91: Te amo (4)

julio 03, 2019


A la mañana siguiente le llegó una invitación de Katherine para quedar aquella tarde. Lucia la aceptó rememorando el orgullo que reflejaba el rostro de su hermana cuando se despidió de ella al finalizar la cena.
Si cuidase la lengua, la princesa se llevaría mejor con más gente, aunque por supuesto, su personalidad brusca formaba parte de su encanto. Muchas nobles se le habían acercado durante la cena para comentar lo sorprendidas que estaban de verla siendo capaz de aguantar los humos de Katherine: algunas sintiendo pena por ella y otras admirándola por su paciencia. Sin embargo, Lucia no se sentía presionada por estar con la princesa.
Katherine se había criado rodeada de amor, puede que fuese directa, pero no era irracionalmente maleducada. Tal vez si a ella la hubiesen educado como a una noble princesa también habría sido tan segura como la princesa. Envidiaba la ignorancia de las dificultades y la parte tenebrosa del mundo de su hermana y le deseaba poder seguir así el resto de su vida.
–No sé cómo se ha enterado, pero Su Majestad la reina me ha enviado un mensaje de que se nos va a acoplar. Tendremos que dejar nuestro té para otro día. – Se quejó Katherine tras saludar a Lucia.
Las dos mujeres se dirigieron, pues, al palacio de la reina donde Beth ya había finalizado las preparaciones para recibirlas y las esperaba. Conversaron de temas superficiales, agradables y Lucia se sintió tan cómoda como si se conocieran de toda la vida. A pesar de lo poco acostumbrada a lidiar con personas que estaba y que apenas se conocían, no se sentía incómoda. ¿Así era con la familia? Si indagasen en sus relaciones, Katherine era su hermana y Beth su cuñada. Puede que no fuese nada significativo, pero desde luego, ya no era una mera amistad.
–¿Desde cuándo te gusta bordar? Antes he visto a una criada llevarse los materiales.
Beth esbozó una media sonrisa. La reina se esforzó en subir los escalones durante sus tiempos de criada y no encontraba regocijo en actividades tranquilas como el bordado.
–Su Majestad me ha pedido que le borde el pañuelo y ahora me toca hacer una cosa que no me ha gustado en la vida.
–¿Te ha pedido que le bordes el pañuelo? – Katherine estalló en sonoras carcajadas.
–Todo gracias a la duquesa.
Lucia se sorprendió.
–¿Por qué es gracias a ella?
–Al parecer, la duquesa le regaló un pañuelo bordado al duque de Taran, Su Majestad lo vio y también se le antojó tener uno, así que me lo ha pedido.
Katherine todavía se rio con más fuerza mientras que Lucia se sonrojaba.
¿Cómo podía haberlo visto el rey? Su marido no era de los que presumían de haber recibido un regalo. Era impensable que Hugo hiciera algo por el estilo.
–Me gustaría ver el pañuelo.
–Si a la duquesa no le importa. Casualmente lo tengo porque Su Majestad lo ha cogido como referencia.
–Oh, dios. Lo quiero ver. ¿Puedo?
Lucia asintió afirmativamente a la destellante Katherine.
–No te enfades mucho con tu marido cuando vuelvas a casa, duquesa. Su Majestad me dijo que se lo ha quitado.
¿Cuándo pensaba crecer ese marido suyo? Le había descrito con pelos y señales la expresión insólita del duque de Taran cuando le había robado el pañuelo.
–Vaya si se aburre para tener tiempo para hacer chiquilladas. – Comentó Katherine.
Al cabo de un rato, una criada entró los utensilios de bordado y sacó el pañuelo del duque. Katherine lo examinó el inesperado pañuelo de algodón y volvió a reír.
–Es adorable. Le has hecho florecitas, ¿eh?
A Lucia se le torció la expresión.
–¿…Me lo dejas un momento?
–Claro, si es tuyo.
Lucia ahogó un jadeo cuando vio el pañuelo. Hasta el momento creía que le estaban hablando de uno de los que le había regalado con su nombre, pero este tenía una flor en una esquina. Era uno de los primeros que había hecho para enviarle a Damian, hacía meses que no bordaba flores. ¿Por qué…?

