74: Conociendo gente (2)

mayo 26, 2019


Los invitados que rodeaban al Duque de Taran se sumieron en un silencio sepulcral. Hugo, totalmente tranquilo, dejó la copa vacía en la bandeja de un criado que se paseaba por ahí, ignorando las miradas y las opiniones del resto. En realidad, poco le importaba lo que dijeran los demás mientras no se atrevieran a mencionar a su esposa.
–…Veo que se lleva bien con la Duquesa. – Kwiz rompió el silencio, incapaz de mantener la boca cerrada. Le irritaba ese despliegue romance en su propia fiesta. – Vaya par de tortolitos, ¿verdad?
El resto asintió, intrigado. ¿No llevaban ya un año y medio casados?
–¿Cuándo se pasa esta fase de recién casado? – Preguntó el nuevo monarca.
–Hasta que nace un bebé.
Sí, pero lo importante no era qué etiqueta ponerle a la pareja, sino que había sido el mismísimo Duque de Taran quien había dado el espectáculo. Los susurros de los duques habían atraído todas las miradas. La pareja charlaba sin que les molestase quién les estaba escuchando o dónde estaban. El afecto que emanaba de la mirada del señor Duque era extraordinario.
–…Se le ve enamorado, mi señor Duque.
Hugo miró a Kwiz inexpresivamente. No pensaba caer por la elocuencia del rey o dar pie a nuevos rumores.
–Me sorprende que Su Majestad conozca esa palabra.
El cambio de tema desilusionó a los oyentes, sobretodo a las mujeres que ya tenían pensado cotillear sobre el tema durante los próximos tres días. Los rumores no nacían de la nada, siempre salían de una base real.
–¿Eh? ¿Eso piensa de mí, señor? Permítame decirle que soy todo un romántico.
El público estalló en sonoras carcajadas, incluso Hugo soltó una risita. Que el dueño del trono dijera algo semejante cuando había asesinado a todos sus hermanos para conservar su posición de heredero parecía de chiste. Aunque también había sido por esa determinación que contaba con el apoyo de Hugo.
–Por cierto, señor. ¿Por qué no nos cuenta algo? Creo que no soy el único deseoso de saber más sobre su historia de amor. – Un comentario como este podría desprestigiar a muchos reyes, pero no a Kwiz. Parte de su carisma residía en ese extraño encanto que le permitía ser autoritario y juguetón. Se le daba bien andar por una cuerda floja.
–No, gracias. Una palabra se convertiría en cien.
–Pero a usted no le importan los rumores, ¿no?
Hugo había estado eliminando rumores de la Capital para evitar que las malas lenguas llegarán a su esposa y así evitar malentendidos o cualquier daño. Personalmente, le daban igual, pero sentía la necesidad de ser más agresivo en cuanto a deshacerse de las habladurías.

Lucia escapó del salón de baile y se cobijo en la seguridad de la espaciosa sala de descanso.
–Tráeme un vaso de agua. – Le ordenó a una criada.
Escondió el rostro en sus manos, todavía intentando recuperar el aliento. No estaba borracha, pero su estado de ánimo había cambiado radicalmente y en su estado parecía estar llamando a los problemas. Entonces, recapacitó y se le desencajo la cara: ¿no había cometido ya un error gravísimo?  Sabía que a su esposo no le importaban las miradas ajenas, pero tampoco era correcto darle motivos para preocuparse por ello.
Se bebió el vaso que le trajo la sirvienta y cambió el rumbo de sus pensamientos. ¿Tal vez se debía a tener la espalda descubierta? ¿Por qué, si no, le ofrecería un chal para cubrirse? Casi se le escapa una carcajada. ¿Desde cuándo era tan conservador su marido? Lucia sabía que a algunos hombres les disgustaba la idea de que su amante o esposa mostrasen carne, pero nunca se le habría ocurrido que Hugo fuese así. De lo que sí estaba segura era que Antoine pagaría el precio de los celos de su esposo, aunque no era más que ventajoso para Lucia. Aprovecharía la ocasión para hacer un trato con ella. Y es que sospechaba que había gato encerrado: a pesar de que el vestido y los materiales para su confección tendrían que haber sido mil veces más caros, el precio total apenas llegaba al de su primera compra. Lucia había decidido hacerse la loca porque ir bien vestida a la coronación formaba parte de sus deberes, sin embargo, estaba resuelta a llegar al fondo del asunto.
–Disculpe, Duquesa. ¿Le importa?
La sala de descanso no estaba atada al decoro. Aunque la mismísima reina se presentase, el resto de mujeres no tendrían que levantarse y hacer una ceremoniosa reverencia. Lo apropiado era hablar entre susurros y respetar el silencio.
–Siéntese, señorita Alvin.
–Oh, se acuerda de mí. Me alegro.
El Conde de Alvin había decidido traer a su hermana como acompañante en lugar de su esposa, Sofia, que continuaba encerrada en su casa. Evidentemente, si Sofia se hubiese presentado en la coronación, Lucia se lo habría tomado como que su advertencia había sido desestimada. Sofia no era tan estúpida como para hacer algo así.
–Mi hermano me ha pedido que me disculpe de parte de mi cuñada y de la suya. Sofia hizo mal. No osaría rogarle su perdón, pero le pido que olvide su ira.
–Lo pasado, pasado está. No hace falta que se disculpe, señorita Alvin. Acepto la disculpa de su hermano de buena fe.
–Muchas gracias por su generosidad.
La señorita Alvin sonrió con amargura. Si la duquesa la hubiese perdonado de verdad, le habría dicho algo como: “espero que a la próxima también venga la condesa”, pero ese no era el caso. El arresto domiciliario de Sofia seguía en pie. El perdón de la señora de los Taran era superficial. Había sido un error creer que con palabras azucaradas se ganarían la misericordia de la joven duquesa.
La señorita Alvin se excusó y se sentó en otro rincón de la sala para hablar con otra de las mujeres. Lucia perdió el interés en ellas porque no podía ni escucharlas, pero de repente, volvió a posar su mirada en ambas. La otra mujer poseía una mirada felina, una cabellera castaño oscuro y una peca bajo el ojo: tal y como Norman había descrito a la noble.
Lucia le pidió a su criada que fuese a investigar de quién se trataba y, cuando la sirvienta volvió, le confirmó sus sospechas: la condesa de Falcon.
Lucia no había visto a Anita ni en su sueño. Conocía los rumores que circulaban sobre sus tres matrimonios, pero no solía aparecer en público. De no ser por Sofia, ni siquiera sabría que era una de las muchas amantes de Hugo.
¿Por qué la habría estado investigando? ¿Cuál sería su objetivo? ¿Ella o usarla para conseguir a su marido? Fuera como fuere, si esa mujer se le acercaba, se lo contaría a Hugo de inmediato.

