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julio 03, 2019


–Tienes que sobrevivir aquí. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
Suspiré, atónita. Era como si alguien me acabase de pedir que resolviese el acertijo más difícil del universo. Nos miramos mutuamente y él sonrió.
–El conde Cesklov le ruega una audiencia, Su Majestad. – Un criado interrumpió el momento llamando a la puerta.
Keitel me miró durante unos segundos y se puso la máscara: su expresión cambió radicalmente a una gélida.
Keitel suspiró pesarosamente, anduvo hasta mi cuna, me dejó allí y me dio unas palmaditas en la cabeza.
–Quédate aquí un momento. Ahora vuelvo.
Asentí con la cabeza y me dejé caer para darle a entender que hiciera lo que le viniese en gana, que a mí no me importaba.
Keitel soltó una risita y regresó a su estudio cerrando la puerta a sus espaldas.
Durante su ausencia jugueteé con mis dedos. Esperaba ansiosa el día que pudiese hablar como es debido y extender mi vocabulario. Me moría de ganas de poder espetarle a mi padre que era un bastardo. ¿Por qué costaba tanto decir algo tan sencillo?  Continué planteándome las dificultades de ser un bebé cuando, de repente, escuché un crujido. ¿Sería una sirvienta? Pobrecita, tener que limpiar el desastre de estudio que tenía el Emperador debía ser un trabajo duro. Procedí a ignorar a la sirvienta para entretenerme con mis pies hasta que una sombra se cernió sobre mí. No, no había entrado una criada. El hombre que estaba acercándoseme iba vestido de criado para no levantar sospechas y empuñaba un cuchillo.
Empalidecí incapaz de hacer ningún sonido. Empecé a temblar violentamente. Aquel hombre había venido a por mí. A matarme.
Recordé el cuchillo blanco, la sangre roja y a alguien apuñalándome sin miramientos que había experimentado en mi anterior vida. ¿Volvería a morir? Ni siquiera podía llorar. Estaba paralizada por el miedo. Si lloraba, Keitel vendría a por mí. Si lloraba, mi padre que estaba en la habitación de al lado vendría a salvarme y, aun así, no conseguía hacer ruido.
–Lo siento, pequeña, pero tienes que morir.  – Dijo el hombre.
Me estremecí y cerré los ojos. ¡Ayuda! ¡No podía morir de esa manera! ¿Por qué tenía que morir otra vez? ¿Por qué así? Me aferré a las puntas de los pies aguardando mi inevitable destino y me mordí los labios con todas mis fuerzas, pero el cuchillo nunca llegó.
El asesino trató de clavarme el arma, pero algo voló con todavía más rapidez que su mano. Abrí los ojos y fui testigo de cómo Keitel desenvainaba la espada y cortaba la cabeza de mi atacante.
La sangre salpicó toda la habitación. Un líquido caliente y pegajoso me llenó la mejilla.
Keitel levantó la cabeza sediento de sangre. Era la expresión más terrorífica que había visto en la vida.
–¿Cómo ha entrado en el palacio? – Keitel sacudió la sangre de su espada y ordenó. – Llamad a los guardias reales. – Y entonces, dejó caer su espada.
La espada que había estado empuñando se desvaneció en el aire como si de magia se tratase. No quedó ni rastro.
–Limpiadlo todo. – Dicho esto, mi padre avanzó a grandes zancas hasta mí, me levantó y se rio de mi expresión aturdida. – ¿No te lo había dicho? – Su sonrisa ocultaba una pizca de aborrecimiento. – Este es un lugar asqueroso.
Me estremecí por la frialdad que emanaba este hombre. ¿Cuán profundo era su odio? ¿Cuán terrible era su rencor? Su oscuridad era demasiada como para que yo alcanzase a comprenderla.
Tragué saliva.
–Espero que esto no te afecte demasiado. – Me acarició la mejilla. – Sería un problema.

*        *        *        *

Cerera, terriblemente compungida y asustada por lo sucedido, me mantenía entre sus brazos. Yo seguía temblando violentamente. El pánico estaba empezando a amainar y por fin logré sentir algo más que estupor.
–Está helada. – Dijo mi asustada nodriza. – ¿Qué puedo hacer?
No entendía porque ella también estaba en un estado semejante cuando el asesino había venido a por mí. Mentiría si dijera que no me había horrorizado o que la sangrienta escena no había sido traumatizante. Deseaba haber sido un bebé de verdad y ser ajena a la realidad. Estaba tan aterrada que las puntas de los dedos se me habían puesto blancas.
–Princesa.
Hasta que no escuché esa voz tan encantadora no recordé que seguía viva. Fue en ese momento que me sentí aliviada. Que me desembaracé de la carga con la que llevaba apoquinando sola tanto tiempo e intenté contener las lágrimas sin éxito. Me dolía la garganta, se me nubló la vista y rompí a llorar a mares.
¡Qué miedo! ¡Qué horror! Había deseado que alguien me salvase como un naufrago en el mar, como en mi otra vida. Había anhelado que alguien me ayudase. No quería morir. Recordé como la primera vez que morí todos los testigos habían guardado las distancias sin que mis gritos de auxilio les conmovieran en lo más mínimo.
Cerera me abrazó con más firmeza y su calor me consoló. El llanto de un bebé siempre rompe el corazón a quien lo escucha. La buena mujer me dio palmaditas en la espalda, me susurró en el oído, me besó las mejillas y yo suspiré sosegada.
Esto demostraba que seguía viva, que había sobrevivido. El aire de mis pulmones era la prueba. Creía que volvería a ser un cascaron inerte, no deseaba una muerte así.  Cuando abrí los ojos y me encontré a mí misma atrapada en este cuerpo, sinceramente, pensé que era mentira. ¡Yo! ¡La hija de un tirano!
–Se está hinchando a llorar.
Un par de ojos rojos se posaron sobre mí. Mi padre, Keitel Agrigent, había llegado ahora que ya podía entrever algo entre mis lágrimas. Mi llanto se convirtió en sollozos.
Cerera me limpió los ojos con dulzura y yo tosí por tener la garganta seca de tanto llorar. Mi nodriza era tan considerada conmigo… ¡Era la mejor!
–¿De cuánto se acuerda un bebé? – Los movimientos de Keitel fueron sorprendentemente suaves.
Me sentía algo incómoda, después de todo, acababa de ver esa mano fría que me estaba acariciando la frente cometer un acto imperdonable apenas unos minutos antes. Sin vacilar. Tal vez fuese porque había sido cuestión de vida o muerte para mí, pero no culpaba a Keitel por matar al asesino. Me daba igual si eso me convertía en una mala persona, pero daba las gracias por que mi padre hubiese respondido a mi llamada de auxilio por muy bastardo que fuese. Sí, me dispuse a aceptarle como padre.
Le miré cuando él me tocó la mejilla y recogió una lágrima que me corría por el rostro con el dedo.
¿Por qué me estaría sintiendo tan disgustada?
En ese momento, Keitel se llevó el dedo a la boca y lamió la lágrima antes de esbozar una mueca.

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