90: Te amo (3)

mayo 28, 2019


Lucia se acomodó en el sofá de su dormitorio y repasó los recuerdos de su infancia. Solía entristecerse cada vez que pensaba en su madre, pero ahora sólo le quedaban los momentos felices. Si no fuera por ella, ahora mismo no sería tan feliz.
De vez en cuando su madre sacaba el colgante del cajón y se quedaba embobada hasta el punto de que no notaba a Lucia acercándosele. La buena mujer debía echar de menos a su familia y de no haberse quedado en cita, seguramente, hubiese regresado a su hogar. Pesé a ello, su madre nunca fue una mujer pesimista ni la culpó de nada. Trabajaba en una tiendecita del mercado y siempre portaba una sonrisa de oreja a oreja. La quería con locura y le recordaba lo mucho que lo hacía cada vez que podía.
El dueño de la tienda de empeño estaba en lo cierto: su madre jamás llegó a vender su colgante y eso significaba que sus recuerdos se equivocaban. El accidente por el que presuntamente se tuvo que vender sucedió cuando tenía unos ocho años en un enorme árbol a la entrada del barrio. Un día decidió apostar que podría escalar hasta la cima con el resto de niños, pero un pájaro la atacó por acercarse demasiado a su nido y ella cayó por la sorpresa. ¿Dónde se hirió? Oh, sí, la pierna. No obstante, esa herida tan seria que debería haberle dejado cicatriz no dejó rastro.
Lucia se examinó la pierna. ¿Desaparecería? ¿Quizás no llegó a caerse? La duquesa continuó dándole vueltas al asunto hasta que tuvo que tomarse medicina para el dolor de cabeza.

Volvió a soñar sobre su infancia, sobre aquellos tiempos inocentes en los que sólo deseaba poder volver a jugar al día siguiente. El tiempo volaba y en un pestañeó se encontró llorando sobre el cuerpo frío e inerte de su madre mientras que los vecinos la intentaban consolar con toquecitos en la espalda. A todo el mundo se le rompió el corazón ante la idea de una niña tan pequeña sola en el mundo. Abrumada por el dolor, Lucia apretó el colgante como si fuese su madre. De repente, un guardia de la casa real registró todo el barrio y se llevó a Lucia a palacio donde, cegada por los lujos, no escuchó la voz de un hombre que aseguraba ser su padre. El palacio donde la colocaron era un lugar helado y espantoso, con una habitación desolada donde se tumbó y lloró llamando a su madre mientras se aferraba al colgante.

