95: Final Feliz (2)

agosto 11, 2019

Con tan sólo dieciocho tiernos años, Boris Elliot, hijo del capitán Caliss Elliot, era el soldado más joven bajo las órdenes del duque de Taran. Aquel día se solicitó su presencia en la capital para una misión de suma importancia. Boquiabierto, intentando mantener la compostura y estar alerta, el muchacho llegó a la ciudad.
–Boris. –Boris reconoció el rostro de la persona que le saludó. – Bien hecho, me alegra que hayas conseguido venir hasta aquí tú solo.
–No, es mi deber.
El rostro del joven no ocultaba su orgullo por haber podido cumplir con las expectativas. Dean contuvo la risa. La primera vez que vio a Boris era apenas un retaco de diez años. Era fascinante lo mayor que se había hecho.
Boris continuó moviéndose por los nervios durante todo el trayecto hasta la residencia ducal. Era obvio que tenía algo valioso y los pillos de ciudad le hubiesen atacado sin lugar a duda.
Dean adivinó que el contenido del mensaje de Boris informaba de la subyugación de los barbaros.
–¿Todo bien en el norte?
–Sí, pero se ve que ha pasado algo en la frontera. Mi padre lleva mucho tiempo allí.
–¿Sí? ¿El capitán ha enviado algún mensaje?
–No, sólo me preguntó si podría participar en la expedición militar y me pidió que le entregase un mensaje al señor.
Dean se sobresaltó. ¿Este niño en una expedición para subyugar a los norteños? ¿Tan pronto? El capitán era un padre estricto, pero era demasiado pronto. Boris no necesitaba aprender la cruda realidad del campo de batalla todavía.
A los soldados bajo el mando de los Taran se los llamaba: “élites”, aunque no fuese ningún título oficial. Se les trataba como a cualquier otro soldado con la particularidad de que éstos seguían al duque a una expedición bélica para disciplinar y someter a los bárbaros una vez al año. La tradición indica que es el cabeza de familia quien escoge personalmente a sus hombres y en el caso de Hugo, eligió a diez. Dean recordaba la abrumadora noticia de ser uno de la élite. A pesar de no provenir de una familia de soldados, a pesar de ser un simple plebeyo. La posición era un grandísimo honor que todos envidiaban, con el título el duque demostraba su confianza por ti y, además, mejoraban sus habilidades gracias a la tutoría del duque en persona.
A Dean le preocupaba el muchacho. Conociendo al capitán, estaba seguro de que lo había criado para hacerle crecer duro de roer, pero la ley no escrita de llevarte a la tumba lo que sucediese en el campo de batalla era inquietante. El duque era un guerrero extremadamente cruel. Cuando luchaba contra otras naciones se controlaba, se limitaba a decapitar a sus enemigos y tirar la cabeza, sin embargo, cuando sólo le acompañaban sus guerreros de élite se convertía en un monstruo. Cortaba las extremidades del enemigo, les aplastaba la cabeza con el pie, les sacaba las vísceras o les arrancaba el corazón con la mano. Y a pesar de todo, mantenía la frialdad más absoluta. Era, pues, obvio el motivo por el que los soldados de élite eran capaces de mantener la calma en toda situación, cualquiera que fuese testigo de semejantes barbaridades lo sería.
Cierto día, después de una larga expedición Roy se atrevió a preguntarle a su señor por qué los mataba con las manos y no con la espada, a lo que el buen duque contestó que era la única manera de sentir algo. La inexpresividad de Hugo fue hasta dolorosa.

