70: La Duquesa Vivian (2)

mayo 26, 2019

Lo primero que hizo Lucia fue saludar a la Condesa de Jordan.
–Gracias por invitarme, Condesa.
–Gracias a usted por venir. Es un gran honor conocerla, Duquesa. Su belleza supera con creces a lo que narran los rumores.
La actitud de la Condesa era extremadamente prudente. Sentía que la Duquesa era alguien difícil de tratar y, en absoluto, la típica jovencita de veinte años que esperaba.
Lucia esbozó una sonrisa. Antoine había hecho todo lo posible por ella desde bien temprano. Según su modista la gracia de su atuendo era la “elegancia” y “dignidad”. Era su primera actividad social y la comerciante le había aconsejado que presionase a las nobles, dejar clara su superioridad. Frente al espejo, después de que la maquillaran, la joven había estado practicando su expresión entre risas y, verdaderamente, el resultado era espectacular: la imagen que reflejaba su espejo era la de una digna Duquesa rebosante de gracia.
Iban a tomar el té en el amplio jardín de la Condesa: había preparado sombrillas, parasoles y un caminito para facilitar el movimiento a sus invitadas. En cada una de las mesas había espacio para cinco o seis personas con la excepción de una para diez en medio dónde había colocado a la Duquesa y la Condesa se iba moviendo de un lado para el otro para conversar con todas las asistentes equitativamente. Las criadas correteaban de un lado a otro y las nobles empezaron a parlotear y presentarse.
–Me llamo Sofia Alvin, mi marido es el Conde de Alvin.
Lucia se quedó parada unos instantes, sorprendida por su habilidad de mantener la compostura y porque en su sueño Sofia se había acabado casando con un marqués, no con el Conde Alvin. El futuro había cambiado. Aunque era un hecho obvio: Hugo debería seguir soltero y ella debería seguir abandonada en el palacio, pero se habían casado y el futuro avanzaba por sendas desconocidas tanto para ellos como para cualquier que tuviese la más mínima conexión con ellos.
Lucia se encontró con Sofia, ahora Condesa de Alvin, inesperadamente, pero su corazón no vaciló. Había sido testigo de la cruel ruptura de ella y su marido, además, no había sido más que una de las tantas mujeres de su pasado, no era algo de lo que debiese preocuparse. Sin embargo, era una situación peculiar. En la lista no figuraba su nombre y la Condesa de Jordan debía saber los rumores sobre ella y el Duque. Estaban sentadas en la misma mesa, que era de per se un tema delicado: si no querías ver a alguien, no ibas; si sentabas en la misma mesa a dos enemigos, el desenlace podía ser trágico. Por eso mismo cualquiera no era capaz de organizar reuniones, quedadas o fiestas. Las relaciones de la alta sociedad de la Capital eran complejas y era necesario comprenderlas.
Lucia se giró para mirar a la Condesa de Jordan cuando Sofia se presentó. La Condesa se estremeció y desvió la vista. Lucia esbozó una mueca fría. Provocar ciertas situaciones para entender la personalidad de la gente no era una práctica aislada en la alta sociedad. Si Lucia fuese ignorante sobre la forma de proceder de los nobles, ni siquiera se habría dado cuenta. Era un ritual para la primera aparición de la Duquesa en un ámbito social. Si Lucia ignorase a Sofia o mostrase su disgusto, se convertiría en la habladuría y el espectáculo para el resto de invitadas. ¿Y quién las culparía si Lucia se enterase de lo ocurrido tiempo después? En su sueño, cuando apareció como esposa del Conde de Matin la taladraron con preguntas bochornosas y quedó en evidencia. Una debutante no sabría de los sutiles problemas que representaba el sitio donde te colocaban y, seguramente, la Condesa estaba segura que ella no lo notaría. Lucia se había tragado la fachada de la Condesa de Jordan y había mostrado nada más que buena fe incluso cuando le había preguntado si no le importaba que fiesta fuera a ser más grande de lo esperado.
