo después que descubrió que Jiang Nan temía que la realeza de Murong lo delatase y que había explicado a su monarca que los Murong habían preferido morir. Murong Xin no podía hacer nada sola, era imposible. Jiang Nan dejó de violar, asesinar y atemorizar a los civiles en cuanto cruzó las murallas. Además, recompensó generosamente las pérdidas de las familias, así que la mayoría de las gentes asumió que los Murong habían sido asesinados por culpa de su propia terquedad. Murong Xin se enfrentó a una sarta de mentiras que había transformado la injusta tragedia de su familia en el objeto de odio y rencor de los habitantes al contrario de Jiang Nan pasó de ser un don nadie a un héroe bélico de la noche a la mañana.
Neng You Lian estaba decidida a seguir el plan de Wei Yang sin rechistar, pero la noche anterior al espectáculo se le había antojado demasiado infantil. Quería que el Emperador sufriese y descubriera que todo había sido culpa de los Jiang. Hasta que el monarca no sintiese en su pellejo el dolor de una herida, no sería capaz de empatizar con los Murong.
Li Wei Yang había estado esperando un punto de no retorno para acabar con los Jiang. Al principio, su idea había sido acusarlos de traición con ayuda de Tuoba Yu, sin embargo, para ello necesitaba el sello de la familia y no se le ocurrió ninguna manera de conseguirlo. La falsificación tampoco era una opción: cuando acusas a una familia entera de traición necesitas presentar pruebas sólidas. Una carta con un sello de los Jiang no haría vacilar la confianza que el Emperador llevaba depositando en la familia durante décadas. Si querían hacer daño, tendría que ser indirectamente.
Hacía un mes le había llegado la noticia de que los Jiang estaban construyéndose una mansión para que el duque pudiese vivir el resto de sus días en paz. La finca estaba plagada de majestuosas estatuas de jade, ventanales, dragones, oro y perlas. Uno de los palacios más queridos del Emperador se había derrumbado y para evitarse un gasto catastrófico había tenido que posponer su reconstrucción. Que los Jiang tuvieran el poder económico suficiente como para mantener y construir semejante finca pondría en duda de dónde sacaban el dinero. Además, Min De había descubierto que habían sobornado a un artesano para guardar el secreto de una estatua en concreto: la del cangrejo. El rey cangrejo sólo se encontraba en una de los salones de palacio para recordarle al monarca que debía salir al exterior para comprender las necesidades de sus súbditos. ¿Quién no se tomaría como una ofensa que una casucha de un noble tuviese la réplica de una reliquia imperial? Necesitaban un apoyo dentro de palacio que fuese su mano amiga: la consorte Lian, una mujer intrépida con un profundo rencor hacia los Jiang. Sin embargo, ni Li Min De ni Wei Yang estaban preparados para que la consorte, impaciente e ignorando la política, cambiase el plan. No obstante, si la investigación sobre las muertes de los Murong era llegaba a buen puerto, tal vez los Jiang saldrían mal parados.
Li Wei Yang estudió las expresiones de los supervivientes del ataque del banquete. Miró a Li Zhang Le que, en medio del caos se había escondido tras Jiang Hai para escapar de la desgracia.
Li Wei Yang miró de soslayo a uno de los eunucos que arrastraban el cuerpo inerte de la asesina. La joven no debería haber muerto.
Erguido en su trono, el Emperador se debatía entre el miedo y la ira.
Los resultados del escudriñó del cadáver llegaron a la hora y determinaron la procedencia de la asesina: Murong. Al parecer, la muchacha llevaba consigo una insignia característica gracias a la cual consiguieron identificarla.
–¡Este inútil servidor ha fracasado y no ha conseguido eliminar a todos los aliados de los Murong! – Jiang Nan se arrodilló ante el Emperador sin que a éste le diera tiempo a pegar ni un respingo ignorando que la verdadera descendiente de los Murongs estaba a su lado.