Lucia se despertó dando un respingo. Le daba la sensación de haber estado dormida muchísimo tiempo. Aquello no había sido un sueño, sino un recuerdo. ¿Por qué lo había olvidado hasta entonces? Pero, lo más interesante era que en su estada en el palacio Lucia se aferró al colgante como a un clavo ardiente, ni siquiera durante los baños se separaba de él, temerosa de que alguna criada se lo robase. Su cabeza se llenó de recuerdos contradictorios respecto al accidente que debería haber sufrido de niña junto a otra amiga suya que murió… Rossa.  La familia de Rossa se mudó tras su muerte, no obstante, recordaba tener a la madre de su difunta amiga a su lado dándole apoyo en el funeral de su madre. ¿Volvió para no dejarla sola? No, porque al lado de aquella señora estaba su buena amiga Rossa, vivita y coleando.
Asumiendo que el vendedor de la tienda de empeño decía la verdad y el colgante no había caído en su posesión, entonces, la última vez que Lucia lo tuvo entre sus manos fue la noche que lloró hasta quedarse dormida en su cuarto. Tal vez sus recuerdos se habían mezclado por culpa de su corta edad o tal vez era obra del colgante en sí.  Si era mágico, entonces…
Su tío le había explicado que el colgante era una reliquia familiar desde hacía generaciones. Normalmente, los objetos mágicos eran tesoros nacionales que se vendían a precios desorbitados. Si su abuelo, el Conde Baden, lo hubiese sabido, lo habría vendido y salvado a su familia.
Si el colgante era mágico, su sueño no había predicho el futuro, sino otra vida. Otra vida en la que se había hecho daño de niña, su madre había empeñado el collar y ella había coincidido con su tío en una subasta. De haberse quedado en el palacio, se habría acabado casando con el Conde Matin. En la realidad actual, no había tenido ningún accidente y su madre nunca llegó a vender el colgante. Por alguna razón, el colgante se había activado y le había mostrado un sueño interminable.
Eso significaba que Rossa debía estar viva.
–Vivian.
Lucia alzó la cabeza al escuchar su voz. El dormitorio estaba mucho más oscuro que cuando se había despertado y su esposo estaba sentado a su lado.
–¿Cuánto tiempo llevas aquí, Hugh?
Hugo le acarició la cabeza con dulzura.
–Acabo de llegar. Me han dicho que llevas durmiendo desde que has vuelto.
Hugo se sorprendió de encontrársela sentada abrazándose las rodillas sobre la cama cuando entró en el dormitorio. Entró despacio para no sobresaltarla, pero ella no se percató de su presencia.
–¿Ha pasado algo en la cena?
–…No.
–Me han dicho que te dolía la cabeza. Ya es la segunda vez este mes. ¿Por qué te encuentras mal si no te pasa nada? – Hugo no se tragaba las palabrejas del médico que le aseguraba que la migraña no era nada del otro mundo.
–Ya no me duele nada. Estaba pensando.
¿En qué estaría pensando tan concentrada que ni siquiera le había oído llegar? Hugo quería saber qué pensaba. Quería tener todo lo que era suyo, cuánto más, mejor.
–Puede ser que… – Vaciló. – ¿estés pensando en algo que no pueda saber?
–No, es que… Es una tontería. Si te lo cuento, no te puedes reír.
–No lo haré.
–¿Te acuerdas del colgante del que hablé con mi abuelo?
–Sí.
–Pues, estaba pensando que puede que el colgante fuese mágico.
–¿Por qué?
Lucia le explicó lo ocurrido en la tienda de empeño y del recuerdo contradictorio que acababa de descubrir en su sueño. Sin embargo, omitió el detalle de haber visto el futuro en un sueño más largo. No quería tener que contar sus doloras experiencias, pero tal vez algún día podría con él.
–Mi madre no vendió el colgante. Creo que algo me cambió los recuerdos y desapareció. Aunque yo no lo vi desaparecer.
Hugo consideró sus palabras unos segundos y se dio cuenta de que sería una conversación larga, por lo que encendió las luces de la habitación.
–¿Hay muchas contradicciones?
–No demasiadas. Pero, ¿si es un objeto mágico, por qué mi familia materna no sabe nada?
–Puede que no lo sepan. No se sabe mucho sobre esas cosas.
Gracias a los informes secretos de su familia, Hugo sabía que los objetos mágicos solían ser algo común durante el Imperio Madoh, sin embargo, con el tiempo se fueron destruyendo hasta que se perdió la información sobre su función original.
–¿Desaparecen?
–Algunos se pueden romper, no veo porque no desaparecer.
–La mayoría son tesoros nacionales, ¿no? ¿Una familia noble puede tener alguno?
–Muchas tienen, pero los que están etiquetados como tesoros nacionales son más famosos. Normalmente, el tipo de habilidad que le concede el objeto mágico es un secreto familiar y muchos los esconden.
Había mucho coleccionista hambriento de nuevas adquisiciones, así que el precio de mercado era exageradamente alto sin importar la función o la forma.
–Entonces, ¿los Taran también tienen alguno?
–Tenemos muchos.
En la habitación secreta de los Taran había una montonera de cosas mayoritariamente inútiles, aunque el dispositivo de comunicación a distancia había sido beneficioso para proteger a Damian o comunicarse en el campo de batalla. Ese tipo de objeto solía entregarse a la Capital, pero Hugo había decidido dárselo al grupo que protegían a su mujer por seguridad.
–Cuando volvamos a Roam te los enseñaré.
–¿Son muy poderosos? He oído decir que hay uno para hacer que llueva.
–Eso son paparruchas. – Hugo soltó una risita. – La mayoría son inútiles.
Si la función del colgante de Lucia era mostrar el futuro, debía contar de un valor incalculable.
–¿Te interesan los objetos mágicos? ¿Quieres alguno?
La operación de conseguir todos los objetos mágicos del mundo podía empezar en cualquier momento según la respuesta de Lucia.
