119: Epílogo (1)

octubre 03, 2019


 Hugo se detuvo al ver el lecho vacío, suspiró pesarosamente y se dirigió a donde sabía que estaría su esposa. Como esperaba, había luz en el comedor y ella estaba allí sentada, deleitándose con un filete de ternera con Jerome a su lado por si necesitaba algo. A Hugo no le parecía que comer algo tan pesado de noche fuera a sentarle bien e hizo el ademán de comentárselo, pero su fiel mayordomo sacudió la cabeza negativamente y Hugo cerró el pico. Sí, lo mejor era quedarse callado. Últimamente, todo lo que decía la molestaba. La otra noche, cuando se la encontró engullendo tarta, le dijo que comía mucho de noche y justo cuando iba a añadir que lo decía porque no sería fácil digerirlo, Lucia se levantó de un salto, tiró el tenedor y se marchó. Aquella noche no le dejó tocarla ni hablarle.
Jerome temía que su señor fuese a decir algo inadecuado. No estaba casado, pero sí había sido testigo del embarazo de sus sobrinos y era consciente de que su hermano Fabian siempre cometía el mismo error que resultaba en ser echado de casa casi cada noche. Las embarazadas eran mucho más sensibles que cualquier otra mujer y había que andarse con pies de plomo.
–¿Hay algo para mí?
–Ahora se lo traerán. – Respondió Jerome suavemente.
Lucia miró a su esposo de soslayo y continuó disfrutando de la sabrosa carne. Nunca le había gustado especialmente este tipo de manjar, pero su paladar había cambiado desde que estaba en cinta y su doctora le había asegurado que comer tanto era favorecedor para el desarrollo de la criatura.
–Hoy he ido al palacio.
Su doctora le había aconsejado moverse un poco ahora que estaba estable y, aprovechando de que Katherine estaba de visita, iba y venía más a menudo al palacio.
–La princesa está enorme. Qué rápido crecen.
Hugo se relajó al sentir que su esposa estaba siendo amigable. Al parecer ya no estaba furiosa y es que llevaba una temporada en la que si algo le sentaba mal tardaba muchísimo en tranquilizarse. Los cambios en su esposa eran fascinante, pero agotadores. El vientre de su mujer ahora le asustaba, su apetito le preocupaba. Quedaban dos o tres meses para dar a luz y todo lo inquietaba.
–La reina me ha dicho que podríamos prometer a nuestros hijos cuando la bebé nazca.
Hugo frunció el ceño. El rey le había propuesto lo mismo antes de saber el sexo del niño.
–Ni de coña. – Contestó decididamente.
–¿Por qué?
–El primogénito tiene diez años, la diferencia de edad es demasiado grande.
–¿Eh? Pero Su Majestad tiene más hijos. ¿Por qué sólo piensas en el primero?
–Pues todavía peor. Si tengo que prometer a mi hija con alguien de la realeza, tiene que ser el futuro rey.
–O sea, – Lucia soltó una risita incrédula. – no se puede por la diferencia de edad y todavía menos por el estatus. Vaya, qué bien, nuestra hija acabará siendo una solterona.
–Ya que hablamos de ello, ¿qué opinas de traernos a un yerno?
–¿Para qué? Ya tenemos a Damian.
–¿Qué tiene que ver?
–¿De verdad no lo entiendes?
Era algo recurrente para las familias nobles que no tenían barones, hacer entrar a un chico en la casa y criarlo conjuntamente a su prometida.
–Sólo con poder casarse con mi hija ya tendría que sentirse en el cielo.
Lucia lo fulminó con la mirada.
–Deja de planear el futuro de alguien que todavía no ha ni nacido. – Sentenció Lucia dejando el tenedor sobre la mesa.
Hugo también dejó el tenedor y esperaba que su esposa se retirase, pero para su sorpresa, le pidió el postre al mayordomo.
–¿No pasa nada por comer mucho de lo mismo?
Lucia no había dejado de comer uvas desde que había llegado la temporada. Casi todas sus comidas iban acompañadas de uvas y, si no era así, se las comía como aperitivo entre comidas.
–No pasa nada, la doctora me ha dicho que coma lo que me apetezca. – Lucia se levantó después de acabarse todas las uvas. – Jerome, tráeme más a la habitación.
–Sí, mi señora.
Hugo iba a atreverse a decir que no era bueno comer tanto, pero Jerome le detuvo con un gesto de cabeza. Decidió seguir el consejo del criado. No iba a tentar a la suerte.

