71: La duquesa Vivian (3)

mayo 26, 2019


–He hecho una apuesta.
Hugo miró desinteresado y harto a Kwiz que de vez en cuando tenía salidas absurdas.
–Es sobre si llevas pañuelo o no. – Hugo le escuchó en silencio y casi ignorándole, pero Kwiz continuó sin que le molestase. – Normalmente, los guerreros no lo llevan, pero, o sea, tú estás en medio. Por eso yo he dicho que tú no llevas y mi ayudante que sí.
–¿Qué se gana?
–Si pierdo, tendré que dejar de decir eso que digo tanto.
Kwiz tenía una lengua viperina, todos los que le conocían en un círculo personal lo sabían. El ayudante quería que Kwiz, futuro monarca del país, solucionase esa peculiaridad para evitar que quedase en evidencia. Kwiz siempre había ignorado los consejos y regañinas del sirviente, pero se había vuelto tan recurrente y molesto que al final tuvo una idea: harían apuestas. Estipuló unas normas como que, si ganaba él, recuperaría cualquier cosa que hubiese perdido, y se puso manos a la obra. De momento había perdido uno de los juegos y consecuentemente tenía prohibido exclamar: “joder”; ahora empezaban el segundo y lo que el criado pretendía prohibirle era la expresión que usaba para referirse a su padre: “viejo carca”. Si perdía, tendría que llamarle: “difunto rey”.
–Bueno, dime, ¿llevas o no?
Hugo alternó miradas del criado a Kwiz y viendo la súplica en la mirada del sirviente reflexionó sobre si juntar fuerzas con el heredero había sido una buena decisión.
–Sí.
Kwiz se quedó pasmado y al ayudante lo celebró en silencio.
–¡No puede ser! ¡Imposible que vayas por ahí con eso!
En realidad, hacía poco que Hugo había empezado a llevar consigo un pañuelo.
–Yo no miento por tonterías.
–¿Cómo puede ser? – Se lamentó Kwiz. Además de haber perdido su palabrota favorita, tendría que llamar respetuosamente a su padre. – Bueno. Pues enséñamelo. Ahora mismo.
Hugo frunció el ceño, pero entonces, suspiró, se sacó el pañuelo del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Kwiz abrió los ojos de par en par. Era un pañuelo blanco, de algodón y con una flor bordada en una de las esquinas. La mayoría de varones portaban consigo un pañuelo negro de seda.
–Es… peculiar.
Normalmente, los niños eran quienes llevaban este tipo de pañuelos de algodón, sin embargo, Hugo no se acobardó.
–Un pañuelo es para limpiar mugre. Si cumple con su función, da igual como sea.
Kwiz trató de averiguar las verdaderas intenciones tras las palabras del Duque. Ver la elegancia con la que lo había explicado y la firmeza con la que lo defendía, el futuro rey pensó en que ese suave pañuelo no debía ser tan malo. El bordado no era exquisito como el de un artesano, por lo que llegó a la conclusión que debía ser obra de su esposa y, por algún motivo que no atisbó a comprender, quiso tener aquello que había hecho la hermana pequeña cuyo rostro ignoraba.
–Pues… Dámelo.
–¿…Perdona?
Hugo no consiguió quitárselo a tiempo, Kwiz ya se lo había metido en el bolsillo. ¿No era un pañuelo del montón? Claro que, para Hugo no era uno cualquiera. Lo llevaba a modo de amuleto.
Cierto día, su esposa cortó unos pedazos de algodón blanco y empezó a hacer pañuelos. Solía usar su tiempo libre o buscar tiempo para poder bordar la esquina y enviaba uno cada pocos meses a Damian. Era obvio que eran para niño, pero Hugo quería uno. Así que a escondidas – porque confesar y pedir uno le daba vergüenza – se llevó unos cuantos que mantenía a buen recaudo en el cajón de su escritorio. Con el tiempo, Lucia dejó de bordar flores para pasar al nombre del chico bajo el pretexto de que las flores no eran apropiadas para un chico y, por mucho que a Hugo le gustaste el trabajo de su mujer, no quería cargar con algo que tenía el nombre de Damian. En definitiva, esos pañuelos eran una edición limitada que a día de hoy ya no existían y, sin venir a cuento, Hugo acababa de perder uno. Esto fue un golpe a su humor y, desde luego, lo último que deseaba era verle la cara a ese sinvergüenza que tendría como rey.

