81: El descubrimiento (4)

mayo 26, 2019


Gio Baden, el cabeza de familia de los Baden y noble de la frontera sureña del reino, dedicó toda su vida a restablecer el poder de lo que antes había sido un majestuoso condado. Vivió una infancia rodeado de lujos gracias a la larga historia de su familia hasta que el negocio de su padre cayó, dejándolos en la ruina. Todo lo que consiguió heredar fue una mansión antigua, un título y una gran deuda. 
Mantener el título costaba una exagerada cantidad de dinero que cada año debía pagar al monarca. Pero, ¿cómo iba a renunciar al título que su padre murió protegiendo? No, el conde se consagró a intentar salvar lo poco que quedaba, correteando de un lado para el otro descuidando su propia familia mientras que su esposa lo apoyó en silencio cuidando y criando sola de sus dos hijos y de su hija hasta que un día se desmayó. El conde no tuvo tiempo de pararse a velar por ella y poco después, su mujer abandonó este mundo. Sus padres comprendieron porqué su padre había estado ausente en el lecho de muerte de su madre, pero la hija menor le resintió.
Irónicamente, lo que le dio fuerzas para seguir adelante a pesar de la terrible congoja por haber perdido a su esposa fue la deuda. Si conseguía ser lo suficientemente próspero, sus hijos dejarían de sufrir. Manos a la obra, el conde no tuvo tiempo para intentar sanar el herido corazón de su única hija. Los dejó a cargo del primogénito y se marchó de viaje de negocios. Fue entonces, cuando su hija huyó de casa. Sus dos hijos decidieron no informarle del suceso para no preocuparle. Cada vez que el adulto preguntaba, los niños le contestaban que estaba en casa de alguna amiga mientras removían mar y cielo para encontrarla en secreto. El conde se enteró de la desaparición de su hija un mes después. La buscó inútilmente durante un año y, para más inri, su negocio cayó en bancarrota. Perdió todo lo que había conseguido hasta el momento y, con el único deseo de abrazar a sus hijos, abandonó la búsqueda de su niña.
El conde de Baden vivió diligentemente. Todo el mundo sabía lo trabajador que era y lo poco misericordiosos que los cielos habían sido con él. Jamás vio recompensa alguna por su labor. Ni siquiera durante tiempo de guerra cuando todos parecían asomar la cabeza y bañarse en el dólar, supo beneficiarse. La deuda creció y el conde tuvo que hacer algo que se había negado a hacer durante toda su vida: pedir ayuda a un amigo de la Capital.
Reunió lo poco que quedaba de su vida y zarpó rumbo a la Capital donde la dicha llenaba las calles con motivo de la coronación del nuevo rey. Su amigo le acogió y le invitó a acompañarle al festín en honor del nuevo monarca.
El baile estaba atestado de altos rangos, de grandes personalidades y hasta el mismo rey. Allí fue donde escuchó por primera vez sobre la famosa pareja ducal. El anciano se hizo paso entre la multitud para ver a la pareja y, cuando vio a la duquesa, se le paró el corazón. La joven era el vivo retrato de su difunta esposa que llevaba en lo más hondo de su corazón y de su hija perdida. Era como si las estuviese viendo. ¿Cómo podían ser como dos gotas de agua?
El buen hombre se informó de quién era aquella muchacha: una princesa. Su expectación cayó en picado. Su hija nada tenía que ver con la realeza.
Aquella noche soñó con su amada hija y por la mañana no distinguía si la mujer que se había aparecido en sus sueños era su hija o la duquesa. Resuelto, le pidió a su amigo ir otra vez al baile y otra vez se le paró el corazón cuando vio a la duquesa. La estudió desde la distancia: cuando sonreía era igualita a su hija. Tenía los ojos de un color ámbar precioso y, precisamente, las niñas que nacían con ese color en la familia Baden se criaban con gran mimo porque se decía que traían buena fortuna. La duquesa poseía los mismos ojos que su esposa y que su hija. Le abrumaba.
¿Cómo podía ser? Era imposible, pero… ¿Y si…? No, imposible. Quería acercarse para hablar con ella, pero no hubo manera. La gente la rodeaba de tal manera que un desconocido como él no podía ir y, para acabarlo de complicar, el duque la abrazó y se la llevó poco después. El conde los siguió hasta el área privada, vaciló y finalmente descubrió a una sirvienta que había visto cerca de la muchacha desde el día anterior. La llamó y le entregó el pañuelo y se quedó allí de pie, clavado en el suelo, mirando como la criada entraba en la habitación de la pareja ducal.

