120: Epílogo (2)

octubre 03, 2019


 La brisa otoñal barrió los vestigios del verano. La residencia de los duques de Taran estaba más ajetreada que nunca. El palacio real les había enviado la mejor matrona y todos los ojos estaban puestos en la joven duquesa que podría romper aguas en cualquier instante.
Lucia había perdido el derecho a la intimidad, se la vigilaba a todas horas. Llevaba un par de días con el vientre endurecido, sin embargo, hasta aquella mañana no había experimentado ningún tipo de dolor.
–¿Le duele? – Preguntó la matrona mientras comprobaba las agujas del reloj de al lado de la ventana. – Creo que está de parto. –Se volvió hacia sus ayudantes y les ordenó que acompañasen a la señora al dormitorio.
Jerome empalideció y sólo supo seguir inconscientemente las instrucciones del resto de criadas que se movían en un frenesí caótico.

Antes de que el criado pudiese abrir la puerta del carruaje que acababa de llegar, Hugo se precipitó y saltó las escaleras de dos en dos. Habían pasado dos horas desde que había recibido el mensaje por culpa de una conferencia nacional a la que le habían obligado a acudir. El alborotado duque abrió la puerta de par en par y, de repente, se quedó petrificado en el marco. Confundido, consiguió acercarse a duras penas a su esposa que le sonreía con la mayor ternura del mundo desde el lecho.
–¿Ya has dado a luz?
Lucia rompió a reír y los criados que la acompañaban inclinaron la cabeza disimuladamente para ocultar sus muecas.
–Me han dicho que todavía estoy empezando. – Explicó la joven después de ordenarle a la servidumbre que se retirase. – Es curioso. De repente me encuentro bien, que me empieza a doler muchísimo la tripa y, luego, vuelvo a estar bien.
–¿Cuánto… va a tardar?
–La matrona me ha dicho que como soy primeriza tardaré bastante. Seguramente, nacerá mañana. – Contestó despreocupada y serena.
Hugo llevaba preocupado por el parto desde que se enteró de la noticia del embarazo. La situación era todo un misterio para él y, justo cuando empezaba a tranquilizarse, Lucia empalideció, se retorció y se le agitó la respiración. En pánico y confundido, Hugo pidió auxilio a gritos.
La ayuda no tardó en llegar. La matrona se acercó a la cama rápidamente, le acarició la espalda a Lucia y le enseñó a respirar. La muchacha consiguió calmarse, pero poco después se le arremolinó el sudor en la frente. La escena se alargó apenas unos minutos y, al terminar, todos los criados volvieron a dejarles a solas como si todo hubiese sido una ilusión.
–Ahora volveré a estar bien un rato. Es algo regular.
Hugo deseó poder preguntarle a su mujer cómo era capaz de sonreír con tanta dulzura a pesar del infierno por el que estaba pasando. Seguía estupefacto. ¿Su esposa tendría que soportar este infierno hasta el día siguiente? No obstante, todo empeoró. El tiempo entre los intervalos de las contracciones disminuyó, el dolor aumentó exponencialmente hasta el punto que Lucia sólo podía retorcerse y chillar.
–¡Haz algo! ¡Mira como está! – Amenazó el ansioso marido a la matrona.
–Esto forma parte del proceso, es normal.
–¡Si sigue así, morirá!
–Mi señor, en su estado no puede ayudar a que la señora se concentre.
La experimentada matrona echó al poderoso duque que no cesaba de incordiarle y Hugo se quedó tras la puerta cerrada de donde provenían los chillidos más espeluznantes que jamás hubiese escuchado. Recordaría aquella noche como la peor de toda su vida.

–Ya está completamente dilatada, mi señora. Ahora, empuje.
La matrona continuó indicando a la duquesa cómo proceder. Era primeriza, así que el proceso sería mucho más lento.
–El señor duque pregunta cómo está la duquesa. – Le murmuró una de las ayudantes al oído.
La matrona chasqueó la lengua desaprobadoramente. ¿Cuántas veces sumaban ya? Tan sólo llevaban dos horas de parto, y, sin embargo, la insistencia del duque era inaguantable. Por desgracia, su trabajo también requería tacto para lidiar con los angustiados padres que esperaban fuera del dormitorio.
–Cuida de la señora, voy a ir a ver al duque. Si pasa algo, avísame.