*         *        *        *        *

–Siento haberte hecho venir hasta aquí.
–¡No, señor! – Boris cerró los puños.  – ¡En absoluto!
El muchacho se quedó en blanco, no sabía ni cómo saludar al imponente hombre moreno sentado ante él. Dean le dio un toquecito en la espalda para recordarle de qué había venido a hacer y Boris se sacó el mensaje del pecho presurosamente.
En su informe Callis Elliot enviaba noticias del Norte y de los bárbaros que eran un pueblo más allá de la jurisdicción de los Taran que solían osar acercarse a la frontera y arrasar con todo lo que cayese en sus manos. Era casi imposible empezar una guerra contra los cientos de tribus porque se lavaban las manos cada vez que se les incitaba a mantener a los suyos a raya.
–¿Cuándo fue la última vez que se hizo una expedición?
–Hace un año y dos meses.
–Pues ya va siendo hora de ir a limpiar las pestes. – Dijo, sin mucho sentimiento.
Popularmente se creía que el duque de Taran partía anualmente a proteger la nación de los bárbaros y, aunque no era totalmente falso, tampoco era la verdad absoluta. Si el duque quisiera, podría exterminar a todos los bárbaros en apenas un parpadeo, pero es que las tribus eran un mal necesario para él. La familia Taran los necesitaba para tener un propósito. Mientras existieran, nadie osaría atentar contra su familia. En la habitación secreta de su biblioteca había un manual de como lidiar con las tribus: no había que debilitarles demasiado, pero tampoco permitir que formasen una nación. Además, los indígenas eran sacrificios para calmar la sed de sangre de los Taran.
Los de su calaña no podían saciarse sin ver sangre. Yacer con una mujer sofocaba los brotes hasta cierto punto, pero nunca del todo. Y, sin embargo, su deseo de masacrar no había resurgido, de hecho, le molestaba la idea de tener que ir de expedición cuando podía enviar a sus tropas.
Había algo en el informe que le daba un mal presentimiento. Que las tribus estuvieran uniéndose no era un problema porque fueran a establecerse como una única patria, sino porque eso convertiría sus relaciones en políticas y, por tanto, la influencia de los Taran disminuiría.
Hugo no lo permitiría. ¿Qué clase de padre sería si dejase que Damian heredase un poder inferior al suyo?
El atractivo señor reunió a sus tropas y les encomendó sus deberes. Aquellos que guardaban a mujer debían quedarse en la capital, los otros marcharían hacia el campo de batalla.
–Quiero que tú te quedes aquí, Dean.
–Sí, mi señor. – Respondió el lacayo sin rechistar. Su deber sería proteger a la señora de la casa.
–Mi señor. – Roy alzó la mano. – Quiero quedarme en la capital. – Manifestó dejando a todos los oyentes atónitos.
–Otra vez tú. – Hugo posó su fiera mirada en el soldadito que parecía disfrutar de irritarle.
–O sea, – Roy se sobresaltó y corrió a explicarse. – quiero ser yo quien se quede a proteger a la señora. No es que piense que Dean no vaya a hacer un buen trabajo, pero es que si se queda mucho rato en la capital acabará perdiendo su extinto de batalla.
–…Querrás decir que perderá su instinto. – Le corrigió Hugo.
El resto de soldado estallaron en carcajadas y Roy, en lugar de avergonzarse, se burló.
–¿Qué clase de hombre se preocupa por esas memeces? Además, Dean es muy tiquismiquis y demasiado serio. Si la señora se encuentra en apuros lo primero que hará será pedir explicaciones, – Dean se puso rígido mientras que los otros intentaban controlar la risa. – en cambio yo haría papilla a quien fuese antes de preguntar nada. Llevo un año protegiendo a Su Majestad el rey, le he salvado la vida varias veces, ¿sabes? – Presumió con orgullo.
Hugo suspiró. El soldado ya no era ningún crío, pero seguía siendo terriblemente infantil.
–¿Qué te parece, Dean?
–Roy tiene sus motivos. Sé que es mucho más flexible que yo. Haré lo que a usted le parezca más conveniente, mi señor.
Las extraordinarias habilidades de Roy no le excusaban de su falta de previsión, era casi imposible adivinar qué se traía entre manos. Para el soldado el fin justificaba los medios, aunque… ¿Qué más daba el medio si el fin era proteger a su esposa?

Hugo finalmente decidió dejar a Lucia en manos de Roy y Dean se unió a la expedición.  

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