Anita estudió a la duquesa con frialdad cuando ésta se marchó de la sala de descanso. Durante aquel último año había perdido mucho peso, su expresión era más seca y su personalidad más dura. Había conseguido evitar la bancarrota por los pelos, pero ahora, la mayoría de las acciones de su negocio estaban en manos de otros. El ataque a sus fondos destrozó los cimientos de su familia, pero el duque de Taran había dado el golpe definitivo.
Fabian, que nunca había tenido en alta estima a la condesa, le comunicó la advertencia de su señor: “Has hecho algo que no deberías. Si no sabes investigar a alguien, no lo hagas. Mi señor está sumamente ofendido. Si esto vuelve a ocurrir, espero que estés lista para pagar el precio. Considera esto una suave advertencia. Mi señor no perdona a los que ignoran sus advertencias”. Anita se desmayó de la angustia y cuando abrió los ojos sólo respiraba veneno. Estaba segura que la princesa Vivian había descubierto su jueguecito por culpa de la novelista y había corrido a quejarse a su marido. El duque era un hombre orgulloso, por muy poco afecto que compartiera con su conyugue, aborrecería la idea de que alguien fuese a por su pareja. Aun así, el castigo había sido demasiado severo. ¿Por qué había llegado tan lejos? ¿Tan mal había hablado de ella la nueva duquesa?
Anita provenía de una familia aristócrata arruinada, pero gracias a su apariencia consiguió casarse con un hombre adinerado. Pocos meses después de contraer matrimonio, su esposo del momento falleció por paro cardíaco y, de la noche a la mañana, ella se convirtió en una mujer rica. Ahora bien, acomodada, ansiaba estatus, por lo que enamoró a un barón, le hizo divorciarse y se casó con él. Por desgracia, su segundo marido se cayó de su montura y murió. El Conde de Falcon, su tercer marido al que conoció haciendo negocios, necesitaba dinero tanto como ella necesitaba estatus. Fue un matrimonio de conveniencia sin hijos y de corta duración, pues el conde se ahogaría en un viaje de negocios. Anita había pasado de ser la hija de un aristócrata arruinado a una condesa acaudalada sin hijos.
La gente la acusaba de asesina o de estar maldita, aunque nada tenían que ver las muertes de sus maridos con ella. Vivía sus días rechinando los dientes y tragándose los prejuicios ajenos, Entre los nobles se sentía una extraña. Todas las mujeres de la alta sociedad la odiaban y la envidiaban. Por otra parte, conversaba sobre política, economía o negocios con los varones que, atraídos por su cuerpo, le pedían favores que ella concedía sin que le importase su estado civil. Con el transcurso de los años, había perdido el interés en los acontecimientos públicos, sólo le importaba el dinero, no gastaría su energía en otras cosas. Y fue justo entonces, cuando conoció al gran duque de Taran. Era la primera vez que se sentía plena, que todo era perfecto. No obstante, su relación no era más que un castillo de arena que una princesita iba a destrozar y usurparle.
Cuando Anita se enteró de que la nueva duquesa asistiría a la fiesta movilizó todos sus contactos para conseguir entrar, sin embargo, su fiel conde Jordan se excusó bajo el pretexto de que había problemas con su esposa. Pero ella adivinó la verdad, ahora que había perdido su negocio nadie iba a salvarla de la miseria y, en consecuencia, su resentimiento hacia la duquesa creció.
Había visto a la pareja ducal en la entrada como el resto de invitados. Se le revolvió el estomago al ver como la duquesita era el centro de atención y sonreía triunfal, como si el mundo fuese suyo. Evitó la multitud y se encerró en la sala de descanso donde se encontró con la señorita Alvin.
La señorita Alvin consideraba a Anita su amiga. Tal vez no poseyese la reputación o el historial ideal para una dama, pero la condesa de Falcon era increíblemente talentosa con los negocios. Consoló a la condesa cuando su ruina empezó, aunque no por sincera amistad, sino porque su propio complejo de inferioridad desapareció.
Anita había animado a la señorita Alvin a disculparse con la duquesa, tentándola con la posibilidad de conseguir los elogios de su hermano. Siendo toda una estratagema para recopilar información sobre la duquesa.
Anita no podía acercarse a la duquesa, la diferencia entre sus estatus era como el sol y la noche. No se tragaba las habladurías sobre el duque estando perdidamente enamorado de su mujer, no hasta que lo viese con sus propios ojos. Sin embargo, sólo veía y escuchaba lo que quería. Su antigua yo, esa mujer racional había cesado de existir.

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