75: Conociendo gente (3)

mayo 26, 2019


Los efectos del alcohol pasaron rápidamente. Lucia salió de la sala de descanso y anduvo por el pasillo cuando una criada se le acercó a paso ágil.
–Mi señor el duque me envía porque le preocupa su prolongada ausencia.
Sólo llevaba ahí encerrada treinta minutos.
–Ve y dile que ahora voy. – Contestó ella, azorada. El resto de invitados notarían extrañados sus acciones.
La criada hizo una leve reverencia con la cabeza y volvió por donde había venido.
–Siempre la está buscando. – Comentó la criada que la acompañaba.
–¿Te estás burlando de mí?
–No, mi señora. No osaría. Es que me parece bonito. Me gustaría tener una relación como la suya si me caso.
Los halagos mezclados con envidia de la sirvienta la hicieron pensar si el resto de personas también los veían de esa manera. Sí, en efecto, su relación últimamente era buena. Aunque pasaban menos tiempo juntos que cuando vivían en el norte, estaban más unidos que nunca. Lucia no conseguía dar con nada en específico que explicase la dulzura que emanaba de los labios de su esposo.
Lucia anduvo animada por los pasillos hasta que vio a un grupo de hombres conversando a cierta distancia.
–¿Mi señora? – Se extrañó la criada al ver que la joven interrumpía sus pasos de manera abrupta.
Lucia estrujo el chal que le cubría los hombros como si se tratase de un escudo. Se serenó y reanudó la marcha deseosa de que el rostro conocido que acababa de ver la dejase pasar de largo. No obstante, el hombre la descubrió.
–Oh, ¿no será usted la duquesa? – Preguntó teatralmente uno de los hombres del grupo al que Lucia no pudo ignorar con los ojos colmados de codicia. – Qué honor poder saludar a tan bella dama.
Si la duquesa era grosera en su primera aparición público se convertiría en el blanco de todos los cotilleos de la Capital, así que se obligó a mirar a aquel hombre tan nauseabundo esforzándose en controlar su expresión.
El hombre le sacaba escasos centímetros, tenía barriga cervecera, piel grasa y un rostro en el que abundaba la codicia a pesar de que su sonrisa fingía modestia. Con la mirada transmitía su nerviosismo ante la posibilidad de chupar cualquier beneficio de quien tuviese la mala suerte de toparse con él. No era otro que el marido de su sueño: el conde Matin.
–Soy el cabeza de familia de los Matin y el heredero del título, Horio Matin. Permítame decírle que ahora que la veo de cerca es usted todavía más hermosa. Admiro mucho a mi señor, el duque de Taran. Es un honor poder saludar a su esposa. –El conde se humedeció los labios con la lengua y frotó las manos como si fuera un mercader perverso.
Lucia sentía disgusto, aborrecimiento… y temor. En su sueño el conde Matin había sido un sinónimo de desesperación. Su vida matrimonial había sido un infierno e, irónicamente, si la muchacha lo había podido soportar había sido gracias a su propia ignorancia. Si hubiese sabido cómo eran los matrimonios normales, no se habría resignado a una vida tan miserable. El matrimonio del que había sido testigo en su sueño había sido una pesadilla, una ilusión que la seguía persiguiendo. Raramente le deseaba el mal a nadie, era el tipo de persona capaz de desentenderse de la tristeza o incomodidad, no obstante, al conde lo aborrecía. El único motivo por el que había elegido ser estéril comiendo artemisa y se había declarado a su actual marido era él. Todo para huir de la sombra del conde Matin.
Lucia se había estado preparando mentalmente para enfrentarse al conde en cualquier momento. Ahora era una duquesa, pero su corazón seguía siendo débil, aunque… ¿Este hombre siempre había sido tan pequeño? En comparación con su marido, el conde era poco más que un enano de poca monta. Le parecía patético y sus miedos se disiparon.
–¿Me concedería el honor de poder saludar a mi señor el duque, duquesa? Hay tanta gente distinguida que él jamás se fijaría en un don nadie como yo, pero estoy más que dispuesto a postrarme a sus pies. Si me da una oportunidad, no lo olvidaré.
A veces Lucia no entendía esa venenosa obsesión del conde Matin con el poder. Los Matin ya poseían un territorio, gozaban de una reputación histórica y tenían más que lo suficiente para vivir satisfechos.
–Me parece una grosería que me pida esto la primera vez que nos vemos. Si quiere algo de mi esposo, vaya a hablarle usted mismo. – Contestó ella con seriedad. A pesar de su estatus de duquesa, hablarle con ese tono a un noble más mayor que ella se consideraba una falta de respeto: justo lo que quería. Su destino ya no estaba ligado al del conde y, por eso mismo, no quería que se atreviese a volver a hablarle nunca más.
Cada vez que el conde le hablaba en su sueño, Lucia se estremecía por el miedo, bajaba la cabeza y esperaba el castigo. No obstante, el conde que tenía ante ella estaba abochornado y molesto. Ella irguió la espalda dándose aires de grandeza y lo pasó de largo encantada. Fue como si le quitasen un peso de encima. Por fin era libre de la pesadilla. Quiso reírse a carcajadas. Aunque le abofetease, Matin no podría ponerle ni un dedo encima. A sus espaldas se alzaba el gran duque de Taran, un marido fidedigno que la protegería de toda tormenta. Puede que no fuese invencible, pero sí lo suficientemente poderoso como para deshacerse de esa basura.
Lucia apresuró sus pasos para llegar a Hugo más deprisa. No podría explicarle lo sucedido, pero quería compartir su alegría con él. Lo mejor de todo es que el conde Matin sufriría una muerte trágica… o tal vez no porque el futuro estaba cambiando.