*         *        *        *        *

Últimamente, todos los rompecabezas de Kwiz estaban relacionados con el dinero. Hasta su ascenso al trono ignoraba lo mucho que pedían y del poco que disponían para repartir.
–¿De dónde saco yo dinero, mi buen duque?
–¿Desde cuándo eres un mercader?
Hugo no le aconsejaba sin importar lo mucho que se quejase. Por supuesto, Hugo no era ningún economista, poco entendía del arte de hacer dinero, eran sus muchos expertos lo que se encargaban de conseguirlo y como siempre, su único criterio al contratar era que fueran habilidosos en su campo.  Poco le importaba su estatus y su compensación era proporcional a sus méritos. Nobles y campesinos eran la misma calaña: ambos tipos morían si perdían la cabeza, así que mientras no fueran descarados, los consideraba iguales.
–Pues no estoy seguro si al final soy rey o mercader.
–Si no hay suficiente dinero, pues quítate gastos.
–Ya he reducido los gastos de palacio. – Dijo Kwiz rechinando los dientes. –Mi padre-… –¡Menudo carcamal su difunto padre! Pero no podía exclamarlo en voz alta después de perder cuatro veces seguidas en su apuesta con su ayudante. Su vocabulario necesitaba nuevas adquisiciones urgentemente. – O sea, despilfarraba mucho, era demasiado codicioso y le gustaba mucho gastar. Además, regalaba cosas a todo el mundo sin venir a cuento. Regalos caros. – Era por este pequeño detalle que, a pesar del terrible régimen del anterior monarca, éste nunca perdió el apoyo de su gente. – Primero tendré que limpiar todas las bocas que mi padre dejó aquí. ¿Sabes cuántos hermanastros tengo? La mayoría están muertos, pero es que tengo otras veintiséis hermanastras. ¡Veintiséis! Por eso no me queda presupuesto para nada. – Se le aceleró la respiración. No estaba obligado bajo ningún concepto a cobijar y alimentar a los niños del rey que ni siquiera conocía. La única a la que aceptaba como su hermana era Katherine, y por mucho interés que hubiese mostrado últimamente por la duquesa, ella tampoco era su familia. – Las voy a echar a todas.
–¿Sí? ¿Cómo?
–Voy a informar a sus familias maternas para que vengan a buscarlas, si no vienen, las casaré.
Era una decisión mezquina sin pizca de amor fraternal o generosidad real. Desde el punto de vista de Hugo, Kwiz tenía muchos puntos buenos que no cubrían sus puntos malos. Uno de ellos era ser tan rácano que sólo gastaba lo mínimo para no quedar en evidencia.
De repente, el duque recordó que su mujer le había explicado con aflicción como, de no haberse casado con él, la habrían entregado a cualquier hombre que hubiese pagado el precio. Lucia había estado hablando de “y si” el día anterior que tan absurdos le parecían, pero es que ahora esos “y si” habían llamado a su puerta. Si se hubiese burlado de ella, si algo hubiese ido mal, en esos momentos su esposa no sería la duquesa de Taran. No obstante, no había ocurrido y Hugo no hallaba la razón para seguir dándole vueltas al asunto. Pero ahora que el rey mencionaba al puñado de bocas por alimentar de las que pensaba deshacerse, se le erizó la piel. Podrían haber casado a Lucia con cualquier hombre dispuesto a pagar el precio adecuado y podrían haberse conocido como perfectos desconocidos. La idea era nauseabunda. El corazón le dio un vuelco: su mujer, era suya. No admitía discusión al respecto. Recordó, entonces, la realidad, y se sintió sumamente aliviado.
Hugo miró a Kwiz que había seguido parloteando sobre algo. Tanto el rey anterior que ignoró a todos sus hijos, como el hijo de puta que tenía delante eran igual de terribles. ¿Tan difícil era ser un hermano mayor y cuidar a sus hermanas?
Apenas unos minutos atrás, el duque había estado totalmente de acuerdo con la idea de Kwiz de deshacerse de todas las personas inútiles bajo su cuidado, pero ahora que estaba personalmente involucrado en el tema, le incomodaba. ¿Inútiles? Era imposible no recordar a su propia mujer llamándose a sí misma bastarda o menospreciándose. ¿Habría sido difícil su vida en palacio? Lucia le solía hablar de su infancia a menudo, aunque nunca mencionaba el palacio. Pensando en ello, no había visto a ninguna criada atendiéndola en el palacio y ahora que refrescaba la memoria y redescubría todos estos hechos, Hugo se enfadó. Su esposa había tenido que experimentar una vida tan miserable que no deseaba ni recordarla.
En su momento, escucharla decir que prefería venderse antes de que la vendieran le picó la curiosidad, pero ahora le apuñalaban como un arma de doble filo con culpabilidad por no haber sabido comprender la amargura y desesperación con la que se le había presentado.
Una vez más, su desagrado por el anterior monarca creció. Merecía haber muerto así.