A la consorte Lian y a Li Wei Yang les dio un vuelco el corazón.
La familia de los Jiang era considerada los primeros nobles del país que habían seguido ciegamente al Emperador y ganado méritos incalculables durante la fundación de Da Li. A día de hoy sus cimientos estaban tan bien arralados que gozaban del control del ejército, por eso el público los consideraba fuertes y los protectores del monarca. A pesar de sus muchas hazañas, ni el duque Jiang ni su hijo, Jiang Xu, habían alardeado de su estatus. Mantenían una distancia prudencial con los súbditos de la corte y procuraban no entrometerse con los príncipes. El Emperador todavía necesitaba a los Jiang hasta que encontrase un reemplazo igual de fuerte, sin embargo, lo ocurrido aquella noche le tomó desprevenido.
–¡El peor de tus crímenes es no haber informado como debías de tus hazañas! – Dijo el Emperador fríamente. – ¡Me has engañado…! – Ni siquiera intentaba ocultar su rabia. – ¡Matarte sería un regalo! – Dicho esto, cogió uno de los jarrones de flores de su alrededor y se lo lanzó a Jiang Nan, que aceptó el golpe sin rechistar ni protegerse.
–¡Su Majestad! – Jiang Xu corrió a arrodillarse, nervioso. – ¡Es culpable! ¡Tiene razón!
Que los generales falsificasen sus hazañas para conseguir méritos militares era pan de cada día y, aunque el Emperador investigase el asunto, no se consideraría una gran falta. O ese hubiese sido el caso si la tragedia no hubiese acontecido aquella noche en el banquete.
–¡Perdónale, padre! – Se apresuró a suplicar el príncipe heredero. – ¡El general Wu Wei todavía es joven, por eso ha hecho mal y te ha hecho enfadar! Si le matas, las gentes se decepcionarán y dejarán de sentir la misma lealtad por nuestro reino.
–¿Por qué no dejamos de lado el desacierto de Jiang Nan, mi señor, y nos centramos en que te ha salvado? – La Emperatriz, pálida como el papel, intervino haciendo de tripas corazón.  – Salvarte la vida podría ser su forma de expiar su desliz. ¿Qué beneficio se saca de investigar a un súbdito con tantos méritos?
La consorte Lian empalideció. Temblaba tanto que tuvo que esconder las manos en sus mangas. ¡Las muertes de los Murong no eran nada ante los ojos de toda esta gente! ¡Era sólo un pequeño “desacierto”!
–Sobre lo de-… – Empezó a susurrarle Min De al oído a Li Wei Yang.
Li Wei Yang sacudió la cabeza. Si sacasen el tema de la mansión de los Jiang al Emperador le extrañaría que todos los indicios señalasen a los mismos. ¿Qué podían hacer ahora? La joven repasó a los invitados con la mirada hasta fijarse en Li Xiao Ran que, por su parte, no le quitaba el ojo de encima a Li Zhang Le. Su hermanastra intentaba comunicarle a su padre a través de una mirada exigente que ayudase. Ansiaba que el ministro se pronunciase a favor de los Jiang. Hasta Jiang Yue Lan le miraba expectante.
Li Xiao Ran mostró todo su abanico de expresiones antes de decidirse a salir de la multitud para hablar.
Li Min De frunció el ceño, pero Li Wei Yang le guiñó un ojo para tranquilizarle.
–Su Majestad, – empezó el ministro. – El general Wu Wei ha cumplido con sus obligaciones a pesar de su corta edad. – Se lamentó. – Es un hombre valeroso y capaz, hasta se atreve a seguir lo que le dicta su lógica. Un talento como el suyo no es fácil de encontrar.
–Entonces, ¿te parece bien lo que ha hecho? – Preguntó agresivamente el monarca.