*        *        *       *       *

Hugo abrazó a Lucia por atrás para evitar presionarle el vientre. Le cubrió el cuello de besos y la penetró suavemente. Manoseó los generosos pechos de su esposa y volvió a entrar en su esposa. Hugo anhelaba cambiar a tantas posiciones prohibidas que era frustrante.
–Ah… – Gimió Lucia tímidamente.
Hugo volvió a la carga con sumo cuidado. El vientre protuberante de su esposa la agotaba y le quitaba las ganas de mantener relaciones íntimas, no obstante, era mucho más sensible de lo normal y aquello lo volvió loco.
–¡Ay, Hugh! ¡Te has-…!
–Lo siento, me he pasado.
Un desliz era suficiente para que su mujer reaccionase. En esos momentos Lucia era tan frágil como el cristal, podía romperse de un toque.
–Para, Hugh. Me duele la barriga.
Hugo, que no había saboreado a Lucia como deseaba todavía, cedió sin rechistar. Lo que había domado al grandioso duque no era temor por su no nato, sino por la mujer que amaba.
–¿Estás bien? – Preguntó.
Era algo recurrente que tuvieses que parar en medio del acto y, aunque era molesto y ponía a prueba su autocontrol, Hugo estaba descubriendo su propia paciencia.
–Ahora sí.
–¿Llamo a la doctora? – Sugirió él, claramente preocupado.
–No es para tanto. – Lucia se sentía la reina del mundo gracias a lo cuidadoso y atento que era su marido con ella. – ¿Crees que tendrá tus ojos y tu color de pelo, Hugh?
–Lo dudo. Sólo los chicos nacen así.
–Quería que los tuviese. – Suspiró Lucia decepcionada.
–Yo prefiero que se parezca a ti.
A Hugo le encantaba el hecho de que la bebé fuese chica y que no fuera a heredar ninguno de los monstruosos rasgos de su linaje.
–¿Sabes? Me gustaría que Damian viniese a casa cuando nazca. Creo que el trimestre acaba en invierno… Quiero que conozca a su hermanita.
–Le pediré permiso a la escuela.
–Me preocupa su diferencia de edad. Con lo maduro que es… a lo mejor la niña le parece una molestia.
Lucia fui extremadamente prudente a la hora de darle la noticia a Damian. Sopesó todas las opciones hasta que su estado volvió a ser estable y escribió un par de palabras al final de una de sus cartas con la esperanza de que la llegada de la niña no hiriese a Damian. Poco después, recibió una carta larguísima del muchacho sobre su vida escolar y una breve frase que decía: “Me alegra oír eso”. No mencionó a la niña, ni preguntó nada más. Lucia no podía pedirle que dijera nada más por carta y, desde luego, tampoco dejaba de preocuparle Damian. Por muy maduro y fidedigno que fuese, seguía siendo un niño que podría sentir un muro entre ellos si la madre y la nueva hermana no compartían su sangre.
–¿No te importa?
–¿El qué?
–Pensé… que Damian podría incomodarte.
La costumbre de los Taran le otorgaban el puesto de futura esposa a su bebé. Tras confiarle hasta los secretos más oscuros de su linaje, Hugo se preparó para comprender cualquier cambio de la actitud de su esposa frente a Damian.
–…Veo que sigues sin creerme. – Comentó Lucia perpleja. – Damian es mi hijo. – La muchacha por fin entendió el motivo de la distancia que el niño había empezado a dejar entre ambos.
–No es que no te crea… – Empezó su marido.
–Desde que Damian me llamó “madre”, me convertí en ello. ¿Sabes lo feliz que me hace tener a un hijo tan dulce? Es extremadamente prudente a pesar de lo joven que es. Si pudiese, me lo llevaría por ahí para presumir.
–Eres demasiado generosa con el chico.
–También tiene partes malas.
–¿Oh? ¿El qué? – Preguntó Hugo, interesado.
–Es demasiado directo. Eso todavía lo puedo dejar pasar, pero me preocupa que cuando se haga mayor se convierta en un libertino. – Lucia se mordió la lengua y no añadió el “como tú” que pululaba por su garganta.
–No te preocupes por eso, – Hugo que adivinó lo que le pasaba por la cabeza a su esposa se estremeció, la estrujo con más fuerza y le susurró. – Si de verdad sale a mí, cuando se case no mirará a ninguna mujer que no sea la suya.
Lucia estalló en sonoras carcajadas. Su marido había mejorado sus excusas.
–¿Quieres que sigamos? – Preguntó Hugo viéndola de mejor humor.
–Me voy a dormir.
La despiadada mujer que tenía por esposa le rechazó y se quedó dormida en cuestión de segundos. Entristecido y anhelando su tacto, la ansiosa espera por su nonata se dificultaba y no, precisamente, por un desvivido amor paternal.

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