Lucia había oído que la Condesa de Jordan aborrecía las molestias. Probablemente sólo había aceptado que la Condesa de Alvin acudiese al encuentro para evitar problemas, y después de todo, toda la responsabilidad recaería sobre la misma Condesa de Alvin si fingía no saber nada sobre los rumores.
El Duque de Taran gozaba de mucho poder político, pero no oficialmente; mientras que el Conde de Alvin era conocido por ser un gigante económico. El dinero siempre era más estable que el poder. Había elegido su bando y, aunque no le guardaría rencor, no sería una amiga.
¿Cuál serían las intenciones de Sofia para pedir ser invitada a una fiesta improvisada y que la sentasen en la misma mesa que ella? No había sido una sabia decisión. Si Lucia llegase a guardar rencor, la malparada sería la Condesa de Alvin.
–Tan hermosa como siempre, Condesa de Alvin. Siempre había oído hablar de su belleza y de… Bueno, doy por supuesto que ustedes ya me entienden.  – Lucia mezcló a propósito las alabanzas y dejó claro que era conocedora de los rumores que circulaban por ahí, pero que poco le importaban. Ninguna de las que las estaban escuchando falló al comprender lo que implicaban sus palabras. Unas rieron y otras pusieron caras extrañadas.
–Me halaga. – Respondió Sofia con cierto vacilo en su tono de voz.
Sobrevivir en sociedad no era muy distinto a sobrevivir en lo salvaje. Las nobles se pusieron de parte de la Duquesa rápidamente. La joven no era ignorante sobre el mundo ni hueca. Había desestimado a la que había sido la amante de su esposo sin alzar la voz ni cambiar de expresión, una reacción que distaba enormemente de la que esperaban de una recién casada de apenas diecinueve años. Todas las invitadas se habían reunido unidas por la impetuosa curiosidad de ver lo bella que era, pero casi ninguna se preocupaba por eso. La Duquesa no era ninguna belleza despampanante, pero tampoco era fea. La belleza de la joven era subjetiva: algunas se decepcionaron y otras tantas creyeron que los rumores no habían mentido.
Era imposible que todas las mujeres encajasen en el perfil de mujer glamurosa que era la orden del día, pero viendo el atuendo de la Duquesa y su estilo, muchas pensaron en cambiar a ese estilo más elegante y refinado. Todas las que compartían mesa con Lucia eran mujeres con una significante red de conexiones y maestras en el despliegue de la alta sociedad que, en cuestión de minutos, se convirtieron en fieles seguidoras de la nueva Duquesa.
Reinaba la armonía. Las nobles abastecieron a la Duquesa con temas de conversación y la hicieron el centro. Y es que, aunque Lucia se había limitado a contestar las preguntas con lo justo y necesario, se había convertido en el foco de atención. Era como una reina y se aseguró de no dejarse embriagar por el ambiente. Dejarte llevar podía significar malas consecuencias. Si gozase de una muy buena reputación, la gente podía cometer errores y nadie se fijaría, pero acababa de empezar. Mejor prevenir que curar.
–Me han dicho que mi señor el Duque compró todas las joyas de una joyería para usted.
–Ah, yo también lo había oído. La Sepia.
–¿El collar que lleva es de Sepia?
Lucia asintió y sonrió dando a entender que, efectivamente, su esposo había dejado vacía una joyería entera.
–Y antes he visto que el Duque la ha acompañado hasta aquí.
–Yo también.
–Oh, vaya. ¿De verdad?
¿Por qué tanta sorpresa? Lucia estaba patidifusa. Cuando Hugo le había dicho que la acompañaría, no quiso rechazarle. Jerome tampoco comentó nada, así que pensó que no sería para tanto y que era algo habitual. No obstante, las nobles allí presentes estaban asombradas porque el Duque de Taran lo hubiese hecho.
–Estaba preocupado porque es mi primer acto social. Siempre presta mucha atención a estas cosas.
–Qué cariñoso.