–Este humilde servidor no intentaba decir eso. – Li Xiao Ran suspiró. – Matar a los Murong no es nada de lo que enorgullecerse, sin embargo, el general ha salido victorioso de más de cuarenta batallas. Puede que el joven solo intentase ahorrarle a usted, mi señor, dolores de cabeza para proteger nuestro queridísimo reino. Me atrevo a decir que cualquier otra persona hubiese causado mucho más daño.
El rostro del Emperador se contrajo en una mueca sombría. Li Wei Yang lo notó y bajó la cabeza para ocultar su sonrisa.
Li Xiao Ran llevaba a disposición del Emperador los años suficientes como para entender su personalidad a la perfección. Viendo lo mucho que estaba vacilando, había optado por alabar a los Jiang como si fueran una pieza clave en le reino, como si perderlos significase la ruina. Cualquier otro soberano hubiese recapacitado y salvado al general, pero la inseguridad de este había traspasado los límites de la locura. Si Li Xiao Ran hubiese regañado a Jiang Nan, el Emperador se habría apiadado de él, pero con sus halagos el Emperador recordaría lo que más detestaba en este mundo y la ira se apoderaría de él.
–¡Creo que es mejor no poner en riesgo la vida de mi señor por culpa de un desliz!
–¡Como oses volver a suplicar por los Jiang, primer ministro, – bramó el soberano. – tú también recibirás un buen castigo!
Li Xiao Ran, pasmado, se retiró a un lado descorazonado. Nadie más se atrevió a interferir ni hablar.
A Li Wei Yang le faltó poco para echarse a reír. Su padre aborrecía tanto a los Jiang que estaba dispuesto a ser la gota que colmase el vaso. Había sido un golpe preciso y despiadado. Sí, digno de ser su padre.
Li Zhang Le estaba aterrorizada. No temía por el bien de su familia materna, sino por sí misma. Si acababan con los Jiang, no quedaría nadie en su bando para protegerla. Trató de rogarle a Tuoba Zhen que la ayudase, pero su prometido sólo parecía tener ojos para Wei Yang. ¡¿Por qué todo el mundo giraba alrededor a esa perra?!
–¡Fui yo quien acabó con los Murong, Su Majestad! – Chilló Jiang Nan. – ¡Es culpa mía! ¡Perdone a mi padre, se lo ruego!
–Si tanto deseas morir, no seré yo quien te lo impida. – Se burló el Emperador.
–¡Necio! – Exclamó Jiang Xu tras escuchar, atónito, cómo el monarca estaba decidido a matar. – ¡¿Cómo te atreves a contestar al Emperador?! ¡Los Jiang no aceptamos a un hijo como tú! – Dicho esto, desenvainó la espada de la cintura de uno de los soldados de la sala y atacó a su propio hijo.
Los soldados evitaron el falso derramamiento de sangre. Li Wei Yang lo estaba disfrutando. ¡Ese Jiang Xu era todo un actor!
–La culpa es mía por no haberle educado como se debe, mi señor. – Lloró el militar. – Sus crímenes merecen un castigo severo, ¡por favor, castíguele!
Que un oficial de primer rango se postrase llorando en el suelo incomodaría a cualquiera.
La expresión del Emperador volvió a cambiar. Li Xiao Ran no era el único que comprendía la personalidad del soberano. Sus ansias asesinas habían desaparecido y, por desgracia, Wei Yang no podía pronunciar palabra para devolver la tensión a la escena. Por suerte, la consorte Lian captó la mirada con segundas de la muchacha e intervino.
–¿Y si perdonas al general, mi señor?  Es un héroe que ha conquistado el oeste. Todavía hay que defender territorios, ¿por qué íbamos a entristecer a todos los presentes con la muerte de alguien tan importante…?
Jiang Xu volvió a ponerse nervioso y la fulminó con la mirada.
El Emperador detestaba cualquier amenaza a su autoridad. Escuchó las palabras de su consorte con atención, frunció el ceño y se volvió para ver la herida del cuello de su favorita. Una vez más, cambió de idea: no podía perdonar a quien había provocado algo como aquello.