*         *        *        *        *

Lucia llegó a casa agotada. La tensión que le recorría el cuerpo desapareció en cuanto puso un pie dentro. Por mucho que en su sueño hubiese experimentado centenares de reuniones como esta, mantener su expresión bajo el escudriño constante de decenas de personas requería un esfuerzo considerable. Además,  la impertinencia de Sofia la había enfadado. Cenó antes de tiempo y se retiró a dormir.
Hugo llegó después de cenar, pero no demasiado tarde, por lo que la buscó extrañado porque su mujer no hubiese ido a recibirle.
–Mi señora se ha retirado a descansar. – Explicó Jerome sin necesidad de preguntarle. – Parecía cansada. – Hugo frunció el ceño y Jerome añadió. – Mi señora no ha comentado nada sobre ningún percance. Ha dicho que no hacía falta que llamase a ningún doctor y que la fiesta ha sido encantadora.
Hugo subió al dormitorio rápidamente. Entró en su habitación, se sentó en la cama y estudió su rostro dormido. Entonces, acarició el cabello que se extendía por la almohada.
–¿…Hugh? ¿Ya has vuelto? – Lucia abrió los ojos y habló con tono adormilado.
–No pretendía despertarte, duérmete otra vez.
El sonido de su voz era agradable. Lucia sonrió y estiró los brazos como si quisiera cogerle. Hugo sonrió y se agachó permitiéndole que le rodease el cuello, le puso una mano en la espalda y sintió su calidez. Entonces, la rodeó por la cintura, la levantó y se la llevó a sus brazos. El aroma de Lucia le cosquilleó la nariz y disfrutó de la sensación de estrujarla.
–¿Te duele algo?
–No, sólo estaba cansada. Creo que me he agobiado por estar con tanta gente a la vez.
–¿Qué tal la fiesta?
–Como todas.
Hugo se separó de ella y le buscó la mirada.
–¿Y ya está?
–¿Qué más te digo? Soy la Duquesa, todo el mundo iba con pies de plomo.
Lucia no tenía ninguna intención de contarle lo sucedido con Sofia y su permanente obsesión. Hugo ya había terminado ese capítulo de su vida antes de casarse y, aunque la ruptura no fuese la más dulce, ¿cómo hacer agradable una? Lo mejor era cortar de raíz y no dar esperanzas. Ella misma ya se había encargado de darle una buena advertencia a Sofia y planeaba esperar a ver cómo se movía. Si Sofia continuaba siendo sumisa, Lucia pensaba dejarlo correr, pero si esa mujer volvía a presentarse ante ella, no lo dejaría pasar.
Lucia era la Duquesa. Si así lo deseaba, podía conseguir que todo un séquito de hambrientas nobles deseosas de su gracia actuasen y se ensuciaran las manos. Era capaz de humillar a Sofia con una sola mirada.
En los altos círculos el perdón y la generosidad no se toleraban o respetaban. Aquel incapaz de proteger su autoridad se ridiculizaba como a un necio. Sin importar la posición que ostentases, mostrar debilidad era sinónimo de caer en las manos de los interesados. Lucia no pretendía estar en la cima de la sociedad, pero tampoco iba a permitir que la tomasen por un blanco fácil.
–Me alegro. ¿No ha pasado nada del otro mundo?
–No, ¿y tú? ¿Qué tal?
Hugo se entristeció momentáneamente al recordar el incidente de su pañuelo.
–Como siempre.
–¿Sabes la de preguntas que me han hecho porque me has acompañado? No sabía que no es normal.
–¿Quién dice que no lo es? – Hugo arqueó una ceja.
–No lo hace nadie. Es básicamente lo mismo.
–Si yo lo hago, entonces sí que lo hace alguien.
Lucia se lo miró de soslayo. Ahí iba otra vez. Ese orgullo y terquedad eran características suyas que no iban a cambiar.
–No quiero que vuelvas a hacerlo, no quiero ser un espectáculo.
–¿Por qué te importa tanto que mire la gente…?
–No, es que a ti te da igual todo.
Hugo se la quedó mirando unos segundos sin decir nada hasta que sin previo aviso le cubrió la boca con la suya. Le mordió los labios con ternura y la exploró con la lengua. Lucia tensó los brazos y apretó los puños. Fue un beso dulce.
Hugo se separó de ella y le besó la mejilla, entonces, la dejó tumbarse sobre el lecho.
–Vete a dormir. Voy a trabajar.
–¿Tanto trabajo tienes?
–En lugar de pasarme la noche en vela a tu lado… Voy a trabajar.
–…Solo… ¿Sólo piensas en eso…?
–Claro.
Lucia se lo miró con incredulidad y estalló en carcajadas.

Hugo repaso la lista de invitadas a la fiesta a la que había acudido Lucia. Fabian refunfuñó sobre haber tenido que presentarse en la residencia ducal a altas horas de la noche con los documentos, pero mantuvo una expresión neutra. A pesar de que Fabian a veces no estaba de acuerdo con el Duque no olvidaba jamás que, fundamentalmente, era un hombre terrorífico que no debía ofender bajo ningún concepto.
Hugo ojeo la lista desinteresadamente hasta que sus ojos se posaron sobre un nombre en particular. La Condesa de Alvin figuraba en la lista. Lo releyó varias veces con la esperanza de haberse equivocado, pero no cabía duda alguna.
–Descubre qué ha pasado en la fiesta.  – Ordenó Hugo con sudores fríos. – Ahora mismo.
–¿Cuándo lo quiere?
–Lo antes posible. – Su voz se oscureció.
–Así será. – En momentos así sólo se puede mostrar el lado servicial que hay en uno. – Haré todo lo posible.

Al cabo de unos días Hugo recibió un informe. Se había interrogado a la mayoría de las criadas que habían estado presentes en la fiesta y se había recreado la situación con pelos y señales. Hugo leyó cada detalle, incluso el parloteo innecesario de algunas de las mujeres, hasta el final. Una vez terminado sólo pensó una cosa: estoy en problemas.

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