118: El principio del fin (6)

octubre 02, 2019


Hugo volvió a la guarida donde sus soldados habían confinado a Philip unos días más tarde. El duque observó al anciano que llevaba un mes sin ver la luz del sol y comiendo lo mínimo para sobrevivir.
–Supongo que habrás estado por el norte. Hacía mucho que no te veía.  – Hugo frunció el ceño. – Y estoy seguro de que no has podido encontrar nada.
El duque guardó silencio y el curandero se convenció de que la victoria era suya una vez más. El anciano no tenía intenciones de herir a la bebé, sin embargo, Hugo no le creía y volvía a estar en desventaja.
–Qué quieres.
–Te daré una receta que garantizará la seguridad de la duquesa y tu hija.
–No pienso permitir que le toques ni un pelo.
–Como quieras, pero siempre podrías dársela tú.
 Philip sonrió apaciblemente y el duque lo escrudiñaba con recelo. El temperamento cruel y feroz del poderoso Taran podría estallar en cualquier momento si se le arrinconaba contra la pared.
–No me acercaré a la señora, ni a tu hija. Criaré al joven Damian y a la pequeña como si fueran hermanos.
–Eso no es algo que tú puedas decidir. Veo que no entiendes tu posición. – Explicó Hugo, tranquilamente.
–El joven Damian no necesita que su esposa sea tu hija.
–¿Otra mujer podría darme hijos?
El silencio de Philip lo admitió. Hugo pensó en lo mucho que hubiese conseguido el anciano de haberse dedicado a los negocios. A sabiendas de que su contrincante estaba dispuesto a remover cielo y tierra para salvar a su esposa y bebé, estaba proponiéndole un pacto lo suficientemente suave como para no alterarle. No obstante, Philip cometió un error básico: no se molestó en analizar bien al enemigo. Hugo jamás le sería infiel a Lucia y, además, seguía aborreciendo su propia estirpe. El único motivo por el que no odiaba a su nonato era porque también era el fruto de su esposa. La idea de otra mujer cargando con un retoño con el que compartía sangre le revolvía el estómago.
El duque ya no estaba en desventaja. Hugo había analizado la situación fríamente y concretó que era imposible que su esposa o su bebé pudieran correr peligro. ¿Cómo alguien tan obsesionado con su descendencia como Philip iba a quedarse de brazos cruzados sin intervenir ante la posibilidad de perder lo que llevaba esperando toda su vida?
–No entiendo lo que dices.
–¿Por qué?
–¿Tan fácil es tener hijos? ¿Y si no pasa nada durante el embarazo? Si mi mujer da a luz como si nada, perderás la cabeza.
–La señora debe seguir tomando la medicina hasta que nazca la bebé si quieres que sea efectiva.
Philip planeaba alternar una cura que le quitase la energía a Lucia y otra que la ayudase a volver a estar en forma. Si la duquesa estaba postrada en cama, Hugo correría en su auxilio y, naturalmente, le pediría ayuda a él.
–¿Y qué pasa después de que nazca la bebé? ¿Crees que os dejaré vivir a alguno de los dos?
–Tendrás que prometerme que no lo harás.
–¿Quieres una promesa? – Hugo soltó una risotada. – ¿Y crees que voy a cumplirla?
–Desearía que así fuera, por desgracia, la confianza brilla por su ausencia en este mundo.
Los cabeza de familia de los Taran no habían cedido a contribuir a continuar su linaje dócilmente tras enterarse de los requisitos para ello. Philip y sus antepasados llegaban a un consenso: información a cambio de preservar su cabeza.
–Mi familia es poseedora de una herramienta mágica desde hace generaciones.
–Interesante… ¿Y cómo piensas hacerte con ella ahora que estás aquí maniatado?
–Está en un escondrijo, pero podrías ordenar que la fueran a buscar. De todos modos, la única manera de usarla es a través de alguien de mi familia.
En otras palabras, esa herramienta mágica se convertiría en basura en cuanto él falleciese. Lo que era inesperado. Philip no volvió a casarse tras la muerte de su esposa y su hijo, era insólito que alguien tan obsesionado con el linaje estuviese dispuesto a abandonar su plan de vida con tanta facilidad.
–¿Y la mujer? Ninguna mujer normal puede tener hijos conmigo, ¿no?
–Eso ya está preparado.
–¿Preparado?
