121: Epílogo (3)

octubre 03, 2019


La matrona abrió las puertas del dormitorio acompañada de su ayudante, asintió a modo de saludo a Hugo y anunció:
–Es una niña preciosa. Tanto la madre como la hija están sanas. Felicidades.
Todos los presentes inclinaron la cabeza para felicitar a Duque que, por su parte, sólo supo suspirar aliviado.
–¿Puedo pasar?
–Espere un momento más, mi señor. Todavía hay que ocuparse de un par de cosas más.
Hugo consiguió entrar en el dormitorio una hora después. La estancia estaba tranquila y silenciosa, los criados estaban tan concentrados en sus tareas que poco les importó que el duque entrase y el duque parecía completamente ajeno a ello. Su mirada no se movió de su mujer que yacía en el lecho.
Lucia no había podido pegar ojo desde que empezaron las contracciones. La matrona le había aconsejado que se acercase la niña al pecho aunque todavía no produjese leche, la duquesa sí lo hizo y cayó rendida escasos segundos después.
Hugo contempló el rostro agotado de su esposa: que estaba pálida, empapada en sudor y con los labios secos. Se sentó en el borde de la cama con cuidado para no moverla, le apartó los mechones sueltos de la frente y se ahogó en la desesperanza.
–¿De verdad no le pasa nada? ¿Está bien?
Hugo continuaba ansioso. Había comprobado los informes de Phillip cientos de veces, pero no conseguía deshacerse de la sensación de que aquel monstruo podría habérsela jugado una vez más. La fecha del parto acaeció como una maldición para él. Se despertaba de noche y contemplaba la figura adormecida de su esposa, se permitía el lujo de darle rienda a sus miedos cuando ella no le veía para no preocuparla.
–Lo ha pasado tan mal porque es primeriza, pero la señora se pondrá bien. Coja a la pequeña, mi señor. – La matrona mencionó a la bebé viendo que el duque no se había molestado ni en mirarla aún. Era la primera vez que se topaba con un marido que prefería comprobar el estado de su mujer, que el de su recién nacido. – Adelante, mi señor. – Se la ofreció.
Hugo aceptó a la bebé con torpeza para que la matrona, que le estaba indicando cómo sujetarla bien, dejase de insistir. ¿Cómo podía un bebé ser tan pequeño? Parecía mentira que esa cosa tan menuda e indefensa fuese el mismo ser que llevaba dando tanta guerra en el vientre de su esposa durante meses. Era extraño. La niña continuaba roja e hinchada a pesar de que la acababan de bañar.
–Es encantadora. – Comentó la matrona que contaba con la suficiente experiencia como para adivinar si la pequeña sería o no hermosa. – De mayor será toda una belleza.
Hugo, por su parte, se tomo los elogios de la profesional como alabanzas vacías. La niña le seguía pareciendo rara.
–Tiene los mismos ojos que la señora. – Continuó la matrona, divertida por la perplejidad de Hugo.
El duque se había decepcionado al ver los mechones dorados de la bebé, pero ahora que se fijaba en el color de su mirada sintió una chispa de regocijo. Quizás le sería más fácil encontrar las similitudes cuando creciese. Poco después, le devolvió la niña a la matrona y volvió a volcarse en su esposa.

*        *        *       *       *

Lucia se despertó sedienta. Murmuró una petición vaga y, de repente, apareció una mano firme con un vaso y un brazo la ayudó a incorporarse.
–¿La has… visto? – Preguntó la duquesa con una leve sonrisa.
–Sí.
–Se parece a mi madre. Tenía un pelo rubio precioso, ¿sabes? – Continuó con los ojos inundados de lágrimas.
Hugo le besó los ojos y anheló poder abrazarla, pero no podía. La joven continuaba demasiado débil.
–Dicen que tiene tus ojos. – Dijo Hugo, pensando en lo increíblemente bella que estaba su mujer. – Aunque todavía no la has visto.
–Yo también la he visto. Me ha dado miedo cogerla, porque no sabía cuándo me quedaría dormida.
Hugo la miró reír y fruncir el ceño.
–Ha sido duro, ¿verdad? – Preguntó besándole los labios, nariz y frente.
–Estoy bien.
–Eso dices siempre.
–Lo digo de verdad, Hugh. Quería dejar una prueba de mi amor por ti.  Por eso puedo dejar atrás todo el dolor. – Lucia se enamoró de la pequeña a primera vista y una de sus principales motivos era porque era su bebé y la de su marido. – No quepo en mí de felicidad porque sea nuestra niña, tu niña, de tu sangre.
Hugo se la quedó mirando en silencio durante unos minutos.
–El nombre para la niña… – Empezó. – He pensado que a lo mejor te gustaría que se lo pusiera tu abuelo.
–¿Mi abuelo…?
–Estaba pensando en traerlo para que la viera.
–Me encantaría, gracias.

