7. La marca de la esclava II

abril 06, 2020


La luz del sol cubrió la Tierra de un tono rojizo tras una larga noche. Chloe, que no había conseguido pegar ojo en toda la noche, se hallaba en una esquina de la mazmorra observando el ir y venir de los atareados soldados.
–¡La hemos encontrado! – Gritó uno de los militares de repente rompiendo la serenidad del silencio.
El resto de los soldados olvidaron su cansancio y se giraron para mirar al que acababa de gritar con curiosidad. El estrépito también despertó a algunas de las criadas que estaban encerradas con Chloe.
–¡He encontrado a la princesa, señor!
Chloe por fin logró distinguir los rasgos del semblante del hombre que había gritado y que arrastraba a la princesa primogénita, Alicia, detrás de él. Chloe apartó la vista de su hermanastra; la arrogancia con la que solía pavonearse y el desdén con el que la comparaba con un mero insecto habían desaparecido.
Todos los presentes los rodearon, pero quién apareció para asegurarse no fue Evan.
–¿Dónde la habéis encontrado?
Era él. Chloe le reconoció de inmediato. El cuerpo de este hombre era tan imponente que no necesitaba nada más para aterrorizar a cuanto le rodease. Las compañeras de celda de Chloe entraron en pánico: las cabezas de todos los miembros de la realeza ya habían sido colgadas en las puertas de palacio y aquello era suficiente para adivinar cómo acabaría esa situación.
–Estaba escondida en el almacén del palacio. Se había escondido debajo de la nieve.
Alexandro posó su mirada fría y desinteresada sobre Alicia. Los cabellos plateados de la hermosa joven y sus ojos azules constataban la identidad de la princesa y, sin más preámbulos, Alexandro dio la orden que todos más se temían.
–Decapitadla y colgad la cabeza en la puerta del palacio.
Alicia no fue capaz de soportar el trato despreocupado de Alexandro y, en el momento en que éste le dio la espalda como si no significase nada para él, la muchacha explotó.
–¡Hijo de puta! ¡¿Cómo has podido conspirar con Gilbert y apuñalarnos por la espalda de esta manera?!
El Rey de El Pasa había sugerido prometer a Alicia con Alexandro y Duncan Graham lo aceptó, sin embargo, nunca llegó a oficializarse.
–¡Tu padre es sólo un traidor que empezó a hacer motines y ahora se cree Emperador, ¿no?! – Alexandro hizo caso omiso a sus bramidos y continuó caminando. – ¡De tal palo, tal astilla! ¡Eres igual que el bastardo de tu padre!
Esta vez Alexandro se dio la vuelta y se acercó a Alicia. Chloe se cubrió el rostro con las manos para no tener que presenciar la escena. El aura de Alexandro era muchísimo más imponente que cualquier caballero armado.
–No entiendo de qué te quejas.
Alicia se quedó muda en cuanto tuvo a Alexandro ante ella. Sus gritos habían sido su último intento de herir a aquel hombre antes de morir, pero eso no cambiaba el hecho de que su vida dependía de lo que ordenase él.
–¡Estuvimos prometidos! – Exclamó fulminándole con la mirada a pesar de lo mucho que le temblaban las piernas.
–¿Y qué más has hecho por tu reino a parte de buscar alguien con quien casarte? – Le contestó Alexandro con una crueldad sorprendente para la que podría haber sido su esposa. – Si lo que quieres es culpar a alguien, culpa a la incompetencia de tu reino.
La princesa miró con todo el odio que habitaba en su corazón a Alexandro, alzó la vista, estudió la frialdad de su semblante y le escupió haciendo acopió de todo su valor. Todos los presentes contuvieron la respiración.
Alexandro le dedicó una mirada severa a Alicia hasta que ésta fue incapaz de continuar devolviéndosela y apartó la vista. Había actuado sin pensar en las consecuencias de sus actos y ahora que por fin se daba cuenta de la gravedad de la situación, era demasiado tarde.
–He cambiado de idea. – La voz de Alexandro retumbó por la mazmorra como un trueno.
Alicia, desesperada, se lo miró horrorizada.
–¡Suéltame! – Chilló sin pasar por alto la decisión en la mirada de Alexandro.
La joven intentó zafarse de los soldados que la mantenían presa con todas sus fuerzas hasta que cayó al suelo, agotada.
–Oh, no… – Consciente del castigo que le esperaba, se estremeció.
Chloe se abrazaba a sí misma en un amago de aislarse de la situación en vano. No quería presenciar aquello, pero tampoco podía ignorarla.
–Traedme mi espada. – Se secó el sudor de la cara y aceptó la espada que le ofreció uno de los soldados. A continuación, la desenvainó y apuntó al cuello de la princesa.
–Por favor, perdóname… – Alicia estaba tan asustada que no consiguió articular más que un quejido ahogado.
La despiadada espada se clavó en el fino cuello de la princesa y la desgarró hasta la clavícula dejando a su paso un rastro de sangre.

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