Escuchar al viejo admitir que ya había preparado a otra mujer que le diera descendencia dejó a Hugo atónito.
–¿Me estás diciendo que has hecho eso sin mi permiso?
–Es el deber de mi familia desde hace generaciones.
–¿Y si la mujer que dices no puede quedarse en cinta?
–También hay un reemplazo.
–Has preparado a más de un par, ¿eh? Tienes un jodido campo de entrenamiento. – Murmuró Hugo irritado. – En resumen, a cambio de la medicina para mi esposa, tengo que compartir lecho con una mujer que tú hayas elegido y concebir a un crío que tú cuidarás. Además, tendré que firmar un pacto bajo el cuál se estipula que yo no puedo tocarte ni un pelo. ¿Y entonces? ¿Crees que Damian hará lo que tú quieras?
–No puedo adivinar el porvenir, sólo hago lo que puedo en esta situación.
–No puedes adivinar el porvenir. – Repitió Hugo ahora con una pista importante. Descubrió de dónde provenía la seguridad de Philip. Su sentencia sobre el peligroso embarazo de Lucia era, tan sólo, audacia. – Entiendo. ¿Cuándo quieres que decida?
–La señora debe tomarse la cura el mes antes de que dé a luz para fortalecer el cuerpo.
–¿Oh? O sea que, cuánto más grande sea la barriga de mi mujer, más inquieto estaré yo. Eres bueno, sabes dónde ir para hacer daño. ¿Esto también es algo que ha pasado de generación en generación con tu familia?
Philip se tensó. No le molestaban los comentarios de Hugo, no obstante, empezaba a percatarse de que tal vez él no llevaba la mano cantante en el asunto. La actitud del duque no era la de alguien en desventaja.
–Necesito una respuesta definitiva. Si mi mujer no se toma la cura, ¿morirá?
–Es por su bien-…
–¿Sí o no?
–…Exacto.
–¿El qué?
–No vivirá mucho.
Philip trató de mantener la neutralidad de su expresión intacta mientras se enfrentaba a la mirada carmesí del duque que parecía atravesarle como un cuchillo. Entonces, los labios de Hugo se torcieron en una sonrisa y estalló en carcajadas que provocaron un escalofrío en el médico.
–¿Sabes? Hoy he venido a verte para escuchar las gilipolleces que podrías llegar a soltar. No me has decepcionado.
A Philip se le desencajó la cara y el duque sintió que la victoria era suya.
–¿Qué crees que descubrí en el Norte? – El anciano guardó silencio. – Se llama artemisa. Qué curioso. El secreto del linaje de los Taran no es más que un hierbajo.
Philip aparentaba serenidad, pero por dentro le daba vueltas todo. Sin embargo, determinó que Hugo sólo estaba presumiendo de saber algo que, seguramente, podría haberle contado Anna.
–No te entiendo. Sé que la señora no sangraba por culpa de la artemisa, por eso dije que le daría una cura.
Hugo soltó una risita y empezó a mencionar en orden los ingredientes de la cura que la familia de Philip guardaba tan celosamente en su escondrijo.
–Encontré tu escondite, hijo de puta.
La expresión de Philip se descompuso del todo y Hugo, aprovechando el colapso mental del anciano, se atrevió a adivinar una última cosa.
–En los informes no ponía nada de la mujer muriendo después del parto.
La suposición de Hugo era la clave que delataría su mentira. Si Lucia estuviese en verdadero peligro, Philip descubriría que todo era una estrategia, no obstante, la expresión del anciano no mejoró. Aliviado, Hugo dejó escapar un profundo suspiro. Era todo mentira. Su esposa no moriría y ahora podía darle rienda a su ansía asesina.
–Haré que sufras tanto dolor que desearás la muerte. – Hugo observó desdeñosamente a Philip. – Damian será el último chico de ojos rojos y pelo negro que nazca bajo el nombre de los Taran. – Philip alzó la cabeza, derrotado. – Aquí acaba este linaje maldito.
Philip fulminó a Hugo con una mirada cargada de ira, resentimiento, odio, desesperación y enfado mientras protestaba con unos sonidos vagos.
Hugo salió de la estancia. El anciano viviría hasta que Lucia hubiese dado a luz y él hubiese encontrado el escondrijo de su familia. Le tormentaria día y noche.
El duque empezó a subir por la escalera de piedra y, por fin, sintió que podía respirar. Sintió que al fin había escapado de la sombra de los Taran.

