80: El descubrimiento (3)

mayo 26, 2019


La reina hizo su aparición poco después de que Katherine y Lucia regresasen al salón del baile. Beth se sorprendió de que esa extraña combinación de hermanas fuese a saludarla junta, sobretodo porque creía que su primer encuentro iba a ser difícil por culpa del carácter de Katherine.
–Espero que sepas perdonar lo directa que es Katherine al hablar, duquesa. – Intentó excusar a la hermana de su marido.
–Como se nota que estos días están siendo duros, te están saliendo arrugas. – Katherine contraatacó rápidamente.
–Claro, – Beth soltó una risotada amarga. – me estoy haciendo mayor.
Lucia contuvo la risa al ver la vena de rabia que cruzaba la frente de la reina.
El baile continuó sin problemas. Los músicos acompañaron a que la velada fuese exquisita, algunas parejas bailaban a su son y un grupo de nobles entre las cuales se encontraban Lucia y la Reina.
–¿Me haría el honro de concederme un baile, hermosa señorita?
Lucia miró la mano que un hombre apuesto que nunca había visto le ofrecía. Debía rondar los veinte y pocos, era moreno y dejaba una buena impresión.  Bailar con alguien no era más que aceptar una conversación superflua. El estatus o condición de la pareja no importaba.
–Adelante, duquesa. – La animaron las nobles. – Hoy es un día para bailar.
–Claro, duquesa. Nos encantaría verla bailar.
–Es el conde Yungran, es muy popular.
A Lucia poco le importaba lo popular que fuese el hombre. Estaba allí porque era su obligación, pero admitió que quedarse sin hacer nada no dejaría un buen regusto a quien la veía, por lo que aceptó la mano del desconocido y se movió hasta la pista de baile donde sonaba un minuendo. Lucia posó los brazos en los hombros de su pareja y empezó a mecerse al compás.
–Brilla como la más elegante de las flores, señorita. Es usted preciosa.
–…Me halaga.
El cumplido estereotipado del conde no despertó su interés. Le molestaba que la tuviese sujeta por la cintura, su perfume al que no estaba acostumbrada y no paraba de compararlo con su marido. Lucia estaba harta y arrepintiéndose de haber aceptado el baile antes de que acabase la pieza. Era tremendamente aburrido. Además, los zapatos le hacían daño.
El ambiente de la fiesta se avivó con la aparición del rey, su séquito y otras personalidades importantes. Todos los invitados le ofrecieron una reverencia ceremoniosa al monarca conforme éste se acercaba a la reina. Hugo buscó con la mirada a su esposa, pero no la encontró.
–¿Y mi mujer?
Kwiz esbozó una sonrisa burlona. Su amigo le recordaba a su hijo cuando pedía ver a su madre. Beth hizo una mueca amable y se señaló la pista del baile con la mirada.
–Oh, mi señor. Me temo que te han robado la mujer. – Kwiz explicó la situación alegremente.
–…Ya veo.
Tenía que despedir a esa diseñadora. Nunca había cambiado de opinión en tan poco tiempo, pero en cuanto le echó el ojo al vestido que llevaba puesto su esposa ya consideró a la diseñadora despedida. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza hacerla llevar semejante vestido? Era inaceptable.
Lucia iba mucho más tapada que el resto de las nobles allí presentes, pero a Hugo la única que le interesaba era su esposa con el pecho y la espalda al descubierto. Se había puesto un collar enorme que le cubría gran parte del cuello, pero era insuficiente. La piel que rozaba los diamantes todavía era más atrayente. Su esposa era preciosa, noble y grácil.
Tal vez si no hubiese visto a un bastardo manoseando a su mujer y haciéndola girar en medio de la pista no habría estado de tan mal humor. Hugo fijó la vista en el hombre que le había robado el primer baile enfurecido.
A Kwiz le extrañó que el hombre sin emociones que era el duque perdiese su máscara gélida cada vez que la duquesa aparecía en escena. No era difícil adivinar la ira que amenazaba con salir del interior de su amigo en esos momentos. ¿Qué habría pasado en el Norte durante aquel último año para que la situación diese semejante giro? El monarca escudriñó el vestido de la duquesa, pero no vio nada inusual. Era una mujer bonita, pero no una seductora. Puede que su figura menuda despertase el instinto protector de algunos, pero el tipo de su amigo era más el voluptuoso y cautivador.  
–¿En qué piensas que estás tan serio?
–Estoy debatiéndome sobre si debería matar a ese hijo de puta o no.
Los que le escucharon se quedaron de piedra. La escena de Hugo liando con el perro loco seguía fresca en sus memorias y escucharle declarar sus intenciones fue como amenazarles de muerte. El duque estaba loco.
Hasta Kwiz estaba nervioso. Apenas llevaba dos días en el trono y su reino ya estaba en peligro.
–…Tranquilícese, mi buen señor. ¿Está pensando en derramar sangre en la coronación del rey? – Preguntó totalmente serio.
Hugo se lo miró durante unos segundos antes de volver a centrarse en lo que ocurría en la pista de baile. El último minuto fue una tortura.
–Era broma.
–…Preferiría que no bromease así.  – Era terrorífico. – ¿Desde cuándo los jóvenes sois tan conservadores? En un baile lo normal es bailar.
–¿Sí? Puede que sea conservador. A lo mejor debería ir a abofetearle con un guante.
A pesar de que el duque creía que retar a un duelo a otra persona por un motivo tan mundano era absurdo, la tentación le corroía.
Kwiz se aclaró la garganta. El duque acababa de manifestar su intención de asesinar a otro. Poco le habría hecho más ilusión que cuando la canción tocó a su fin. No obstante, ver como el duque se dirigía sin vacilar a su mujer le devolvió esa sensación de temor. Quizás el cambio de actitud del duque se le antojase entretenido, pero era impredecible y eso lo convertía en una amenaza.