–Me gustaría ver si mis tierras caerán en la ruina sin este héroe. – Dijo con frialdad. – Le retiro todos los méritos a Jiang Nan y prohíbo terminantemente que se le vuelva a otorgar alguno. En cuanto a su Jiang Xu, ha fracasado como padre, así que merece un castigo. Le relego de primer a tercer rango, se le negará el sueldo durante tres años y permanecerá en arresto domiciliario durante uno.  Entregadle vuestro sello a Gao Jin. ¡Venga!
Los ojos de la consorte Lian rebosaban decepción. ¿Por qué el Emperador no mataba a los Jiang? Miró a Wei Yang y la vio sacudir la cabeza y suspirar.
Si la consorte Lian hubiese seguido su plan al pie de la letra, el escándalo de la mansión habría causado más revuelo que la irresponsabilidad en campaña. Para el Emperador la muerte de los Murong no era nada. Si no fuese por Li Xiao Ran, el soberano ni siquiera se hubiese planteado un castigo porque lo que quería era dejar claro que haría la vida de cualquiera que se atreviese a ir en contra de sus deseos un infierno. La parte positiva del meollo era que la carrera de Jiang Nan había tocado a su fin y que Jiang Xu hubiese sido castigado con arresto domiciliario era sinónimo de arrancarle el poder del ejército.
Li Min De sonrió mientras contemplaba la escena. Lamentablemente, habían perdido la oportunidad de cortar de raíz a los Jiang, pero por lo menos ahora los habían dejado fuera de combate durante un tiempo y su poder había sufrido un buen golpe. Li Wei Yang pensaba igual: ver a padre e hijo como si se les hubiese hundido el mundo era agradable.
Jiang Xu y Jiang Nan aceptaron la gracia del Emperador y abandonaron el salón rápidamente. Jiang Hai, con los ojos rojos, ayudó a Jiang Xu a caminar hasta afuera.

–¡Soltadme! – Ordenó, entonces, se arrodilló bajo la lluvia en la plaza.
–¡Qué haces, padre! – Exclamó Jiang Nan acercándose corriendo para levantarle.
–¡Déjame, imbécil!  ¡¿Qué sabrás tú?! ¡Si no fuera por ti no habríamos pasado por semejante humillación! ¡¿Cuántas veces te he dicho que no seas tan engreído e impulsivo?! ¡Serás…! ¡Te crees extraordinario! ¡¿Sabes cuánto dinero hemos gastado para conseguir el ejército que tenemos?! ¡Todo se ha ido al garete!
–Si te arrodillas aquí será como si estuvieses aceptado las culpas. –Susurró Jiang Nan. – Vamos, levanta. Su Majestad no nos va a perdonar por arrodillarnos. ¡Sólo nos convertiremos en el hazmerreír!
–¡Idiota! – Jiang Xu le miró, chorreando. – ¡Si no quieres acabar con los Jiang, arrodíllate!
Llovía a mares. Jiang Nan se arrodilló de mala gana al lado de su padre mientras sentía como una llama se encendía en su interior.
–¡Me estoy arrodillando contigo porque es lo que quieres, padre, pero no pienso admitir mi culpa! ¡Yo no he hecho nada malo! – Exclamó rechinando los dientes.

En el salón del banquete el ambiente seguía tenso. El viento soplaba y golpeaba las ventanas, inquietando a los invitados.
–Retiraos. – Ordenó el Emperador al fin.
La pareja imperial abandonó la sala con poca ceremonia y los asistentes empezaron a ponerse en marcha. Los eunucos habían preparado unos paraguas, pero la inquietud del momento obligó a los nobles a rechazar la hospitalidad de los criados. Li Zhang Le, no obstante, aceptó gustosamente el paraguas, temerosa de que se le cayese la máscara por la lluvia.
