115: El principio del fin (3)

septiembre 10, 2019


Dean regresó de la misión que Hugo le encomendó un mes después. Philip, que había continuado con sus tendencias nómadas, fue encontrado en un pueblecito no muy alejado del lugar donde habían acampado durante su expedición para someter a los bárbaros.
–Lo he dejado en la otra casa.
–Bien hecho.
A las afueras de la Capital existía una segunda mansión que los Taran usaban como cuartel de información secreto. El extenso patio que lo rodeaba ocultaba lo que fuese que se tramaba dentro y el aspecto tenebroso le daba un aire misterioso que había inducido toda una serie de rumores sobre un anciano gruñón que jamás ponía un pie fuera de su mansión siendo el dueño.
Hugo partió hacia la casa ya bien entrada la noche para evitar ser visto y entró a través de un pasillo secreto que sólo conocían los pocos criados que ocasionalmente enviaban para asegurarse de que la finca siguiese en pie.
Los hombres que guardaban la puerta del sótano incomunicado y a prueba de sonido se hicieron a un lado y asintieron con la cabeza al ver pasar al duque.
–No me sigáis. – Les advirtió Hugo. Entonces, miró a Dean y dijo. – La espada.
Sin más miramientos, Dean desenvainó la espada que llevaba colgada en la cintura y se la entregó a Hugo que entró en la habitación sin decir nada más.
Las paredes del sótano eran de piedra y la estancia no era especialmente grande. Allí en medio había dos sillas, una de cara a la otra, y en una estaba Philip, maniatado y con la cabeza colgando.
–Cuánto tiempo. – El anciano alzó la cabeza lentamente. No se le veía ninguna herida, aunque el viaje había sido agotador.
–Déjate de gilipolleces. – Le espetó Hugo con frialdad.
Philip esbozó una sonrisilla socarrona sin que le importase la severidad de su situación. Era el tipo de hombre que permanecía sereno incluso cuando su propia vida pendía de un hilo. Era exasperante.
–Ya sabes por qué estás aquí, hijo de la gran puta.
–Si no me lo dices, ¿cómo voy a saberlo?
Hugo contuvo su impulso de partirle el cuello.
–Tú eres quién me dijo que te buscase, ¿o no?
–Sí, pero podrías buscarme por muchos motivos. ¿La señora no se encuentra bien? O… ¿Está embarazada?  – Philip vio cómo a Hugo se le torcía la expresión. – …O sea, que está embarazada.
Los cielos no le habían abandonado. A pesar de las muchas variables, su plan de introducir pequeñas dosis del remedio para la infertilidad de la duquesa en sus bebidas había sido todo un éxito. Dos años después, todo había salido a pedir de boca.
–Enhorabuena.
Hugo apretó la empuñadura de la espalda e intentó calmar su sed de sangre.
–Sabía que era cosa tuya. ¿Sangre? Me subestimaste. ¿Tan pocas ganas de vivir tienes?
–¿Cómo estás tan seguro de que he mentido? A lo mejor el fruto de su vientre no es tuy-…
Philip cerró la boca abruptamente al notar la hoja de la espada en el cuello. Apenas le dio tiempo a reaccionar que Hugo ya se había levantado, desenvainado y apuntado sin vacilar. Listo para atacar en cuanto el viejo se atreviese a pronunciar palabra.
–Atrévete a decir una sola gilipollez más. – Advirtió el duque con un tono suave y gélido.
Hasta Philip notó un escalofrío.
–Era la visión de mi familia, tuve que mentir.
–No creo que confieses nada a estas alturas.
–¿Me creerías?
–Me da igual. La visión de tu familia morirá contigo, viejo.
–No me hubieses traído aquí por una simple mentirijilla.
–Quiero saber cómo lo has hecho. – Hugo no soportaba que la protección que le proporcionaba a su esposa no fuese suficiente.
–La medicina para sus migrañas. – Confesó el curandero obedientemente.
–La medicina de las migrañas… – Repitió Hugo con más énfasis y una risotada absurda. – ¿Por qué querías que te buscase?
Philip miró a Hugo como ausente.
–¿Por qué te interesa tanto?
–No te hagas ilusiones, de aquí no saldrás con vida.
–Adelante, mátame. He vivido suficiente. Pero no lo vas a hacer porque necesitas algo de mí.
Philip suspiró. Se había a negado a creer que un hombre como el altivo duque de Taran tuviese a alguien en su corazón, una debilidad tan clara, después de ver a la pareja ducal en Roam. El mundo no funciona como uno quiere. A lo largo de los años había aprendido a aferrarse a las oportunidades que le presentaba la vida y, precisamente por eso, se había empeñado en conseguir que la duquesa quedase en cinta. Su plan era infalible. Hugo no confiaba en nadie, si la duquesa estaba embarazada sospecharía de ella y la acusaría de infiel. Lo que haría añicos su relación y la duquesa, rencorosa, abandonaría a su retoño que él podría aprovechar. Ni siquiera se molestó en pensar en la minúscula posibilidad de que el duque le hubiese ofrecido su corazón en bandeja a una mujer; que se ablandase y se enamorase. No.
