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julio 10, 2019


Intenté alejarme del despampanante hombre que tenía como padre.
–¿Qué pasa? – Me preguntó con una voz terriblemente seductora.
Keitel todavía llevaba la cabellera plateada mojada después del baño y de él emanaba una fragancia encantadora.
–¿Te encuentras mal? – Keitel me observó durante unos segundos antes de insultarme para variar. – Pareces un monstruo. –Su comentario ni siquiera me molestó. Mi padre me acarició los ojos hinchados. – Que ya te estén intentando asesinar… No sé si es más o menos pronto de lo que esperaba. Bueno, da igual. Se ve que mi princesa está en apuros. 
Quise desviar los ojos, pero fui incapaz de girar la cabeza y cuando nuestras miradas se encontraron sentí todo un abanico de emociones contradictorias. Y entonces… nada. El silencio sepulcral me incomodaba. Tal vez nos hubiéramos acostumbrado hasta cierto punto a estar cerca, pero no juntos. Sé que era la única a la que le mostraba esa expresión compungida y sé que lo hacía porque creía que no podría recordarlo. Su seriedad era un muro doble y duro tras el que se protegía.
Extendí la mano para tocarle y le acaricié la mejilla. Keitel, sorpresivamente, ni me rechazo, ni me aceptó. Se limitó a observarme, como un espectador a la espera de cuál sería mi siguiente movimiento. Su tacto era suave. Era en estos pequeños momentos que me recordaba que era humano como yo. Normalmente parecía una obra de arte, algo intocable. ¿Por qué sería tan retorcido? Ocasionalmente me descubría a mí misma pensando qué lo había vuelto así, qué le pasaba por la cabeza o cómo había sido su vida.
–Toncho. – Rompí el silencio con mis balbuceos incoherentes.
–¿Qué dices?
–Dada. – Me negué a pronunciar bien la palabra “papá”.
Le otorgué el honor de ser reconocido como tal por mi persona como agradecimiento por haberme salvado la vida, pero había perdido su derecho a que le llamase por ese nombre al obligarme a compartir dormitorio con él.
Mecí los brazos por el aire y le sonreí.
–Tienes más vocabulario. – Me dijo, con una sonrisa.
La misma criada que había echado a Cerera entró cargada con una bandeja con hielo y vino tinto.
–¿Tiene que dormir en la cuna?
Keitel no se molestó en mirar a la sirvienta, pero ésta adivinó que se dirigía a ella.
–Puede dormir en la cama si no se cae, Su Majestad. – Respondió ella con las manos decorosamente cogidas en su falda.
–¿Sí?
–Aunque deberá tener cuidado de no aplastarla, mi señor.
Él me miró en silencio y con una gran sonrisa en la cara.
–Quiero jugar con ella y dormirla. – Anunció.
La criada se retiró y yo me quedé a solas con ese bruto que sólo pretendía usarme de juguete hasta cansarse y quedarse frito en la cama.
–Buenas noches.
Miré a Keitel que se había tumbado a mi lado y apreté los labios. Justo en ese momento, él me besó la frente.

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