Sobre el quinto año de su matrimonio con él, el rey decidió acabar contra todo aquel que se opusiera a él. Fue el principio de una práctica que pasaría a la historia como “los cien días de sangre”. El conde había hecho todo lo posible para unirse al grupo que apoyaba a la realeza, pero falló, asi que se juntó con la oposición para poder codearse con los poderosos. Un hombre tan cobarde como él no osaría montar una revolución de no ser por algo así. Los miembros de la oposición eran plenamente conscientes de las intenciones del conde y explotaron su relación hasta que el más débil acabó siendo uno de los muchos cabezas de turco. ¿Quién le defendería de las falsas acusaciones? Nadie: sus aliados ya habían perdido el cuello y el monarca quería cortar el problema de raíz sin dejar a nadie fuera. Así fue como el legado de los Matin tocó su fin de la noche a la mañana. Unos soldados lo atraparon y decapitaron sin pasar por un juicio y los otros miembros de la familia corrieron la misma suerte a excepción de Bruno, el hijo más pequeño, que se dice huyó a otro país.
–Duquesa.
En cuanto Lucia vio al muchacho que le barró el paso con una sonrisa de oreja a oreja la irritación se apoderó de ella. Ya iban tres encuentros desafortunados seguidos.
–¿Me recuerda? La saludé el otro día, soy el conde David Ramis, el futuro duque Ramis.  –Lucia se limitó a asentir con la cabeza con incomodidad que David malentendió por timidez y sorpresa. – Este humilde servidor se ha tomado la libertad de plasmar la belleza de la duquesa en un poema. Apreciaría de todo corazón que aceptase echarle un vistazo.
David llevaba una carta de amor con él a donde iba desde que la había visto en el jardín de rosas. Cada vez que pensaba en la duquesa se le nublaba la vista y aquel día había descubierto también su nombre: Vivian. ¡Cuán noble y bello sonaba! Estaba hecho para ella. ¿Y qué si estaba casada? Si ambos se amaban, nada podría detenerles. Por el momento no pedía mucho, sólo quería conocerla mejor a través de cartas.
Lucia miró el sobre. Intercambiar cartas de amor era algo habitual se estuviera o no casado. Un hombre podía entregarlas a una mujer sin problema, pero lo contrario daría de qué hablar, y la mujer tenía prohibido aceptarla personalmente, ese era el trabajo de la criada o su escolta.
La criada miró a Lucia inquisitivamente y la joven duquesa sacudió la cabeza.
–Señor Ramis, mucho me temo que no puedo aceptarlo. He prometido envejecer al lado de mi esposo.
Aquello tomó desprevenido a David. Las cartas de amor eran un encanto añadido en toda mujer, raramente las rechazaban. Ofenderse porque tu esposa o tu amante había aceptado una carta de amor estaba fuera de lo común, de hecho, lo habitual era enorgullecerse de ello.
–Duquesa… Puede ser que… Se lo digo para que no me malinterprete, pero sólo le he escrito unos versos. No hay nada que pueda herir su virtud, señora.
–Conozco las costumbres, gracias. No pasa nada si no lo acepto, ¿verdad?
–Bueno…
–No quiero mantener ninguna conversación en la que mi marido no pueda formar parte. – Espetó de mal humor antes de excusarse y alejarse caminando.
David siguió a su amada con la mirada rojo por lo humillación y con los puños apretados, estrujando el sobre que había pretendido entregarle a la duquesa. Su séquito, que siempre le seguía y había mantenido cierta distancia para proporcionarles algo de intimidad, apartaron la vista.
Las relaciones humanas de la aristocracia eran complejas. Había que andarse con pies de plomo al dirigirse a los demás y lo más importante era evitar salir con nuevos enemigos de cada encuentro social. Lo que más en serio se tomaba era el honor: que alguien te rechazase tan directamente y te dejase en evidencia de esa forma, tal y como Lucia acababa de hacer, era humillante.
¿Por qué una mujer como esta se habría casado con el duque de Taran? A David se le contrajo el rostro de la envidia. Que la muchacha estuviese decidida a serle fiel a su esposo para siempre la convertía en una mujer todavía más noble.
David había llegado a la fiesta después de que la pareja ducal ya se hubiese separado. La duquesa estaba tan hermosa que le había provocado mariposas en el estómago. Si en el jardín de rosas le había parecido un hada, ahora era una diosa. Por desgracia, mientras su diosa estuviese rodeada de otras nobles no podría acercársele, además, su hermana le había dedicado una mirada de advertencia que, simplemente, no podía ignorar.
Fuera como fuere, no quería unirse a la multitud que trataban al duque de Taran como si fuese el protagonista de la velada y, sin rumbo, vagó por el salón con su séquito. Llegados a un punto en el que sus acompañantes ya ni se molestaban en ocultar su aburrimiento, decidió volver y allí fue donde la vio. Se había sentido como el rey del mundo, pero ahora su regocijo se había convertido en miseria. Cabizbajo, saboreó la triste y la humillación de su primer desengaño amoroso.
Anita sonrió con frialdad desde la distancia. Tenía una idea. Los humanos deseamos aquello que no podemos tener y un escandalo de la duquesa sería… Cuánto mayor sea la posición de alguien, peores son los rumores. ¿Cómo reaccionaría el duque de Taran si su señora se veía envuelta en una sarta de rumores? ¿Qué haría el infame duque conocido por abandonar a las mujeres que ya no necesitaba? ¿Dejaría a su esposa?  Anita se deleitó con la idea de que una princesa acabase relegada a una mujerzuela divorciada. El escandalo crecería como la espuma. Se aprovecharía del heredero de los Ramis, eso estaba claro.

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