–Qué romántico.
Las oyentes reaccionaron dramáticamente desde todas partes. Todas las testigos de la escena anterior estaban seguras que la realidad de los rumores caía en lo locamente enamorado que estaba el Duque.
Sofia estaba sola e ignorada. Nadie se molestaba en mirarla y tampoco hablaba. Hasta hacía poco, había vivido rodeada de adulaciones, pero la actitud de todo el mundo había cambiado en cuestión de momentos. Sin embargo, lo que le dejaba ese gusto amargo en los labios no era la traición de su séquito, sino la mirada del Duque de Taran cuando se había despedido de Lucia, una mirada cariñosa, cálida. Había sido una derrota aplastante, él jamás la llegó a mirar así.
El Duque no asistía a ninguna fiesta si no era estrictamente necesario. Contadas eran las ocasiones en las que había conseguido ser su pareja y, aunque siempre se encontraban en el dormitorio, por la mañana todo lo que quedaba de él era un mensajero. Raramente sonreía y la frialdad nunca abandonaba su expresión. No obstante, a Sofia le encantaba su apariencia ruda y fría, sus deslumbrantes ojos rojos… Todo. Que un hombre tan apasionado fuese capaz de mirar a alguien con semejante dulzura era impensable. Puede que la Duquesa no poseyese la belleza que se relataba en los rumores, pero sí la seguridad de una mujer amada. En comparación, Sofia se sentía patética. Escuchar sobre lo apreciadísima que era la Duquesa era malo para su corazón y el anhelo de romper esa serenidad que habitaba en el rostro de la Duquesa anidó en lo más profundo de su ser.
–Es más cariñoso de lo que dicen. Hace poco nos encontramos y se comportó como siempre.
En cuanto Sofia abrió la boca el ambiente pareció helarse. El resto de mujeres se callaron, bajaron el tono y susurraron entre ellas.
–¿A ésta qué le pasa?
–Ni que lo digas. Qué manía ir a por quien no ha dicho nada.
La intención de Sofia era humillar a Lucia sentándose en su misma mesa, pero Lucia había intentado dejarlo correr. Intentó comprender el lamento de la rechazada incapaz de olvidar cómo la había tratado Hugo. Sin embargo, Sofia estaba pasándose de la raya. Da igual lo benevolente que fuese la sociedad con la infidelidad, soltarlo en público no era de buena educación. Lo correcto era cerrar el pico y mencionar un asunto privado delante del conyugue era inexcusable.
–Me conozco el horario de mi marido a la perfección y está terriblemente ocupado con asuntos oficiales. Me pregunto de donde habrá sacado el tiempo.
Lucia no se creyó las palabras de Sofia. Confiaba en su esposo y, objetivamente, tampoco tenía tiempo. Las otras mujeres miraron a Sofia claramente pensando que acababa de mentir.
–Fue cuando fui a palacio. – Sofia enrojeció.
–Entonces no os “encontrasteis”, sino que os “visteis” o “saludasteis”. – Explicó Lucia. – Cuide esas palabras, Condesa.
Sofia se ruborizó. Abrió la boca para replicar, pero la cerró y bajó la cabeza. En respuesta, las otras nobles chasquearon la lengua en desaprobación. A ninguna mujer de alta cuna le gustaba la malicia y Sofia acababa de serlo.
–Ah, por cierto, el otro día…
El ambiente se relajó una vez más cuando alguien rompió el silencio, pero a diferencia de antes, ahora miraban a Sofia con disgusto. Muchas mujeres sólo podían lidiar con los problemas que conllevaban las aventuras de sus maridos en silencio y que Sofia se hubiese atrevido a mencionarlo como si nada en público les molestó.
–Lleva aquí demasiado tiempo, Condesa de Jordan, tal vez sería mejor que volviese a cumplir con sus deberes de anfitriona.  – Indicó Lucia.