*        *        *       *       *

El conde de Baden visitó la mansión de los Taran un mes después. Saludó a su nieta y cogió en brazos al nuevo miembro de su familia con los ojos empañados de lágrimas.
–¡Oh, querida niña! ¿Cómo puedes parecerte tanto a tu abuela? – Abuelo y nieta derramaron lágrimas de alegría. – Pensé en lo que me pediste y me gustaría darle el nombre de la madre del primer ancestro a la que le dejaron un testamento cargado de su afecto y admiración. Al parecer, era una mujer menuda y valerosa.
Evangeline, un nombre anticuado. Cuando el anciano pronunció su nombre, la bebé que hasta ahora había permanecido observándole sonrió.

*        *        *       *       *

Hugo rebuscó por el cajón de su escritorio hasta que encontró un sobre en el fondo. Sabía que contenía algo que había guardado por si las moscas, aunque no recordaba qué con exactitud. El buen duque leyó por encima el contenido de la carta e hizo una mueca divertida: se trataba de la renuncia de los derechos maternales de Lucia y el contrato que estipulaba que incluirían a Damian en el registro familiar. Ahora todo era distinto, tanto Damian como Evangeline eran sus hijos y bajo ningún concepto se los arrebataría a Lucia. Justo cuando iba a romperlos, Fabian llamó a la puerta.
–El joven amo Damian partirá en tres días.
–¿Cómo va lo de la puerta?
En el estado de Philarch había tres puertas, sin embargo, sólo a aquellos de alto rango y la realeza se les permitía comprar el derecho a utilizarlas. En la Academia sorteaban las plazas limitadas para utilizarlo para evitar disputas. Al principio, Damian no optó por presentarse como candidato para el pase porque no se le ocurrió que hubiese motivo alguno para ir y venir tantas veces, no obstante, ahora era otro cantar con Lucia deseosa de ver al muchacho.
–Estamos en ello, mi señor. A propósito, ya hemos las negociaciones para que el menor de los hijos del Conde Matin, Bruno Matin, acuda a la Academia.
Hugo trató por todos los medios que la condesa recién divorciada aceptase a su hijo, el heredero de los Matin no se opuso a ello, pero la condesa prefirió volverse a casar en lugar de llevarse consigo al pequeño. Hugo estaba decidido a ayudar al muchacho para recompensarle por haber ayudado a su mujer, aunque fuese en un sueño, así que empezó a investigar y recordó que le habían echado de la Academia lo que, en sí, ya era extraño. ¿El conde Matin había gastado una suma tan importante de dinero para alejar de su vista a Bruno? No, al parecer, su familia había sido una de las primeras en invertir en la Academia cuando todavía no contaba con el prestigio de hoy en día y, por eso, se ganó una beca para las próximas tres generaciones.
–¿Empieza el año que viene?
–No, al siguiente. Este año ya no se puede apuntar más gente.
–¿Cuántos años tendrá?
–Catorce, mi señor.
–¿Catorce? ¿Irá al curso de seis años?
–No, al básico de cuatro.
El de cuatro años era el curso más avanzado. Los requisitos eran altísimos y la mayoría de los estudiantes sólo se apuntaban a partir de los dieciséis.
–¿Será capaz de seguir las clases? Me parece demasiado joven.
–El joven amo Damian hará lo mismo.
–Deja a mi hijo a parte, es lo normal si quiere ser mi heredero.
Fabian no llamaría eso algo “normal”, pero lo dejó pasar.
–Será capaz de seguir las clases, sí.
–Pues que haga lo que quiera.
Fabian se retiró después de terminar su informe y Hugo recogió el documento de la custodia que había apartado antes de que su lacayo entrase en el despacho. Hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse y abrió otro de los cajones del escritorio. Vaciló durante unos momentos, estiró la mano sin llegar a coger el sobre, la retiró y, por última vez, se atrevió a cogerlo. Salió de su despacho cargado con un sobre gigantesco y otro mucho más viejo y pequeño.

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