78: El descubrimiento (1)

mayo 26, 2019


Hugo se perdió en sus pensamientos mientras disfrutaba del regusto del sexo y le acariciaba la espalda a su esposa. Las palabras del rey se habían quedado grabadas en su subconsciente, tercamente negándose a desaparecer. Le había dicho que parecía que estuviese enamorado… Reconocía que aquellos con lazos de sangre compartían ciertos sentimientos entre ellos, pero no comprendía la estupidez de la creencia de que un hombre y una mujer pudieran tener algo más profundo que la familia de sangre. Para él, una mujer no era más que una pareja para su disfrute. No desdeñaba ni aborrecía a las que lo avasallaban por su poder o su riqueza.  Lo veía algo normal, parte del intercambio entre ellos. Su vida entera no era más que un intercambio constante de intereses. El matrimonio funcionó de la misma manera: su esposa le había propuesto un intercambio sumamente beneficioso con el bonus de ser una pareja sexual estupenda, sin embargo, ahora su estado emocional cambiaba constantemente, de la tranquila satisfacción a una tortuosa ansiedad. ¿Cómo habían acabado así las cosas? Hugo recapacitó y llegó a la conclusión de que había bajado la guardia. Nunca había sido especialmente cauteloso con ella. Era una hija de la realeza sin conexiones con la familia real ni familiares, no deseaba poder ni era codiciosa. A su juicio, era un animalito indefenso sin zarpas ni colmillos. Era impresionante lo tranquila que estaba su esposa a su alrededor a pesar de lo débil que era. Nunca había tenido alguien así a su alrededor. Alguien que le hiciera sentir cómodo, aliviado, alguien con quien pudiese bajar la guardia totalmente. Por desgracia, cuando se percató de su error los sentimientos que le profesaba a su mujer eran un río abundante y, cuanto más lo negaba, peor le iba. Su legado familiar era una sed insaciable que dormitaba en su interior. Ni matando, bebiendo o poseyendo a tantas mujeres como le venía en gana había logrado saciarse hasta que llegó ella. Si bien la joven le había ayudado a apaciguar la sed, también había sido la desencadenante de su hambre.
¿Amor…? No podía describir los enormes cambios de sí con una sola palabra.
–…Por cierto, – La vocecita de Lucia interrumpió el hilo de pensamiento de Hugo que la creía dormida. – Si quisiera que alguien se muriera…
Lucia no había dejado de pensar en el conde Matin desde el banquete. Había superado sus miedos, pero no sosegar su enfado. Haber tenido que sufrir tanto a los pies de ese cerdo inmoral la mortificaba. El sólo pensar que podría no morir como en su sueño la enfuriaba.
Lucia se arrepintió de haber hablado sin pensar. Hugo le preguntó qué pasaba y ella se quedó sin forma de responderle.
–¿Cómo quieres que lo mate? – Dijo él con suavidad, como para consolarla, y dejado de acariciarla.  – Se puede morir de muchas maneras: de enfermedad, por accidente, asesinado a manos de un desconocido misterioso, por un crimen carnal, por ser un criminal… Ah, sí, si empiezas una revolución puede que toda tu familia desaparezca sin dejar rastro.
Lucia puso mala cara, parecía que se estuviese burlando de ella, pero la tranquilizó. Se sentía estúpida por malgastar su tiempo pensando en semejante basura.
–¿No me vas a preguntar quién es? Eso debería ser lo primero.
–Me da igual quien sea, aunque si es el rey ahora mismo va a ser difícil, voy a necesitar un poco de tiempo.
Lucia se sentó de golpe.
–¿Estás loco? – Preguntó totalmente pálida. – ¡Si alguien te escucha, te matarán!
–¿Quién me va a matar? – Contestó con carcajadas arrogantes como diciendo que ni siquiera el rey del reino podía.
Lucia se lo miró agotada. Este hombre tenía tanta seguridad en sí mismo…
–Ah, vale. – Farfulló. – No ha sido nada, no he dicho nada.
Lucia se tumbó otra vez y Hugo la atrajo a sus brazos. En realidad, la intención del duque no había sido presumir. Si su esposa quería la cabeza del rey, así sería. Estaba loco, sí. Hugo se tragó una sonrisa amarga. Estaba así de loco. De repente, a Hugo se le iluminó la mirada. ¿Quién podría ser? ¿Quién habría avivado la oscuridad de su corazón? Nunca le había hablado de nada parecido, pero se habría controlado y no le había preguntado qué pasaba. No quería enardecer el fuego de su corazón.
–Si odias a alguien y no lo puedes soportar, – le susurró al oído. – dímelo.
Estaba más que dispuesto a cargar con la oscuridad del corazón de su mujer.
–¿…Por qué?
–No sé, ¿por qué será? – Murmuró. – Prométemelo.
–…Te lo prometo, pero no va a pasar. – Añadió.
Entonces, la muchacha continuó hablando de cierta persona que se había tomado demasiado en serio una pequeña broma desenfadada y de lo aburrido que era alguien por ser demasiado serio siempre. Hugo escuchó su parloteo como quien oye cantar, la besó y la abrazó. Era consciente de lo peligroso que era todo aquello. En los libros de historia había cientos de casos que demostraban el precio que acababan pagando todos los hombres que se volvían locos por una mujer. Ignorando que llegaría el día que empatizaría a la perfección, se había pasado años burlándose de la necedad de todos aquellos reyes caídos por culpa de una concubina.