–Permíteme adivinar qué quieres saber.
Philip trazó un plan mentalmente, uno nuevo que siguiese el curso que había tomado la realidad.
–En los informes de los Taran se mencionan a las medias hermanas, pero no hay nada sobre la esposa que da a luz a esas hermanas. A nadie le interesa qué ocurre con las madres. – Philip estudió la mirada alterada de Hugo, sonrió con modestia y continuó. – ¿No me has llamado para saber si le pasará algo a la señora durante el parto?
Hugo deseo poder arrancarle la cabeza en ese preciso instante. Aquel viejo carcamal no dudaría en mentir para poder hacer realidad su obsesión. Debería haber acabado con ese infame mentiroso cuando hizo la limpieza de su casa; debería acabar con él en ese momento antes de que empezase a menear la lengua. No obstante, el bienestar que estaba en juego no era el suyo, sino el de su amada esposa. Philip estaba en lo cierto, le preocupaba en qué estado quedaría Lucia después del parto. Ni siquiera estaba seguro de que su frágil mujercita fuese capaz de soportar al monstruo que crecía en su vientre.
–Eres perfecto, joven amo. ¿Por qué insistes en acabar con tu propia perfección? – Se lamentó el doctor viendo lo mucho que le afectaba una simple mujer a Hugo.
El duque era la obra maestra del linaje de los Taran. Su hermano gemelo había sido un blandengue, pero Damian no había heredado ninguna de sus muchas carencias. Si combinaban al niño con la sangre perfecta de la hija de Hugh, el linaje podría continuar. Le dolía que el duque no quisiese asumir su rol y cumplir con las expectativas por culpa de una mujer.
–Podría no pasar nada, o podría pasar algo.
–Serás hijo de puta. – Hugo rechinó los dientes, furioso.
–¿Si te digo algo me vas a creer?
–Prueba.
–La señora sufrirá un dolor terrible cuando se le infle el vientre.
El remedio de Philip no era una droga completa y, por desgracia, contaba con efectos secundarios severos. Según sus informes, las embarazadas padecían el peor de los sufrimientos cada vez que el útero se extendía para dejarle hueco al bebé. Era una tortura.
–Te voy a dar una receta para cuando eso pase.
–¿Cómo sé que no es otro de tus trucos?
–Si no me crees, no la uses.
A Hugo le dio un vuelco el corazón y soltó una carcajada irónica. Philip no mostraba el más mínimo interés por seguir viviendo. El viejo era un artista de la dialéctica.
–¿Por qué le dolerá tanto?
–Por lo que estás pensando.
–¿Cómo sabes lo que pienso?
–Siempre lo has llamado “monstruo”. ¿No es lo que la señora carga en su vientre?
Hugo meció la espada y golpeó la cabeza de Philip. El anciano gritó, todo le daba vueltas y terminó dejado caer la cabeza con los ojos cerrados mientras la goteaba sangre por la frente.
–Algún día te arrancaré esa lengua viperina que tienes.
Philip arrugó la frente por el dolor y consiguió levantar la cara una vez más. Hugo lo miraba con los ojos en llamas, pero el viejo era consciente que su debilidad, la duquesa, le había vuelto a salvar la vida. No obstante, el astuto médico no adivinó que, en realidad, Hugo había estado fingiendo ira y analizando cada una de sus palabras. Si bien es cierto que siempre se había referido al bebé como “monstruo”, Philip lo había odiado siempre. El motivo por el que él mismo lo había dicho era para provocarle.
–Todos los Taran somos monstruos. ¿Crees que le tengo el más mínimo aprecio a algo que ni siquiera ha nacido y con la sangre de mi familia corriéndole por las venas?
–Eso es lo que crees, pero será mejor que no lo hagas. A no ser que quieras perder a la señora.
–Paparruchas.
–La vitalidad de los Taran es espectacular. Si intentas provocar un aborto con drogas, sólo dañarás a la madre. Si no me crees, adelante. Pero ¿asumirás el riesgo?
No. No podía. Hugo revaluó la relación que mantenía con ese doctor y, derrotado, entendió que él tenía la mano cantante. Hugo desconocía cada detalle que Philip sabía a la perfección. Necesitaba información, necesitaba todo aquello que las otras generaciones de la familia Philip habían pasado de padres a hijos… Pero ¿dónde estaba? La fecha del parto se acercaba, el retoño crecía y el tiempo se acababa.
Hugo se levantó. Si continuaba con aquella conversación terminaría revelando todos sus ases bajo la manga. Salió del sótano e incapaz de controlar su furia, se quedó allí de pie unos minutos.
–Dean.
–Sí, mi señor. – Respondió el lacayo sin dejar de contener la respiración.
–Entra y consigue la receta de la que me ha hablado ese carcamal. Tenedle vigilado, que nadie entre en contacto con él.
Hugo subió las escaleras sintiendo un peso inamovible. Cogió aire y, de alguna manera, se las apañó para retener el bramido de la garganta. Maldecía su destino y a los cielos que se burlaban de él.

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