122: Epílogo (4)

octubre 03, 2019


Hugo se dirigió a la habitación de Evangeline. Su mujer pasaba la mayor parte del tiempo allí, sin embargo, se sorprendió de que una criada le explicase que Lucia se había llevado a la niña a su propio dormitorio. Perplejo una vez más, su dormitorio estaba sumido en un silencio sepulcral. Lucia y Evangeline conversaban constantemente. Evangeline había empezado a reaccionar e intentar imitar sonidos que repetía su mujer y a todo lo que balbuceaba, Lucia contestaba con el mayor entusiasmo posible. Hugo se preguntaba si realmente era capaz de entender el idioma no humano de la niña.
El duque se acercó a la cama donde se encontró a las dos echándose una siesta. Ordenó a la criada que se retirase, se sentó en la cama y estudió el rostro dormido de su esposa. Cada vez que ella le repetía que estaba feliz sólo de ver a Evangeline, él la comprendía a la perfección: así se sentía mirándola a ella.
Evangeline se revolvió. La bebé parecía haber crecido en unas horas. En aquellos tres últimos meses por fin entendió a qué se refería la gente cuando decía que los niños crecían rápido. Era fascinante ver a su hija transformarse día a día como si fuera una muñeca.
Evangeline apretó los labios y abrió los ojos. Su mirada ámbar se centro en su padre.
–Kwawa. – Dijo entre risitas.
La bebé extendió los brazos para poder tocar a Hugo, pero al ver que su padre no reaccionaba, se puso mohína, arrugó la frente y empezó a estremecerse como si fuese a romper a llorar en cualquier instante.
–Bien hecho, Eve. – Intentó apaciguarla Hugo.
Pero fue en vano, la infanta estalló en llanto. Hugo, temeroso de despertar a Lucia, la abrazó con torpeza y se alejó unos pasos de la cama. Cada vez que su esposa se la ofrecía, la cogía en brazos de mala gana, pero jamás había sido el primero en iniciar contacto con aquel ser tan debilucho. Le aterrorizaba poderle hacer daño.
–¿Qué estarás diciendo, pequeña Eve…? – Musitó Hugo.
Evangeline empezó a reír encantadoramente, disfrutando de las caricias y risita de su padre.
Lucia contempló la escena sentada en la cama. Era un momento emocionante, su esposo sonreía de oreja a oreja mientras sujetaba a su niña. En cuanto Hugo se percató de la presencia de su esposa, hizo ademán de devolverle a Eve que protestó.
–Le gusta, cógela tú.
–¿Yo? ¿Hasta cuándo?
–Hasta que se duerma.
Por suerte, no tuvieron que esperar demasiado tiempo. Hugo llamó a la niñera para que se ocupase de la pequeña, la ordenó retirarse, cogió el sobre que había dejado en la mesita de noche de Lucia y se lo dio.
–Se me había olvidado.
–Y yo.
–Los dos son hijos tuyos.
–No, son nuestros. Gracias.
Lucia le dio un beso en la mejilla y leyó el contenido de la carta del sobre más pequeño con una expresión severa, confundida.
–Es lo único que me dejó mi hermano.
Tras pasar días enteros lidiando con todo lo relacionado con las muertes de los antiguos duques, Hugo encontró esa carta en su escritorio donde se leía la última voluntad de su hermano mayor. Allí, aseguraba que todos sus crímenes habían sido por el bien de su hermano pequeño, de él, y que aunque no esperaba que comprendiese el motivo, quería hacerle saber de que le quería.
Hugo no comprendió a su hermano en ese momento. Le cegó la rabia, la ira y no podía creer que todo aquello había sido por su bien. Le odió tanto, o quizás más, que a sus padres. Se vio tentado en incontables ocasiones a lanzar la carta al hogar para que ardiese, sin embargo, terminó amontonada entre otros documentos en la habitación secreta de los Taran.
–Esto es algo que… no te había dicho. – Hugo no sabía cómo empezar. – Al principio, yo… no tenía ni un nombre. – Decidió narrar su historia desde el mismo comienzo. – No sé cuándo, pero en algún momento la gente empezó a llamarme “Hue”.
Hugo continuó su relato con serenidad, como si le estuviese contando un cuento. Las lágrimas empañaban el rostro de Lucia para cuando llegó al día de la tragedia. A la joven le rompía el corazón que un niño hubiese tenido que sobrevivir a algo tan devastador.
–Me ha costado más de lo que esperaba contarte esto. – Le dijo Hugo tomándole la cara entre sus manos.
El duque necesitó todo el valor que supo reunir para confesar quién era a la mujer a la que amaba. No porque no confiase en sus sentimientos por él, sino porque no quería dejar de ser el mejor ante sus ojos. Quiso ocultar su lado débil, bochornoso. No quería admitir su inseguridad, sentimiento de inferioridad.
–Me da igual quien seas, te amo. Amo al hombre que tengo delante.
–Lo sé.
Lucia extendió los brazos y le rodeó el cuello mientras que él la estrechaba contra su pecho.
–No te culpes por la muerte de tu hermano. Sólo tenía dieciocho años y te amó como supo hacerlo.
–…Sí, yo también lo creo.
Lucia agradeció mentalmente al hermano de Hue al que no pudo conocer y gracias al cual su marido quedó absuelto de las pesadas cadenas de los Taran.
–Me guardaré la carta. – Hugo se la quedó mirando sin decir nada. – Te cuesta tenerla contigo, pero no puedes tirarla, ¿no?
–…Sí.
La letra de la carta era pulida. El autor daba la sensación de ser alguien amigable, amable.
De la misma manera de que Vivian se había convertido en su nombre especial para ella, el Hue que significaba demonio había desaparecido y se había convertido en el apodo que su mujercita guardaba sólo para él. Anhelaba ser aquella roca donde Lucia pudiese apoyarse.
Complacida, Lucia abrazó a su fidedigno marido y éste le devolvió el gesto.