–No, sólo estaba un poco confundida.
Si el colgante le había ayudado a predecir el futuro, se lo agradecía. Gracias a su sueño había llegado donde estaba ahora y la había ayudado a darse cuenta de que hasta la más trivial de las acciones podía dividir el futuro. Su elección marcaba su rumbo. Ella le había elegido a él y deseaba que él hiciera lo mismo.
A Hugo le decepcionó enterarse de que su plan de sorprenderla con el colgante no traería frutos.
–¿Desapareció y ya? Dices que tienes recuerdos contradictorios, ¿no podría ser uno de ellos?
–Estaba confundida porque tenía como dos recuerdos diferentes, pero ahora los he podido juntar.
–Si te preocupa lo del collar, podemos traer a tu abuelo para que lo habléis. Es una reliquia familiar, a lo mejor sabe algo.
Lucia iba a rechazar su oferta, pero cambió de opinión en el último momento. Había pasado poco tiempo con su abuelo y su partida la había entristecido. Además, seguía curiosa sobre la realidad del colgante y puede que el anciano pudiese saciar alguna de sus dudas.
–Sí, me encantaría.
–Me encargaré de que lo escolten. – Prometió acariciándole la mejilla.
El suave tacto de su marido la conmovió. ¿Lo habría enredado? Lucia le había elegido para crear su propio futuro, era un timo. Era injusto que ella hubiese tenido la suerte de saber cómo evitar un futuro infeliz. Temía haberle apartado de un futuro muchísimo más dichoso y haberle arrastrado sin que supiera nada. Pero le importaba un comino si el mundo la condenaba por su egoísmo. Le amaba. Quería que fuese reciproco. ¿Qué opinaba de ella? ¿Cuánto le gustaba? ¿Si le confesaba su amor, huiría?
–¿Alguna vez te has preguntado qué habría cambiado si hubieses elegido otra cosa?
–¿Para qué? El pasado, en el pasado se queda.
Su respuesta no fue muy distinta a la de cuando le preguntó si se arrepentía de alguna decisión el día de su boda. Lucia sonrió sarcásticamente. Él era así, no miraba atrás. Su forma de ver la vida no había cambiado, pero Lucia ya no le tomaba por un ser despiadado o cruel, sino como una persona tremendamente cariñosa. Era precisamente ese afecto tan suyo que provocaba tormentas en el corazón de la joven cuya felicidad había aumentado proporcionalmente a su angustia. No podía dejarle ir. Sus expectativas crecían por momentos y temía acabar odiándole a este ritmo.
–Yo sí pienso en esas cosas. ¿Y si no me hubiese casado contigo? Todavía estaría en el palacio y me habrían casado con alguien que hubiera pagado la dote.  – Hugo se la miró intentando descifrar lo que ocultaban sus palabras. – A veces… Creo que tengo mucho más de lo que me merezco.
–¿Por qué?
–¿No te parece que nos precipitamos? Casándonos, digo.
Hugo la escudriñó y suspiró pesarosamente.
–¿Ahora qué he hecho?
–¿Qué…?
–Dímelo directamente, deja de andarte con rodeos.
Lucia le miró con ojos desorbitados. El orgulloso y valeroso hombre que era su marido se presentaba ante ella con una expresión de completa intimidación, preocupado de haber cometido algún error sin saberlo. Se comportaba como si estuviese dispuesto a cedérselo todo y darle todo lo que ella mencionase. Colmada de amor, Lucia sentía que algo le apretujaba el corazón. Ese hombre bestia que todo el mundo temía era tan encantador que no podía soportarlo.
–No has hecho nada. – Dijo con el puño cerrado. – Es mi consciencia.
–¿Tu consciencia?
–Nuestro matrimonio es injusto. Yo era una princesa de poca monta, poco mejor que una bastarda, y tú eras el famoso duque de Taran, conocido en todo el mundo. Es injusto.
Hugo frunció el ceño. No le gustaba que su esposa se llamase a sí misma bastarda o que hablase de que su situación era injusta. Detestaba cualquier pretexto que pudiese usar para no estar a su lado. ¿Cómo podía hacerla entender que no existía la injusticia?
–¿De verdad no ha pasado nada en la cena? – Preguntó, rodeándola suavemente por la cintura y tumbándola debajo de él.
–No.
–¿Pues qué te pasa?
–Parece que diga tonterías, ¿no?
–No digas eso, Vivian. – Hugo le besó la esquina de los ojos después de verla sonreír con timidez. – No dices tonterías y mi matrimonio no es ninguna injusticia. – Lucia cogió aire. Fue como si las palabras de su esposo envolvieran su corazón. – Ya te lo había dicho, no hace falta que te tragues nada. No te preocupes. Haz lo que te apetezca.
Lucia le tomó el rostro con una mano. Le acarició la mejilla cautivada por la sensación que la amenazaba con romperla en pedazos. El duque no le susurraba palabras de amor al oído, pero era terriblemente dulce.
–Supongo que no te sirvo de mucho.
–No es eso, es que no quiero que te hagas daño.
–¿Quién me va a hacer daño?
–El cuerpo no es lo único que se puede herir.
La sociedad podía matar con palabras y Hugo no podía asegurar la protección de su esposa sólo con su título. Las habladurías no le afectaban, pero su mujer era menuda y débil, le preocupaba.
Lucia abrió los ojos como platos. Hugo le estaba pidiendo que protegiese su corazón. A veces, su delicadeza era extraordinaria. ¿La habían tratado con tanto cuidado desde la muerte de su madre? Todo aquello pasaba de largo la obligación conyugal de un esposo.  Quizás él también la… Sintió mariposas en el estómago ante la idea. Era como si algo muy fino se le estuviese escapando de los dedos. Aun así, consiguió controlar sus emociones al borde del abismo y extendió los brazos hacia él.
Hugo la abrazó y ella enterró el rostro en su pecho.
–Tendré cuidado de no hacerme daño.

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