*        *        *       *       *

Lucia esbozó una sonrisa encantada sin apartar la vista del par de calcetines rosas diminutos que tenía entre las manos. últimamente, la joven se dedicaba a tejer para su futuro bebé: pañuelos, baberos y, al fin, calcetines.
–Oh, vaya. – El movimiento del retoño la sorprendió. – Mi amor, te estoy haciendo unos calcetines, siento que a tu madre no se le den bien estas cosas.
–¿Te entiende?
Lucia sonrió a su esposo que se le estaba acercando. Ignoraba cuándo había entrado y llevaba sin verle desde la tarde. Hugo estaba terriblemente ocupado: salía a trabajar bien temprano y regresaba ya entrada la noche para encerrarse en su despacho a terminar de pulir los asuntos que le aguardaban encima de su escritorio.
–Por supuesto que sí. ¿Ya has acabado lo que estabas haciendo?
Hugo respondió asintiendo la cabeza.
Hacía dos semanas que Hugo recibió un informe detallando dónde se hallaba el escondrijo de la familia de Philip y, apenas unos días atrás, le enviaron un carruaje rebosante de todos los documentos y libros que habían encontrado.
Hugo se sentó al lado de Lucia, cogió el par de calcetines y los examinó.
–¿Será así de pequeña?
–No sé, todavía no la he visto, pero me han dicho que esto ya es grande. Bueno, crecerá rápido. ¡Oh! ¡Se acaba de mover! Ven, corre. – Lucia le cogió la mano y se la puso sobre el vientre. Sin embargo, no pasó nada.
–Creo que me odia.
Cada vez que Hugo intentaba notar los movimientos de la bebé, estos desaparecían.
–No es verdad. – Le consoló Lucia pensando en lo adorable que era su grandullón. – Eres su padre. Seguro que es porque es tímida.
–Me alegra que se ande con cautela. Cuando nazca la voy a enseñar a no ser tan… audaz como tú.
–¿Cómo yo?
–Viniste a buscarme. Totalmente sola.
–De no ser así, no me habría casado contigo, ¿no? A lo mejor hay otra yo viendo este momento en su sueño. ¿Quieres que haga lo que dices?
Lucia estalló en carcajadas al ver la expresión de su esposo. De repente, a ambos se les escapó una exclamación nerviosa. Algo se acababa de mover dentro de ella.
–Te está saludando.
Hugo se quedó pasmado observando el vientre de su mujer. Le fascinó que se estuviese criando una vida allí. Algo le estrujaba el corazón. Bajó la cabeza y besó a Lucia.
–Hagámoslo. – Ella se lo quedó mirando, sonrojada. – Déjame. Llevo tres meses y medio aguantándome.
Hugo esperaba que Lucia se sorprendiese o sobresaltase, pero la muchacha se limitó a desviar la mirada. Él estaba decidido a rogar o persuadirla, pero ahora no sabía si aquella era una buena reacción. La abrazó, la tumbó y empezó a desnudarla.
–¿Estás bien?
Hugo se le puso encima con mucho cuidado de no tocarle el vientre. Volvió a besarla. La deseaba a ella y hacerle el amor, pero no disfrutaría de una situación en la que ella no estaba dispuesta a gozar con él.
–¿…De verdad quieres?
–Estoy al límite. No sé cuántas noches me habré pasado en vela. Aunque tú duermes a pata tendida.
Lucia apretó los labios. Cada vez que se despertaba al alba, se lo encontraba durmiendo estupendamente.
–¿No te apetece? ¿Nada? Le he preguntado a la doctora y me ha dicho que mientras vaya con cuidadito y no penetre muy hondo, no pasa nada. También le he preguntado sobre varias posiciones…
Lucia le golpeó el brazo, roja como un tomate.
–¡Ah, eres lo que no hay! ¿De verdad le has preguntado eso? – Exclamó horrorizada.
–¿Por qué no? Es tu doctora.
Lucia continuó patidifusa ante su osadía.
–…Mi cuerpo está cambiando. – Confesó. – Pensaba que no me encontrarías atractiva…
–¿…Has vuelto a tener un sueño raro?
–No, pero… Hace mucho tiempo… Tres meses…
Lucia estaba segura de que en cuanto pasase el termino de tres meses, Hugo se abalanzaría sobre ella. No obstante, aquello no ocurrió y su seguridad desapareció.
–Sé que no he estado muy atento últimamente, lo siento.
Hugo estaba ocupado con los miles de informes sobre el paradero del escondrijo de Philip. Hasta que no se aseguró de que Lucia iba a estar bien, no consiguió paz de mente y pudo querer verla o abrazarla.
–Entiendo que estás ocupado. Lo entiendo, pero… Me estoy engordando…
Hugo miró a su vacilante esposa y se echó a reír.
–Y yo que pensaba que era el único que quería, y ahora resulta que tú también tienes ganas. Podrías haberlo dicho.
–…Te hubieras metido conmigo.
Hugo soltó una risita y la besó.
–Te quiero, da igual cómo estés.
Lucia le rodeó el cuello con los brazos, todo sonrisas y Hugo la estrechó con más fuerza.
–Me encanta abrazarte y estar así contigo.
–¿No me digas que has cambiado de opinión? – Preguntó Hugo apartándose un poco, tenso.
Lucia no pudo contener una carcajada y dijo:
–Bueno, aunque no lo hagamos… – Le chinchó.
–¡Joder!
Hugo le sujetó el mentón y le cubrió los labios con los suyos.

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