En la entrada se encontró con Sun Yan Jun. La ignoró y pasó de largo. Sus aires de grandeza disgustaron a la hija del general, así que ésta le hizo la zancadilla consiguiendo tirarla al suelo con un chillido. La gente que estaba por ahí se giró para mirar a Zhang Le esperando algo terrorífico, pero sólo vieron a la hermosa joven tirada en el suelo encima de su paraguas.
–¡Ah! ¡Qué susto! – Chilló una señora apuntando con el dedo a Zhang Le.
Las miradas del resto de nobles siguieron la dirección del dedo y nadie daba crédito a lo que veía.
Li Zhang Le se serenó momentáneamente y se tocó la cara: su máscara seguía en su sitio. ¿Qué estaba pasando? Entonces, bajó la vista y descubrió algo negro en el suelo. Delante de miles de personas de élite, la atractiva hija de los Li se había caído por las escaleras de la entrada dejando al descubierto su calvicie y con ella, las múltiples cicatrices y heridas putrefactas.
–¡Una leprosa! ¡Una leprosa!
–¡Baja la cabeza! – Jiang Hai se hizo paso entre la multitud y la cubrió con su capa.
–¡Vámonos! – Instó Jiang Yue Lan.
El rumor atónito de las voces de los testigos de semejante atrocidad llegó a Li Xiao Ran que, avergonzado, gritó:
–¿Qué haces aquí dejándonos en rídiculo?
El ministro salió a grandes gambadas del palacio, Yue Lan guardó silencio y acompañó a Li Zhang Le dejando atrás las carcajadas contagiosas y disgustadas de la multitud.
Tuoba Rui había sido testigo de la horrenda escena y ahora sentía un impetuoso deseo de vomitar toda la cena. No quería ni saber por qué estaba así, sólo quería que el banquete tocase a su fin. Por otro lado, Tuoba Zhen se limitó a observar sin ningún cambio de expresión. Ni siquiera se molestó con investigar si lo ocurrido estaba relacionado con Wei Yang. ¡Aunque estaba seguro que estaba metida en el ajo! El remolino de sentimientos de sorpresa del príncipe terminó simplificándose en una pregunta: ¡¿por qué la muchacha no se dejaba usar?!
–No te pongas así, hermano. – El príncipe heredero se le puso al lado.
–Nunca me habría imaginado que el banquete acabaría así. – Contestó Tuoba Zhen apenado. – Mi madrastra ha-…
–Sé que teníais una relación muy fuerte. – El otro chico suspiró. – Padre ha sido demasiado cruel y se ha tragado las palabrejas del sacerdote… – Tuoba Zhen bajó la cabeza fingiendo estar demasiado triste como para responderle. – Ya se me ocurrirá algo. – El futuro monarca le dio una palmadita en el hombro. – Espero que padre no te castigue.
–Eres lo único que me queda, hermano.
–No digas eso, – el príncipe heredero asintió. – mi madre también te intentará ayudar. No dejaremos que padre pague su ira contigo. No te preocupes. No va a cambiar nada.
Tuoba Zhen sabía que aquello no eran más que fútiles palabras de consuelo. Prometer a Tuoba Rui con la nieta del marqués de Yong Ning había sido una advertencia del Emperador que estaba al tanto de que el muchacho le odiaría, así que había optado por arrancarle cualquier apoyo que pudiese tener. Qué tirano. Tuoba Zhen bajó la vista y, por alguna razón que no lograba comprender, la imagen de Wei Yang cada vez era más clara en su mente.

Tuoba Yu buscó a Li Wei Yang entre la multitud para pedirle que le aclarase un par de cosas, sin embargo, ya no quedaba ni rastro de ella. Li Min De contemplaba la lluvia desde uno de los largos pasillos de palacio y en la corte, sólo quedaban Li Wei Yang y la consorte Lian.
–¿Qué pasa? – Preguntó en tono burlón Wei Yang viendo el rostro apenado de la otra mujer. – ¿Ahora te arrepientes?

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