La Condesa se puso roja por la vergüenza: llevaba en la mesa de la Duquesa desde el principio de la quedada. Las miradas acusatorias de aquellas que habían confiado en ella para luego descubrir que todo lo que le importaba era sacar beneficio se posaron en ella.
La fiesta tocaba a su fin. Lucia dio un último bocado al pastel, dejó el tenedor y se levantó. El resto de las invitadas imitaron a la Duquesa, incluso las de las otras mesas que desde un principio las observaban con envidia.
–Espero que venga a mi fiesta, Duquesa.
–¿Cuándo volverá a salir?
Las mujeres la rodearon.
–Duquesa. – Una voz las interrumpió.
Lucia miró en su dirección: Sofia.
–Ha sido un honor conocerla. Espero que volvamos a vernos.
–No estoy segura. ¿Lo mejor no sería no vernos?
Un par de mujeres soltaron unas risitas. Sofia apretó su bolso con más fuerza, sacó un pañuelo y se lo entregó a Lucia. Era el típico pañuelo de seda que llevaban los hombres.
–Mi señor el Duque me lo dejó la última vez que nos vimos para que pudiera secarme las lágrimas. Estaba esperando un buen momento para devolverlo, pero como no sé cuándo podré, me gustaría que usted, Duquesa, se lo devolviera y agradeciera en mi nombre.
Las otras invitadas estudiaron la escena con nerviosismo.
Lucia supo desde un principio que mentía. Hugo no era el típico caballero que le ofrecería un pañuelo a una mujer llorando por muy buena que hubiese sido su relación. De serlo, no habría sido capaz de deshacerse de una mujer amenazándola con la muerte si le molestaba más. ¿Qué le estaría rondando la cabeza a Sofia? ¿Arrogancia? ¿Odio? La muchacha era llanamente necia, además de que no conocía a Hugo en lo más mínimo, hecho que le gustó.
Lucia aceptó el pañuelo como si nada, lo examinó y miró directamente a los ojos a Sofia antes de dejarlo caer al suelo.
–Sus mentiras me parecen insultantes, Condesa. – Dijo con total frialdad. – Esto no es suyo. – Los ojos de Sofia brillaron de mala manera. – Una esposa sabe reconocer el pañuelo de su marido, ¿no creen, señoras?
Los criados eran los que solían encargarse de las ropas del señor, así que, por supuesto, pocas reconocerían el pañuelo de sus maridos. A pesar de todo, ocultaron su vergüenza y asintieron.
–Claro.
–Por supuesto. ¿Quién no lo reconocería?
Lucia tampoco sabía qué pañuelo llevaba Hugo, pero estaba segura que el de Sofia no era.
–No puedo tolerar lo que ha pasado hoy, se ha pasado de la raya, Condesa. Me temo que no puedo dejarlo pasar.
Sofia empalideció y al fin se dio cuenta de su propia estupidez. La envidia y los celos la habían cegado momentáneamente hasta que las caras de toda su familia le pasaron por la mente. Aunque su marido se librase de una muerte segura, el Barón de Lawrence, su padre, estaba indefenso. Si el Duque decidiera aplastarlo, no tendría más fuerza que una hormiga.
–Perdóneme, Du-Duquesa… He sido necia… – Sofia se tiró de rodillas al suelo.
Los ojos de Lucia eran gélidos y aunque los hombros de Sofia se sacudían por los sollozos, la muchacha no sentía nada. Intentar arreglar sus fechorías con lloros le repugnaba. Que Sofia hubiese intentado humillarla públicamente no era el problema, sino que había intentado romper la confianza que había entre ella y su marido. No pensaba perdonar que una tercera persona intentase meterse entre ellos.
–Váyase a casa y reflexione. No quiero volverla a ver de momento. Es cosa suya lo largo que es ese “de momento”.  – Dicho esto, Lucia se dio la vuelta y se marchó con total indiferencia.

Las nobles que se quedaron chasquearon la lengua con desaprobación por el comportamiento de Sofia una vez más, la vieron llorar un poco más y corrieron a seguir a la Duquesa. 

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