*         *        *        *        *

Lucia estudió el pañuelo. Según lo que su tío le había asegurado en su sueño, su abuelo moriría cuando ella cumpliese los veintiuno y el dueño del obsequio era, en efecto, el padre de su madre. El tío con el que habló era el segundo hermano de su madre, el primogénito se suicidaría poco después del fallecer su abuelo. Lucia que se había creído huérfana se alegró de tener a algún familiar en el mundo. Ella misma fue la intermediaria entre el conde Matin y su tío en un intento de salvar su título. Con el tiempo, su matrimonio con el conde se convirtió en una pesadilla y cuando fue a pedirle a su tío que la ayudase a escapar de la situación, éste se rehusó porque necesitaba la ayuda de su marido. Su rechazo la impresionó: aquel hombre tampoco la veía como su familia, sino como la condesa de Matin. Se sintió estúpida. No tardaría mucho en romper toda relación con el hermano de su madre y no supo nada más hasta el día en que el conde fue condenado por traición: los Baden también figuraban en la lista. No le quería, pero tampoco le gustaba que su vida hubiese tocado a su fin de una forma tan cruel. Se culpó a sí misma. Si nunca se hubieran conocido, aquello no habría pasado y así fue como juró no volver a involucrarse con su familia materna nunca más.
–Vivian.
Lucia se estremeció y levantó la cabeza.
–¿Quién es?
–…No lo sé…
Hugo le sujetó la barbilla y le hizo girar la cara para que tuviese que mirarle directamente a los ojos.
–¿Tú te has visto la cara? Mientes fatal.
Hugo echó a la criada y esperó a que su esposa se serenase. Sin embargo, le dolía verla al borde de las lágrimas.
–Dímelo. ¿Quién es? – Ella, tercamente, mantuvo el silencio. A Hugo le hervía la sangre cada vez que notaba ese muro en el que se protegía la joven. – ¿No le conoces? ¿No tiene nada que ver contigo?
Lucia no contestaba sin importar lo mucho que insistía. En realidad, estaba demasiado confundida como para poder explicárselo. En su sueño no había tenido la oportunidad de verle, era como si hubiese vuelto de la tumba.
–Pues tendrá que pagar por sus crímenes. ¿Cómo se ha podido atrever a enviarle algo tan peligroso a la duquesa?
–¿Peligroso…?
–No tiene nada que ver contigo, no hace falta que te preocupes, ¿no?
Los ojos de Hugo relucían impregnados de una malicia aterradora y su tono era gélido. Lucia se asustó temerosa de que algún día la pudiese llegar a mirar a ella de la misma manera. Se le llenaron los ojos de lágrimas por la desesperación. Su expresión pilló desprevenido a Hugo, que se sosegó de inmediato.
–Lo siento, Vivian. – Dijo mientras la abrazaba. Ella rompió a llorar e intentó apartarse de él pataleando y golpeándole, pero Hugo no cedió. – Lo siento. – Repitió abrazándola con más fuerza una y otra vez.
–…No me vuelvas a hablar así, me da miedo. – Se quejó poco después ya sin llorar.
–No lo volveré a hacer. – La intención de Hugo no había sido asustarla, sólo le daba rabia no poder llegar a ella. No obstante, escucharla decir que le daba miedo fue un golpe duro. – Si no me lo quieres decir, no me lo digas. – Suspiró. – No te voy a obligar.
Su cobardía le parecía patética. Era un hipócrita. Él no le había contado de sus secretos más bien guardados, pero no toleraba que ella tuviese alguno.
–No es que no quiera, es que… No sé cómo decirlo… – Hugo aguardó unos segundos en silencio a que continuase. – Es que seguramente es… Mi abuelo materno.
–¿No me habías dicho que no tenías familia?
–Eso intentaba pensar. Mi madre así lo quería.
La madre de Lucia no le había hablado de su familia hasta su lecho de muerte y ella misma sólo había conocido a su tío. ¿Por qué? Siempre se lo había preguntado.

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