Lucia inclinó la cabeza para agradecerle el baile al conde. No había escuchado ni la mitad de los halagos que el desconocido le había estado confiando, su cabeza estaba en el carruaje donde guardaba zapatos de repuesto para alguna emergencia.
–¿Cuándo has llegado? – Lucia abrió los ojos al ver al hombre que se le acercaba a grandes gambadas.
El conde Yungran, al contrario de la muchacha, se acobardó y huyó despavorido incapaz de mantener la mirada en aquel monstruo.
–¿Te has hecho daño? – Preguntó Hugo.
–¿Eh? – Lucia estaba tan feliz de verle que si no fuese porque estaban en público le habría ido corriendo a abrazar.
–No estás caminando como siempre.
–Creo que… El zapato me va pequeño. Tengo que cambiármelo.
–¿Puedes andar?
–Claro, no es para tanto.
Lucia aceptó la mano de su esposo y avanzó con decisión apoyándose en él.
–Estoy bien. – Dijo, sonriéndole avergonzada.
Hugo se la miró y la abrazó para sorpresa del resto de invitados.
–Es… Estoy bien…
Hugo hizo caso omiso de sus palabras y la levantó en brazos. Lucia no soportaba las miradas inquisitorias, así que, muerta de vergüenza, enterró el rostro en su pecho.
–Mi mujer se encuentra mal, me voy a tener que ausentar durante un rato. – Le informó al rey.
–…Claro.

