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julio 10, 2019


Cinco meses después me desperté en medio de la noche y me quedé mirando el techo del dormitorio. Me sentía febril y tenía calor. Quería llorar, pero ni siquiera tenía las fuerzas para hacerlo. Conseguí girarme, pero algo se interpuso en mi camino: Keitel. Había olvidado por completo que era su cuarto y que dormíamos juntos. Ignoré mi propio malestar y le aparté el pelo de la frente. Su rostro dormido era distinto: era dócil, frágil a su manera. Parecía un jovenzuelo.
–Ti peldono.
Sí, le perdonaría. Estaba dispuesta a perdonar todas sus meteduras de pata. Keitel era demasiado joven, por supuesto que cometía errores al criarme. Era normal. Era un padre primerizo, sin experiencia ninguna. ¿Cómo diablos iba a saber qué hacer?
–Toncho.
Recordé a Cerera diciéndome que la única persona que estaría ahí para mí siempre era este hombre.
–Papá.
Busqué la mano de mi padre y la tomé entre las mías. En comparación conmigo, la suyas eran menos blancas, estaban repletas de callos y su piel era dura. No me gustaba el tacto, pero me dio pena.
Este hombre era mi padre y una vez más caí en la cuenta de que a pesar de lo mucho que me disgustase su personalidad, su forma de hablar, sus manías… Nuestro vínculo era imperturbable. Decidí aceptarle y decidí tomar cartas en el asunto. ¡Si Keitel se atrevía a subestimarme, saldría escaldado! No era una niñita inocente.
–Como siempre, parece más muerto que dormido. ¿No será un fiambre?
Pegué un respingo al escuchar aquella voz. Hice de tripas corazón y me atreví a mirar a mi alrededor, pero sólo había oscuridad. Oscuridad y… una persona.
–¿Eh? – El desconocido pareció percatarse de mi presencia y, casi divertido, se acercó a mí. – ¿Oh? – Tiré de la mano de mi padre en vano. – ¿Me puedes ver?
Sentí una emoción complicada. Como al ladrón al que pillan con las manos en la masa. ¿Había llegado mi hora? Maldita sea.
–¿No puedes? ¿Eh? – El invitado sospechoso se limitó a cruzarse de brazos. – Hasta sabes hablar. – Comentó sorprendido.
¿Estaba loco? ¿Con quién hablaba tanto? La sombra se había colado en el dormitorio, así que o era un fantasma, o un demente. ¿Cuántos conseguirían entrar en los aposentos del Emperador sin que nadie los descubriese? Exacto, definitivamente, esta sombra era un fantasma.
–Está claro que me ves. ¿…Y hablas?
¿Con quién demonios estaría hablando?, me preguntaba confusa.
–Contigo, por supuesto.
Su respuesta me dejó atónita. Le miré boquiabierta.
–¿Que quién soy? – Nos entendíamos. Entendía lo que decía perfectamente. – ¿Y qué vas a hacer cuando te enteres? – El personaje estalló en carcajadas tan ruidosas que no podía dar crédito que mi padre no se despertase. – ¡Ah, caray! ¡Menuda hija la de Keitel! ¿Qué haces aquí?
Que supiera quien soy me puso más nerviosa.
–Uy, ¿ya te has enfadado?
El desconocido se sentó en la cama y extendió la mano para acariciarme la mejilla. Me tocó con suavidad y mimo, pero a mí se me heló la sangre.
–Qué mona.
Me limité a chasquear la lengua como si hubiese dicho una obviedad y él, tras reírse un poco más, volvió a preguntarme algo.
–¿Cómo es que me puedes ver, niña humana?

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