–¿Cómo va? – Preguntó Hugo, agitado.
–Todavía queda mucho, mi señor.
–¡¿Cuánto es “mucho”?! ¡No paras de repetirme lo mismo!
–Se lo he dicho ya varias veces, mi señor. La señora es primeriza, por eso tarda más. Tranquilícese, por favor. Podría irse a descansar-…
–¡¿Mi mujer se está muriendo y tú quieres que me vaya a dormir?!
La matrona apretó los labios. Llamar moribunda a una mujer en pleno parto no era la mejor manera de describirlo.
–¿Puedo entrar a verla?
–Los hombres no pueden entrar.
–Sólo quiero verle la cara un momento.
Era la primera vez que un hombre le pedía entrar en medio del proceso. ¿Estaría loco? A los maridos de la familia real se les informaba de cuándo empezaba el parto y cuándo nacía el bebé. El anterior rey sólo venía a ver a los nuevos herederos días después de su nacimiento. Era peculiar que un marido insistiese en quedarse frente la habitación y ver a su esposa.
El aterrador duque no era la bestia inhumana que narraban los rumores. Era un hombre ridículamente enorme al lado de la duquesa que se dedicaba a perseguir a su mujer en cuanto conseguía un minuto de tiempo libre. A pesar de saberlo, el total abandono de las apariencias sorprendió a la anciana.
–Si no deja de interrumpir, no puedo concentrarme en la señora. Si quiere que todo vaya bien, por favor, absténgase de preguntar más sobre el proceso. – Determinó la matrona con severidad. No pondría en juego un parto ni por el mismísimo rey.
–No le va a pasar nada, ¿no? – El denuedo de Hugo se achicó en cuanto la profesional mencionó el bienestar de su mujer.
–Sí, señor. No se preocupe. Si se queda aquí no conseguirá calmarse, creo que será mejor que se retire a otro lugar.
–Me voy a quedar aquí.  – Contestó él, resuelto.
Cualquiera que viese la escena pensaría que la duquesa era la primera persona que daba a luz en el mundo.
Fabian torció el labio ante la imagen de su bravo señor derrotado y asustado. No debería, era consciente de en qué estado se hallaba Hugo, pero le costaba contener la risotada. Finalmente, se retiró y bajó por las escaleras donde se topó con Jerome.
–¿Qué pasa? – Preguntó el segundo aturdido cuando su hermano tiró de él y lo arrastró hasta su despacho.
Fabian cerró la puerta, se lanzó sobre el sofá y estalló en sonoras carcajadas.
–¡Cielo santo! ¡Esto es una locura! Te juro que no te creerías la cara que tiene ahora mismo. ¡Ha perdido la vida!
Jerome había hecho llamar a Fabian que se apresuró a la mansión temeroso de que la duquesa estuviese en peligro. No obstante, la razón por la que se le convocó fue para explicar qué sucedía en un parto porque tenía experiencia. Pesé a todo, la ira se transformó en gratitud en cuanto vio la expresión sin vida del duque.
–¡Hey! – Jerome le pilló por el cuello y tiró de él.
–Todavía le queda mucho. ¿Para qué nos vamos a quedar ahí como pasmarotes?
–¡Déjate de tonterías! Tu señor está nervioso y es tu deber como lacayo compartir su dolor.
–¡Pues hazlo tú!
Fabian no cesó de quejarse mientras el fiel mayordomo de los Taran lo empujaba escaleras arriba una vez más haciéndole caso omiso.

*        *        *       *       *

La matutina luz cegadora que entraba por la ventana despertó a Fabian que se hallaba dormitando en uno de los sofás.
–¿Ya ha nacido el bebé?
El buen hombre aguantó hasta la madrugada a base de té. Jamás se había quedado en vela por esperar el nacimiento de nadie, ni siquiera el de sus propios hijos. No obstante, su deber de lacayo le obligó a quedarse en pie y soportar los tortuosos gritos de la duquesa que resonaban por las paredes. Jerome había sido quien le había mandado descansar después de verle cabecear un par de veces. Unas horas después, ya más despejado, se puso en pie, pero reinaba el silencio.
Fabian subió las escaleras sin dejar de mirar a su alrededor, no fue hasta llegar al pasillo de la segunda planta que al fin escuchó un grito lejano. El parto seguía en curso y el inquieto duque no se había ni percatado de su ausencia.
Hugo, claramente angustiado, daba vueltas delante de la puerta hasta que, de repente, se detuvo. Sorprendidos, Fabian y Jerome alzaron la cabeza y se dieron cuenta de que los chillidos habían desaparecido. Todos los presentes contuvieron el aliento y, al cabo de escasos segundos, se escuchó el llanto de un infante.
Fabian esbozó una sonrisa que le delató: él también había estado preocupado a su propia manera. Temía que algo pudiese ocurrirle a la señora y que el duque se quedase sin ella. Para él, la duquesa era su salvavidas, una fortaleza, algo a lo que podías aferrarte como clavo ardiente. Esperaba que aquella duquesa fuese capaz de continuar domando a la bestia durante muchísimos años más.

You Might Also Like

0 comentarios

Popular Posts

Like us on Facebook

Flickr Images