*         *        *        *        *

–Por aquí, por favor.
Una criada que Katherine había enviado los guió a la pareja hasta la salita donde habían estado hablando antes.  En cuanto entraron, Hugo la depositó en el sofá más grande y se agachó delante de sus pies. Le quitó el zapato del pie derecho y chasqueó la lengua al ver la sangre de la herida.
–Medicina. – Ordenó sin mucha ceremonia a la criada. – ¿Por qué el zapato te ha hecho esto? – Hugo acababa de encontrar otra razón para echar a Antoine.
–Pasa a veces. Hasta que no caminas un rato con los zapatos no sabes si pasará o no.
–¿Y para qué hemos contratado a una diseñadora famosa si no puede evitar estas cosas?
Lucia se mordió la lengua viendo hasta que punto su marido estaba dispuesto a criticar a Antoine. Como esperaba, no le gustaba su vestido y por muy bien que le quedase, encontraría fallos. Nunca se habría imaginado que Hugo era tan conservador a juzgar por el tipo de mujeres con las que se había relacionado hasta entonces. De hecho, en comparación con los escotes que llevaban todas sus amantes, el suyo era virtuoso.
Cuando la criada volvió con unas vendas y un poco de medicina, Lucia aprovechó para pedirle que fuese a buscarle otros zapatos al carruaje.
–¿Quieres que nos vayamos a casa? ¿Estás bien? – Hugo aplicó las curas en la herida y le vendó el pie.
–No es que no pueda andar, además, acabas de llegar. Y yo todavía no he saludado al rey.
¿Y qué más daba el rey? Le saludaban cada vez que le veían. Hugo quería llevársela a casa. La idea de que su esposa tuviese que acudir a fiestas sin él le preocupaba. Era como si alguien le estuviese persiguiendo. Deseaba poder encerrarla en la torre más alta y esconderla del mundo, aunque eso significase aislarla del mundo. Quería ser el único capaz de verla sonreír.
–¿Ya está? Venga, levántate. – Le apresuró Lucia, preocupada porque alguien entrase por la puerta y viese al grandioso duque de Taran arrodillado en el suelo frente a su esposa.
Hugo la miró a los ojos, le levantó el pie y se lo besó.
–¡Hugh! – Rechistó ella, sonrojada.
Hugo le levantó la falda y mordió la pantorrilla, divertido.
–¡Ay!
–¿Quién era?
–¿Quién?
–El de antes. El del baile.
–¿Qué? Ah… Ni idea. Me han dicho que era un tal conde Yungran o algo así.
–¿Me estás diciendo que has bailado con un completo desconocido?
–No es nada raro. Y lo sabes.  – Lucia intentó quitarle el pie de la mano.
–La próxima vez, rechaza.
Le soltó el tobillo, se sentó a su lado en el sofá, le rodeó la cintura con el brazo y le susurró:
–¿De verdad que no te duele el pie? ¿Quieres que te lleve en brazos?
–¡Serás…! ¡¿Cuántas veces te tengo que decir que cada cosa tiene su momento?!
No podía seguirle la broma a su marido, porque conociéndole, era capaz de llevarla en brazos. Y cuanto más se pelease, más le divertiría y más seguiría.
Hugo la abrazó con fuerza mientras ella se resistía a sus cariños e intentaba zafarse de él.
–Está entrando alguien. – Lucia vio cómo se movía el pomo de la puerta y le avisó.
–¿Quién va? – Hugo alzó la voz, molesto.
Un criado entró con cautela. Al parecer, ya había pedido permiso para entrar varias veces, pero como no recibió respuesta había decidido entrar.
–Su Majestad ha llamado al doctor imperial para la duquesa.
–Da igual. – La preocupación excesiva del rey molestó al duque. – No nos hace falta. Dile a tu señor que en nada vuelvo.
El criado asintió con la cabeza y se retiró mientras la sirvienta de Lucia entraba con el par de zapatos.
Hugo la contempló mientras se ponía los nuevos con mala cara. Quería irse a casa. ¿Cómo podía llevársela antes de tiempo?
–Mi señora. – Empezó la criada. – Un noble de cierta edad me ha confiado algo para usted. – La sirvienta habló con prudencia frente al duque.
–¿Le estás dando algo de parte de alguien que no conoces? – Hugo frunció el ceño. – ¿Así es como trabajas?
La criada se encogió de hombros. Sabía que podía ganarse una reprimiendo, pero el noble le había parecido demasiado honesto como para ignorarle.
–No es tan necia. Me gustaría oír qué ha pasado.
Hugo le ordenó a la sirvienta que se acercase y dejase lo que tenía que entregar sobre la mesa: era un pañuelo. La expresión de Hugo empeoró al ver que era el pañuelo de un hombre.
–Me ha pedido que le preguntase a mi señora si reconocía esto. – La criada abrió el pañuelo y enseñó una de sus caras.
Hugo lo cogió para estudiar el símbolo de un águila que había bordado en una esquina. No recordaba de qué familia era, pero tampoco vio nada extraño, así que se lo pasó a Lucia.
–Este… noble… ¿te ha pedido que me lo dieras? – Lucia se estremeció. – ¿No te ha dicho nada más?
–Que se era el conde de Baden.

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