*         *        *        *        *

A la mañana siguiente el rey llamó a Hugo para que fuese a visitarle por la tarde, así que ordenó al caballero Dean que escoltase a su esposa al banquete.
Antoine llegó a la mansión justo cuando Hugo salía, le hizo una leve reverencia y la suerte de que el duque no contase con el suficiente tiempo como para cortarle la garganta allí mismo. Sin embargo, el vestido que le había preparado a su esposa le venía como anillo al dedo. Era contradictorio.
La modista había preparado un vestido azul para aquella noche. Era mucho más atrevido que el anterior. De estar allí presente, Hugo hubiese ordenado que lo rompiesen allí mismo y habría perdido los papeles.
Lucia estudió el vestido frente al espejo y adivinó que su esposo odiaría el traje. Era demasiado conservador y un simple chal no ayudaría a cubrirla aquella noche.
–Y ahora el toque final: las joyas. – Antoine estaba encantada con su obra.
Lucia conversó con la diseñadora y le enseñó todas sus joyas.
–Creo que el mejor será el collar de diamantes blancos.
Era un collar enorme lleno de cristales y diamantes que le cubría el cuello que por el escandaloso escote parecía desnudo.

Lucia llegó al banquete cuando ya había empezado.
–Oh, cielos, duquesa. Está usted radiante.
Las nobles la rodearon sin poder apartar la vista del espectacular collar que le colgaba del cuello. Muchas jadeaban de envidia, otras la admiraban, pero todas sabían que el collar de diamantes era una prueba más del afecto del duque.
–¿La duquesa de Taran?
Las mujeres se callaron y dejaron paso a una hermosísima y orgullosa mujer rubia.
–Por fin nos conocemos.
Era Katherine, la hermana de sangre del rey. La única princesa a la que se la había tratado como tal. El rey amaba a su hermana con locura, fue a la única que en su sueño no había vendido a otro país, sino que la había casado con un conde muy rico para al que Lucia había acabado trabajando. La princesa Katherine era alguien irremplazable en sus recuerdos. Alguien que despertaba su envidia por poder gozar del amor de una familia. A base de un buen trabajo acabó ganándose la confianza de su hermanastra y los celos del resto de la servidumbre. La princesa fue el centro de atención de la alta sociedad durante muchos años y la instigadora del rumor de que el matrimonio de los duques de Taran era por simple conveniencia.
–Encantada, princesa. Llámeme Vivian. – Lucia inclinó la cabeza para saludarla.
Todas las nobles que habían ansiado un enfrentamiento entre las princesas se disgustaron. La duquesa de Taran había cedido antes de que empezase el juego.
Katherine estudió a Lucia extrañada y cerró su abanico.
–Déjate de formalidades. Tú también eres una princesa, duquesa. Y en realidad, es mejor ser duquesa que princesa. – Katherine habló sin pizca de animosidad en su tono. Lucia no presentaba ninguna amenaza para su posición dentro del círculo social y eso era lo único que le importaba. Podía ceder al duque, pero no a su lugar entre los nobles. – Aunque no nos conozcamos, somos hermanas. Para ser sincera, todavía no conozco a nadie y tampoco tengo interés en ello.
–Yo sólo conozco a Su Alteza y a ti, princesa.
–Tampoco es que necesites conocer a nadie más.
Lucia esbozó una sonrisa.

Katherine no era tan fría como parecía. En su sueño, después de ahorrar lo necesario para comprarse una casita humilde y poder vivir sin trabajar de criada, decidió dimitir. Katherine la llamó cuando se enteró por la jefa de las sirvientas y la invitó a tomarse una copa con ella después de confirmar sus intenciones.
–¿Qué piensas hacer cuando dejes esto? – Le preguntó Katherine, sentada en el sofá de delante de ella. – ¿Tienes algún familiar o algún prometido? – Murmuró.  – Cada vez que iba a una fiesta había una chiquilla que no podía evitar ver. No sé por qué, pero no podía ignorarla. – Lucia la escuchó en silencio. – Nunca llegué a hablar con ella, pero cada vez que la miraba me entraba un no sé qué. Su expresión acongojada me irritaba. No iba nada bien con las fiestas. – Katherine continuó hablando mientras movía la copa de vino. – Un día desapareció de repente y cuando me dio por investigar, descubrí que era mi hermana pequeña. Se ve que Su Majestad la había arrastrado a su embrollo político. Cuando me enteré de que había desaparecido y no se sabía si estaba muerta… ¿Cómo te lo explico? – Katherine soltó una risita que parecía un suspiro. – No sé. Tampoco entiendo mucho lo que sentía. Pensé que debería haber hablado con ella. No teníamos mucha diferencia de edad, pero es que en mi cabeza sigue siendo esa chiquilla que vi… Ahora mismo ya sería mucho más mayor. Me dijeron que habían encontrado su cadáver poco después de que desapareciese. – En ese momento Lucia comprendió porque nadie la perseguía: la creían muerta. – Por cierto, te pareces mucho a aquella chiquilla… Me haces pensar en ella. – Katherine cerró los ojos, por eso no vio cómo temblaba su invitada. – Tenía una melena de un castaño rojizo precioso… Cada vez que veo tu pelo negro, pienso que-…
Katherine no terminó su frase: se quedó dormida en el sofá. Lucia llamó a otra criada para que la ayudase a llevar a la señora a su cama, limpió los restos de su encuentro y volvió a su cuarto casi al alba. Aquel día no pegó ojo. Era la primera vez que lloraba tanto desde la muerte de su madre. Ahora entendía por qué la habían contratado a pesar de no contar con ninguna recomendación ni experiencia laboral. Había sido cosa de Katherine.  Lucia que siempre se había pensado una existencia abandonada, sin rumbo, era recordada por alguien. Alguien la echaba de menos. Fue todo un consuelo.

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