*        *        *       *       *

Un carruaje recorría las calles de la capital a toda prisa, en su interior, un muchacho de cabellos azabaches jugueteaba con el pelaje de un zorro de pelaje amarillento. La escena metropolitana no fascinó al viajante tan ensimismado como estaba en la idea de volver a ver a su madre y conocer por primera vez a su hermanita.
–Evangeline… Eve… – Murmuraba distraídamente mientras rezaba para caerle bien.
Damian no había visto jamás a un bebé, pero imaginaba que sería el vivo reflejo de su madre. Cuando recibió la carta que anunció las buenas noticias, se quedó perplejo. Era consciente de que su madre había escrito que el bebé iba a ser niña para ahuyentar cualquier demonio que pudiese rondarle por la cabeza, aunque era fútil. Damian estaba decidido a querer al nuevo miembro de su familia con locura independientemente de su sexo. No obstante, no podía negar que aún sentía cierta inquietud en lo más hondo de su corazón. Temía que su madre ya no le necesitase ahora que tenía a un hijo propio. Pesé a todo, mientras no le repudiase, Damian estaba dispuesto a soportarlo todo.
El carruaje se detuvo delante de la escalera de la residencia ducal. Jerome recibió al muchacho con reverencia.
–Cuánto tiempo, joven amo.
–Sí.
Todo el servicio que había salido a saludar al joven amo no cabía en sí de la sorpresa. Aquel niño y el duque de Taran eran como dos gotas de agua. Todos los criados pensaban igual: la duquesa acababa de dar a luz a un heredero legítimo, así que una tormenta se avecinaba al tranquilo hogar ducal.
Lucia estaba bajando al segundo piso cuando se topó con Damian que la saludó con una reverencia.
–¡Oh, cielo santo, Damian! – Exclamó mientras se le acercaba a paso ágil y se lo llevaba a los brazos. – ¡Qué mayor estás!
Habían transcurrido tres años desde su último encuentro. Damian, de ocho años, aparentaba más edad y era más alto que ella.
El tierno abrazo de su madre emocionó a Damian cuyo corazón se hinchó de felicidad. Su madre continuaba mirándole con el mismo cariño, comprobó aliviado.
–¿Cómo te puedes parecer tanto a tu padre? Cada vez sois más clavados.
–¿Cómo has estado, madre?
–Pues perfectamente. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿El viaje ha sido duro? ¿Y Asha?
–La he dejado con el mayordomo.
–¿Has comido? Seguro que te has saltado la comida.
–No me apetece, ya comeré algo por la noche.
Esa respuesta no complació a Lucia, que mandó preparar algún aperitivo y subirlo a la segunda planta mientras ella se llevaba a su hijo a conocer a su hermana.
–Ven, vamos a saludar a Eve.
Los sirvientes empezaron a murmuran entre ellos las preguntas que no se atrevían a decir en voz alta. El muchacho que acababa de llegar no parecía ser sólo hijo del duque a juzgar por el comportamiento de la duquesa, pero desde luego, levantaba dudas.
Lucia entró en el cuarto de la pequeña y ordenó a los sirvientes que se retirasen. Entonces, arrastró a Damian sin soltarle la mano hasta el cabezal de la cuna donde Evangeline, siempre risueña, soltó una risita y alzó las manos.
Damian se quedó embobado mirando a la bebé. Era una muñequita con vida. Era diminuta, menuda como una hadita. No necesitó tocar el cabello de color miel para adivinar lo sedoso que era y sus ojos resplandecían con la misma luz que la de su madre.
–Eve, saluda a tu hermanito. – La bebé masculló algo inentendible. – Te está saludando, Damian. Dice que está encantada de conocerte. – Aseguró.
–¿…Qué?
Damian empezó a tener sudores fríos. ¿De dónde había sacado eso? Ese lenguaje le dejó anonadado.
–¿Te importa vigilarla un rato, Damian? Saludaos y conoceos. Voy a salir un momento. Si llora, llama a la criada que hay fuera.
–¿Qué? Mamá, eso es-…
El pobre muchacho no tuvo tiempo de terminar su réplica: Lucia ya había desaparecido por la puerta. A solas con la niña,  Damian se quedó en silencio estudiando con la mirada a su hermana.
–Hola… Eve.
No sabía qué hacer, pero Evangeline empezó a cacarear como si quisiera responderle. Nada de lo que pronunciaba parecía una palabra, pero Damian supo que estaba comunicándose con él.
Vaciló durante unos segundos, pero por fin, se atrevió a tocarle la mejilla. Evangeline le cogió el dedo, pillándole desprevenido. Sobresaltado, Damian se quedó allí de pie.
–Encantado de conocerte, Eve.
La bebé era encantadora y Damian sintió que por fin comprendía lo que su madre le había dicho en aquel entonces. El cosquilleo en el pecho significaba que la niña le parecía encantadora.

Fin.

You Might Also Like

0 comentarios

Popular Posts

Like us on Facebook

Flickr Images