*         *        *        *        *

Lucia interrogó a Jerome sobre el pañuelo en cuanto puso un pie en la mansión.
–Mi señor lo mira cada día y siempre lo lleva consigo. – Contestó conteniendo una risita.
–¿…Desde cuándo?
–Ya hace meses, desde que estábamos en Roam.
–Cuando me aconsejaste regalarle un pañuelo no me lo mencionaste.
–Creía que lo sabíais, mi señora. – Respondió desenfadadamente.  – Creía que usted se lo había regalado, si no… ¿De dónde lo sacó mi señor el duque?
Lucia no podía admitirle a Jerome que ella no se lo había dado. De hacerlo, la única conclusión posible es que su marido lo había cogido en secreto y no quería socavar su autoridad como señor de la casa. Poco imaginaba que Jerome ya lo sabía. Había sido testigo de la travesura de su señor. Fue un momento tan bizarro e impropio de su amo, que no dio crédito. Sin embargo, como fiel siervo que era no se atrevió a cuestionar las acciones de su señor.
–…O sea, no sabía que se lo llevaba por ahí.
–¿Tiene algo de malo?
–No, pero tiene que mantener las apariencias. ¿Cómo puede ir por ahí con esto? La gente se reirá de él si lo pillan.
–No se preocupe, mi señor es magnánimo. – Comentó Jerome con una gran sonrisa de oreja a oreja.
Lucia volvió a darse cuenta de lo buen mayordomo que era ese hombre. La suavidad de Jerome era impropia de su edad y era increíble su habilidad de tapar la cara dura, falta de lógica y egoísmo de su esposo bajo el adjetivo “magnánimo”.
La muchacha se quedó atónita. Imaginarse a su esposo acercarse a escondidas para robar uno de los pañuelos de su hijo era insólito y, sin querer, rompió a reír. Lo habitual en él hubiese sido pedírselo directamente, pero que hubiese preferido cogerlo el mismo por prudencia, la emocionó.
Lucia repasó todas las actitudes, palabras y emociones que le había mostrado a través de sus expresiones a lo largo del tiempo y, quizás, hacía tiempo que era consciente de todo aquello, pero se negaba a aceptarlo porque era una cobarde. Ella le amaba y quizás… Él la correspondiera. Cabía la posibilidad de que Hugo no reconociese el amor o que todavía no estuviese seguro de su propio corazón, incluso podría estar negándolo. ¿Era mejor esperar… o dejar las cartas sobre la mesa?
Ante ella se extendía un cruce de caminos, una elección complicada. Vaciló muchísimo más que cuando se armó de valor para presentarse por primera vez en la mansión ducal para proponerle matrimonio.

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